Soto la Marina, Tamaulipas.- La costa amanecía con ese tono dorado que solo aparece cuando el sol, tímido, empieza a acariciar el horizonte. El Torneo había comenzado, y como cada año, el murmullo de los pescadores se mezclaba con el vaivén del mar y el sonido metálico de las cajas de anzuelos abriéndose.

Pero entre el bullicio y la emoción, había un rincón que respiraba distinto.
Un espacio pequeño, sencillo… sagrado.

Allí, una silla plegable esperaba sin prisas.
Encima, una gorra deslavada por tantos veranos.

A un costado, una caña de pescar apoyada con cariño, como si sus manos fueran a reclamarla en cualquier momento.

Nadie se acercaba. Nadie osaba mover un solo objeto.

Era su lugar. El lugar del amigo, del padre, del hermano, del compañero de mil madrugadas… ese pescador que ya no camina entre nosotros, pero que sigue llegando, puntual, a cada torneo.

El silencio que duele y abraza

La gente que pasa baja la voz. Los más jóvenes no entienden del todo, pero sienten. Los mayores se mojan los ojos cuando creen que nadie los ve. Porque ese puesto vacío no es un simple acomodo: es una declaración de amor.

“Ahí está”, murmura uno de los veteranos sin mirar a nadie.

“Él nunca falta”.

Y tienen razón.

Hay ausencias que se vuelven presencia pura.

Hay hombres que, aunque ya no hunden sus botas en la arena, siguen dejando huella.

El torneo sigue… pero también se detiene

Mientras los demás lanzan líneas al agua, quienes lo conocieron voltean hacia ese rincón y solo por un segundo juran sentir una brisa más cálida, un olor a tabaco o a café como el que siempre traía.

Dicen que el mar guarda todo.

Los gritos de emoción, los secretos, las risas… y también guarda a quienes alguna vez lo amaron.

Ese espacio vacío se convierte entonces en un faro.

Un recordatorio de que el compañerismo verdadero no termina en la orilla, ni con el último suspiro.

De que hay pescadores que no se van: se quedan en la memoria y en la marea.

Un ritual que sana.

Quienes lo honran así dejándole su sitio, su equipo, su pedacito de playa lo hacen para no olvidar, pero también para seguir viviendo. Cada torneo es una despedida repetida, suave, necesaria.

Algunos aseguran que en ciertas mañanas, cuando la bruma es espesa y el viento sopla hacia tierra, se escucha un carrete girar donde nadie está pescando.

Otros dicen que han visto una sombra sentarse en la silla, cruzar los brazos, y mirar hacia el mar con la tranquilidad de siempre.

Tal vez sea imaginación. Tal vez sea él.

El legado en la arena

Ese hombre, Eloy Martínez Garza ya no levanta su caña frente a una gran captura, pero sigue enseñando. Sigue recordando que pescar no es solo atrapar piezas; es compartir amaneceres, es cuidarse, es reír con los demás, es regresar siempre a donde uno fue feliz.

En ese pequeño altar de pesca se resume una vida entera,  amistad, constancia, mar… y amor. Mucho amor.

Y así, en cada edición del torneo del Club Tamatán, mientras los demás celebran sus trofeos y victorias, hay un rincón donde el corazón queda hecho nudo. No por tristeza, sino por gratitud. Por la certeza de que algunos pescadores se vuelven eternos.

A quienes siguen guardándoles su lugar, gracias por recordarnos que la verdadera lealtad no conoce despedida.