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Sección: Editoriales / Suplemento Cultural

El ataque al “Potrero del Llano”

Por: Aurelio Regalado Hernández 21/01/2013 | Actualizada a las 09:52h
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El ataque al “Potrero del Llano”, testimonio de un sobreviviente
(I)


 
Desde mediados de 1941, el buque “Potrero del Llano” formó parte de la flota de Petróleos Mexicanos que transportaba crudo o diesel a los Estados Unidos.  Normalmente cubría la ruta a Nueva York, a veces partiendo de Minatitlán, a veces de Tampico, navegando sin problemas por lo menos hasta finales de abril de 1942, que fue cuando por enésima ocasión zarpó de costas mexicanas. Ese viaje iba a resultar de escalofrío para la tripulación, compuesta por completo de trabajadores petroleros, gente sencilla, trabajadora, la mayoría con esposa e hijos.
 
Los alemanes habían extendido el escenario de combate de la Segunda Gran Guerra hasta el Atlántico, en cuyas profundidades se desplazaba, amenazante, su flota torpedera. El gobierno de Manuel Ávila Camacho suponía que  --tras declarar la neutralidad de México en el conflicto-- las naves de Pemex no corrían el riesgo de ser atacadas por los submarinos nazis. Estaba equivocado, y el primer aviso lo iba a recibir la tripulación del “Potrero del Llano”, de la que formaba parte el minatitleco Ismael Sulvarán Cruz, primer camarero, en ese entonces de escasos veinte años de edad, quien recuerda:
 
“Aquél día nos desplazábamos a la altura del Canal de la Florida, entre las tres y media y cuatro de la tarde, cuando de la nada emergió el casco de un submarino alemán con un cañón apuntando hacia nosotros. Fuimos obligados a detenernos y luego, desde la escotilla del submarino, el mandamás nazi le hizo varias preguntas a nuestro capitán.
 
Dijo que como llevábamos combustible para un país aliado podía atacarnos con justificación. En seguida, con tono displicente, nos hizo saber que no actuaría en nuestra contra, que podíamos continuar la ruta, advirtiéndonos por último que si nos encontraba transportando un nuevo cargamento a los Estados Unidos, entonces el torpedeo sería automático, sin previo aviso”.
 
La tripulación del “Potrero del Llano”, que estaba compuesta en su mayoría por trabajadores originarios de Tampico y Minatitlán, vivió aquel episodio con gran angustia. Unos más, otros menos, percibieron el olor de la muerte, y a pesar del temor que les embargaba completaron el viaje a Nueva York, donde descargaron el combustible, retornando de inmediato al país. Al atracar el buque en los muelles de Minatitlán, los petroleros bajaron a tierra, como es natural, pero esta vez muchos se perdieron en la ciudad con la intención de no volver a bordo. El gobierno había dispuesto que el buque siguiera navegando (“México no está en guerra”, fue su argumento), y ante este aviso casi toda la tripulación, incluido el capitán, decidió no arriesgar la vida. Hubo, sin embargo, un pequeño grupo que quiso continuar, incluido Ismael Sulvarán.
 
“Ante los escasos petroleros dispuestos a continuar –dice Sulvarán--, el buque quedó inactivo unos días hasta la llegada de los elementos de la Armada Nacional que, por disposición del gobierno, sustituyeron a los ausentes. Se dio el cargo de capitán al teniente Gabriel Cruz Díaz y la orden de preparar un nuevo cargamento de combustible.
 
Con su nueva tripulación, el “Potrero del Llano” zarpó de Minatitlán y se dirigió a los muelles de la refinería de Ciudad Madero, donde el 9 de mayo sus bodegas fueron llenadas con un enorme cargamento de diesel. Ese mismo día la nave alcanzó mar abierto para dirigirse a su destino, y la mayoría de los que iban a bordo tuvieron la sensación, el miedo casi sólido, de que se iban a encontrar con la muerte cabalgando sobre un brioso torpedo alemán y que esa sería la última imagen que captarían sus ojos. Los rostros pálidos y expectantes no pudieron por cierto engañar a nadie.
 
Desde la salida al Golfo el capitán dispuso algunas medidas importantes para, en caso de ser atacados, aminorar los efectos de la devastación. Decidió, para empezar, que por las noches se navegara con las luces apagadas, y ordenó que cada elemento durmiera con el salvavidas a la mano. Algunos de plano  lo usaron de almohada y otros se lo colocaron como si fueran a saltar al mar en ese instante. El mejor lugar para dormir no fue el camarote, donde en caso de un bombardeo se podía quedar atrapado, sino la cubierta. Sin embargo, desde ese primer día la sicosis empezó a hacer presa de varios de los petroleros, que revelaron abiertamente sus temores.
 
Al mediodía del 10 de mayo, uno de ellos enloqueció súbitamente y corrió al centro de la cubierta, atormentado y enfebrecido por el pánico, y poniéndose de hinojos empezó a rezar a Hitler, pidiendo su clemencia. Por la noche de ese mismo día otro sufrió un ataque de paranoia y, acusando el impacto de la inmensa y espesa penumbra que se abría ante sus ojos, creyó ver pequeñas luces intermitentes a las que confundió con señales de los alemanas para dar inicio al bombardeo del “Potrero del Llano”, suposición que le llevó a proferir gritos de espanto que alarmaron hasta a los más serenos.
 
El inmenso mar no guardaba esta vez en su estómago los monstruos míticos que tanto horror y locura habían provocado en antiguas generaciones de marinos. Esta vez la bestia tenía una suástica tatuada en sus flancos de acero, y lo que más espantaba era la advertencia previa de su letal ataque.
 
Así llegó el 13 de mayo, con su sol primaveral a plomo y el viento salino sobre los rostros. No hubo una sola novedad en todo el camino avanzado y la luz de día de alguna manera le restó intensidad a los delirios personales. Al llegar la noche, navegando ya sobre el sur de Miami, muchos de los tripulantes se tiraron a dormir con la dulce sensación de que el riesgo poco a poco se iba disipando. Nadie quería más noches de pesadilla. Los alemanes, sin embargo, estaban más cerca que nunca.
                                                                aurelioregalado@yahoo.com.mx   

Imagen del "Potrero del Llano"
Fotografía Internet
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