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Sección: Editoriales / Suplemento Cultural

El cerebro magnífico de Darío

Por: Roberto León González Alexandre 04/03/2013 | Actualizada a las 19:27h
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(I)

 
Rubén Darío el poeta, el príncipe de las letras castellanas, el cisne de la poesía, el embajador cultural de talla internacional, el niño poeta, el nicaragüense que incendió y puso nombre a una corriente literaria (el Modernismo), nació un 18 de enero de 1867 y murió de cirrosis el 6 de febrero de 1916, en su tierra natal, Nicaragua. Tenía 46 años pero dicen que representaba 60.
 
Cuentan quienes lo conocieron que Darío el divino dipsómano, el poeta azul de las letras, el genio lírico de la carne, el pitón, mago y sacerdote poético, era un hombre brillante e inteligentísimo, y no sólo sabio y sensible, ni nada más amable y seductor, ni únicamente un chamán de las letras, ni un simple embajador cultural, ni, por supuesto, meramente un alcohólico.
 
Miguel Vitagliano afirma que: “Hay quienes dicen que si Dylan Thomas tomó dieciocho whiskys y no más antes de desplomarse, fue porque esos eran los últimos tragos para grandes poetas que Rubén Darío había dejado vacantes.”
 
Hoy día, reconocida su fama, su gloría, su importancia en las letras, es menester desacralizar el mito del poeta divino para encontrar al humano lleno de virtudes, pero también de defectos, mismos que asumió existencialmente hasta el hígado; imperfecciones humanas que sufrió y disfrutó hasta la alquimia. Es decir,  desacralizar el mito porque ya lo hemos reverenciado mucho. Ahora queremos al hombre, simple y silvestre.
 
“Donde vida y obra se funden  hombre y poeta son un solo poema. Darío, el fauno, era en el fondo un cristiano que quería ser pagano (según la mordaz observación de Luis Alberto Cabrales, cita Nydia Palacios) a diferencia de Salomón de la Selva que fue un poeta pagano que quería ser cristiano.”
 
Del pequeño Rubén se dice que llegó a beber biberones con vino, lo que, obvio, no es de creerse. Más creíble es que aprendiera a leer a los tres años,  que sus primeros versos los escribiera a los 10, que a los doce le publicaran algunos poemas, y a los catorce ya escribiera en el periódico de su localidad: “La Verdad” de León.
 
Ya entrado en gastos, poemas, parrandas, viajes y francachelas, Darío tuvo tres esposas y un montón de aventuras no registradas. En 1890 se casa con Rafaela Contreras, mujer que compartía con él cierto amor a las letras, sin embargo, poco le duró el gusto, pues Rafaela fallece en enero de 1893. Ese mismo año, el atribulado poeta se casa en segundas nupcias tras novelesco episodio con Rosario Emelina Murillo, mejor conocida como “La Garza Morena”.
 
El episodio matrimonial es digno de contarse pues no tiene desperdicio: Darío se encuentra en una taberna ahogando sus penas, como solía hacerlo a diario; o, como era su inveterada costumbre, espantando fantasmas, pergeñando poemas y afinando su oído. De pronto, dada su fama, se acerca a su mesa una bella y joven mujer;  una morena de fuego en las venas; alta y esbelta. La invita a sentarse. Dialogan y beben. Beben y se rozan las manos. Murmuran y siguen bebiendo a tragos descomunales. Beben y sienten por dentro el fragor de la sangre. Se miran y les vuelve a dar sed…
 
El caso es que rentan una habitación de la misma taberna y se van a la cama. En esas estaban cuando irrumpe, arma en mano, un hombre que se identifica como el hermano de la dama que sufre en ese momento el ultraje.
 
El pistolero dice sentirse agraviado en su honra y exige al poeta repare su falta. Para finiquitar prolegómenos ordena subir a la habitación un buen número de botellas de whisky e invitan al fauno a continuar la parranda. Al amanecer, ante un juez llevado ex profeso, un alcoholizado Darío firma su segunda acta matrimonial.
 
Al día siguiente, tras dura resaca, se da cuenta cabal de la trampa. La Garza Morena ya venía embarazada y el hermano necesitaba casarla. Desde ese día vergonzoso, Darío se prometió no volver a intimar con su esposa y, por supuesto, no compartir nunca techo ni cama. Se propuso huir siempre de ella. De ahí tantos viajes y estancias alrededor del mundo, de ahí las múltiples representaciones culturales, políticas y sociales en los puntos más disímbolos del planeta.
 
Sin embargo, La Caimana no se arredró un ápice por aquello, al contrario, apenas ponía un pie en tierra firme Darío en cualquier punto distante de la geografía, y ya venía atrás la Garza Morena pisándole los talones para ostentarse, en todo tiempo y lugar, como su única y legítima esposa; a veces lo hacía con gracia y decencia, las más de las veces a gritos y sombrerazos. No cabe duda, a Rosario Emelina Murillo, se le volvió una obsesión el poeta azul del modernismo latinoamericano.
 
La tercera mujer de Darío fue Francisca Sánchez en 1899, criada que se desempeñaba al servicio de la casa del poeta Villaespesa, íntimo amigo de Darío; campesina española, sencilla, hermosa, analfabeta, a quien Darío enseñó a leer y luego la hace su compañera. Francisca, a quien Rubén llamaba con cariño y profundo respeto su “Lazarillo de Dios en su sendero.”
 
Con ella encuentra al fin, la vida agitada del poeta, refugio y dulzura, paz y tranquilidad, nunca exenta de desvaríos y delirium tremens. Muerto Darío, Francisca se casa con don José Villacastín, hombre culto que gastó toda su enorme fortuna en recoger la obra dispersa del padre del modernismo. Hasta allá le alcanzó el amor al Lazarillo de Dios.
 
primera de tres partes

Rubén Darío, el poeta
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