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Sección: Editoriales / Suplemento Cultural

El Cerebro Magnífico de Darío

Por: Roberto León González Alexandre 11/03/2013 | Actualizada a las 19:57h
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Tercera y Última Parte 
por Roberto León González Alexandre
 
El 6 de febrero de 1916 muere Rubén Darío, el Príncipe de las letras. Durante la autopsia el doctor Louis Henry Debayle, quien aseguraba ser descendiente de Stendhal, decidió extraer el cerebro del poeta, empeñado, como estaba, en saber si pesaba más o pesaba menos que el del famoso Víctor Hugo.
 
Cuentan que el cerebro de Darío pesó 1850 gramos. El promedio en un hombre común es de 1450, pero los hay hasta de 2000 gramos. Para que se dé usted una idea: el cerebro del filósofo alemán Emmanuel Kant, por ejemplo, pesó 1,600 gramos; 250 menos que el del insigne poeta.
 
Sin embargo, en este aspecto, al nicaragüense lo han vencido científicos famosos, tales como: el médico Abercrombie con 1890 gramos, el cirujano Dupuytren con 1875 y el naturalista Cuvier con 1861; aún así, ninguno de ellos llegó a ser considerado precisamente un genio, tal como le sucedió a Darío.
 
El asunto es que no sólo en peso cerebral rivalizó el poeta con otros hombres de genio, sino también en sus características, sobre todo en cuanto a la precocidad.
 
Mozart, por ejemplo, compuso música a los seis años, Dante Alighieri escribió un soneto a los nueve años (que luego dedicó a su amada Beatriz), Goethe escribió cuentos a los diez, Miguel Ángel ya pintaba a esa edad, Voltaire y Pascal manifestaron su genio a los trece y Fourier a los quince.
 
Darío, por su parte, leía perfectamente a los tres años, hizo sus primeros versos a los 10, a los 14 escribía en los periódicos y, a los diez y siete años, trabajando en la Biblioteca Nacional de Nicaragua (1884), según la leyenda, aprendió de memoria el Diccionario de la Real Academia Española.
 
Como los demás genios, Darío compartió la tendencia al aislamiento, a la meditación, a la tristeza profunda, a la superstición exagerada, reñida con el buen sentido de la realidad, producto de su intensidad imaginativa. La mayoría de los genios, comparten los historiadores, han sido nerviosos, neuróticos y maniáticos.
 
Tan desagradable como nos pueda parecer la relación entre el genio y la neurosis, dado los numerosos casos históricos, algunos han admitido como cierto lo que dijera el médico Cesare Lombroso al respecto: “El genio es una forma de demencia.” Tal vez, ello seas así, al menos para los ojos de la mayoría de la gente normal, sencilla, higiénica y silvestre.
 
El caso es que el cerebro de Darío, luego del desaguisado entre el doctor Debayle y Andrés Murillo (hermano de la esposa del poeta) fue a parar a la comandancia de policía de la ciudad de León, Nicaragua, de ahí se perdió y mucho más tarde, cuenta otra leyenda inverosímil, “Tachito” (Anastasio Somoza Debayle) hijo de Anastasio Somoza García, se lo desayunó una mañana con la convicción plena de que ese alimento ambrosíaco y genial lo haría, cuando menos, un tantito inteligente. Obviamente no fue así.
 
Un poco más verídicas pudieran parecernos las afirmaciones de que el cerebro de Darío, luego de un largo periplo de más de 60 años,  quedó finalmente en manos de la esposa de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua tras el triunfo de los Sandinistas en 1979.
 
La presunción se deriva quizá de que la primera dama nicaraguense reclamó siempre ser descendiente directa de la esposa del poeta, Rosario Murillo (La Garza Morena), por lo cual le asistía el derecho de conservar dicha prenda. La verdad, sin embargo, es que nunca nadie ha demostrado fehacientemente dónde descansa el cerebro magnífico de Darío.
 
Si la historia Dariana les parece abominable y perversa, entérense ustedes de lo sucedido un 18 de abril de 1955 en los Estados Unidos tras la muerte del científico más renombrado del mundo: Albert Einstein.
 
 Resulta que el doctor Thomas Stoltz Harvey, jefe de patología del Hospital de Princeton, sin autorización alguna extrajo el cerebro del cuerpo y sin más lo llevó casa.
 
30 años después un periodista localizó al médico en el estado de Kansas y constató que Harvey aún conservaba el cerebro del genio mayor del siglo XX en dos grandes tarros de su cocina.
 
Lo aberrante fue que el médico explicara, muy quitado de la pena, que lo había cortado en 240 trozos y que había viajado por todo el país con el cerebro tajado de Einstein en el maletero del coche.
 
El cerebro de Darío como el de Einstein, se convirtieron en una maldición para sus verdugos. Ambos médicos enloquecieron aún más de lo que ya estaban, y obsesionados por poseer esos cerebros magníficos, y avergonzados  por la carnicería expuesta, vagaron sin principio y sin fin por el mundo, hasta el día en que la muerte les echó una mano, y nadie se preocupó por ellos, ni estudió los “por qué” de esos cerebros tan pequeños y escuálidos.
 
Todavía hoy, dice el escritor Vitagliano, en la Universidad de Whichita se conservan los restos del cerebro de Einstein. Ahí van y lo ven con cierto morbo los curiosos, esperando, tal vez, que esa masa gris, tasajeada sin pudor 240 veces, les explique la teoría científica de una genialidad relativa, o el origen de la estupidez más concreta.

Rubén Darío, el poeta
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