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Sección: Editoriales / En la Remington

El sino tortuoso

Por: Ricardo Hernández 04/05/2015 | Actualizada a las 09:38h
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El nuevo sol de mayo trajo a ciertas personas buenas bendiciones, pero a otros, extraños presagios. Ángel, el comerciante, lo sabía. Él era creyente de las supersticiones, aparte, era un ser embaucador. A toda la gente que acudía a su tienda de abarrotes le contaba que  había comenzado a trabajar a los catorce años de edad, que a esa corta edad tuvo que ver con varias mujeres; que ganaba cuanto quería y anduvo rodando por el mundo como todo un artista callejero. Según el comerciante, nadie podía, a sus sesenta años, picarle los ojos.

Era un hombre alto, robusto, cabello blanco como su espesa barba; seseaba demasiado pues cuando hablaba apenas se le alcanzaba a asomar un tronquito de carne erecta bajo la lengua.

Eso sí, tenía una mirada fría, penetrante; cual si fuera un poseso, esa mirada de glacial pasaba a ser tibia confundiendo así a cuanto hombre tuviera en frente: “¿Será un hombre bueno o malo?” Se preguntaban algunos. “Dicen que es  brujo”, murmuraban otros. Al comerciante se le veía trabajar todo el día, hasta muy noche (hormiga en su hormiguero).

Contadas personas se acercaban a él, mismas que se apartaban in so facto porque el comerciante los había corrido de su tienda, argumentando que ahí no era ninguna cantina para abrigar borrachos ni casa de hospedaje para indigentes ni techumbre para forasteros.

Su mal genio fue conocido por todo el barrio. Lo acusaron de prepotente, de un mal hombre. Otros más le llegaron a leer su futuro (aunque no precisamente por medio de una bola de cristal), por cierto, no muy bueno. “Ese tipo me gusta para que termine como un perro, solo”. Ángel, sentado detrás del mostrador, se sacudía las rojas orejas. Pensó “alguien me la ha de estar mentando”.  En cierta ocasión llegó un chiquillo a comprar un chocolate de barra. “¿Está bien?”, le preguntó el niño extendiendo la mano derecha y sobre ésta, un par de monedas. “Te falta un peso”, seseo el comerciante. “En la otra  vuelta se lo pago”, respingó el niño. “No, niño. El peso es mi ganancia. No puedo”, objetó el hombre. El chiquillo arrugó la nariz del coraje. Dio media vuelta y salió despavorido.

La primera noche de mayo, transcurría en absoluto silencio. Bajo la densa oscuridad, Ángel abrió los párpados intentando encontrar aliento en cualquier filtro de luz pero nada le suavizó el ánimo. Por lo menos si su esposa Leticia se hubiera tomado la molestia de dejar la lámpara encendida, bajo tenue luz, a su esposo no se le habría prendido la mecha del cerebro. Ángel se calificaba a sí mismo como fiel y leal compañero de toda la vida, se entregaba dócilmente (bovinamente)a los menesteres conyugales. “Para mí que este primer día de mayo me trae malos augurios”, farfulló el comerciante.

Faltaban pocos minutos para comenzar el día 2, aun así no dejaba de ser la misma noche. En la cama, envuelta en una aromática sábana blanca, su esposa (mujer de indómitos sentimientos) dormía como de costumbre,  dando la espalda a su esposo. Ángel meditaba con los ojos abiertos; se rascaba ligeramente la barba.

¿Por qué los hombres después de los sesenta años empiezan por hacer un recuento de su pasado? ¿Será que esa es la etapa idónea para el arrepentimiento?

Se le había ido el sueño. El comerciante trajo a su mente aquel singular recuerdo de cuando era un mozo. Transitaba por una carretera vacía y solitaria. Se llevó las manos a las bolsas de su pantalón de mezclilla intentando encontrar un par de monedas para con eso pagar el viaje hacia su destino, en aquel entonces traía en mente encontrar trabajo en un rancho. El sol de aquel tiempo era precisamente de mayo, por eso recordó ese paisaje abrasante.

“Dios, ten piedad de mí”, caviló en ese instante mientras caminaba a paso lento. “¿No soy hecho a tu imagen y semejanza?”, inquirió mirando el cielo blanco, sin nubes; luego reparó en el amarillo de los girasoles que pintaban la orilla de la carretera.

“¿Una tortuga? ¿Qué extraño?”, musitó con desdén. Un reptil avanzaba en medio de la carretera a su singular ritmo. Ángel se detuvo hasta donde se encontraba la tortuga observándola con desasosiego; al momento de ponerse en cuclillas, escuchó el ruido de un tráiler. Se apresuró a coger la tortuga entre sus manos atravesándola hacia la opuesta orilla de la carretera para que no fuera a ser triturada. Una vez colocada en la tierra, Ángel agitó su chaqueta de mezclilla para que lo vieran; el tráiler no se detuvo. Buscó al reptil para solidarizarse con ella.

Ángel, regresó su pensamiento a la realidad. Sabía que la gente lo odiaba, que por esa razón tenía enemigos. Ahora podía verse rodeado de dinero a manos llenas. Daba por hecho que el pasado ya no existía, que la tortuga había sido su salvación porque aquella vez antes de volver a tocarla se había encontrado dos billetes atorados entre los arbustos. Por esa razón su destino, ahora, era distinto. Con el dinero que tenía podía disponer de un automóvil silo deseaba, viajar a las playas de Cancún, Puerto Vallarta; realizar el sueño de vivir en Europa; era completamente el dueño de su vida. “Nunca más seré un miserable”, seseo quedamente.

De lo único que el hombre puede estar seguro es que algún día fenecerá para siempre, no quedará más restos de su existencia; su recuerdo permanecerá en la mente de quien vivió a su lado y quienes lo estimaron, y con razón, de quienes lo odiaron.  Sólo que bajo la circunstancia de  la inactividad, ésta puede generar una reacción, como lo es: la repartición de bienes, si es que el difunto los tuvo en vida. De lo demás, no hay nada seguro, tan es así, que un matrimonio puede derrumbarse de la noche a la mañana, como sucedió a aquellas gemelas torres, como ocurrió con Goliat, como suelen acontecer tantas cosas en este mundo.

Nada es para siempre, porque tarde o temprano se desbarata tal o cual asunto. Y en lo concerniente al amor, peor son los designios. La mente del ser humano es tan compleja que nada se puede asegurar, parece que estamos marcados por el pecado porque no podemos convivir para siempre; y el pecado, para algunos, se convierte en una necesidad que rebasa la razón. Yo quiero pecar porque lo siento, quiero, deseo, amo, me encuentro desesperado (a); ¡oh, señor, comprende que soy terrenal! Y eso que la Biblia considera un pecado, el hombre o mujer intenta interpretarlo a su manera discerniendo que son simples pasiones, naturales, propias del ser humano.

Ángel, el comerciante, nunca había estado tan lúcido como aquella mañana cuando despertó el día 3 de mayo; miró su reloj de pared cuyas sincrónicas manecillas susurraban las seis de la mañana. ¡Qué día 2 tan pesado!, ¡sus augurios le habían resultado cierto! No hay más terco que el que lo quiere ser; no hay hombre más ignoto que el que cierra sus ojos ante la realidad.

Al amanecer del día 2, Ángel observó (como un gato) los misteriosos pasos de su mujer, Leticia. Ella (fresca como una lechuga) se polveó el rostro, se pasó el lápiz labial color rojo (cual una varita mágica que hace milagros) el contorno de los labios de cuya delicada textura, destellaba un brillo insinuante; se vistió (como una ejecutiva de banco)con un impecable traje azul y, mientras posaba ante un grande espejo, por la mente del comerciante transitaron terribles pensamientos; se observó así mismo (de arriba- abajo): pantalón desgastado, camisa rota, chanclas sucias, barba espesa; se palpó la frente amplia y despejada; se tocó la nariz aguileña, manos rasposas; le dio un rápido vistazo a las uñas (de los pies y de las manos) carcomidas.

Mientras se le subía el temperamento, se acordó del color rojo del chile. Acechó a su mujer (cual gato al ratón), y de su estómago brotó el visceral impulso de preguntar: “¿Adónde crees que vas, mujer? ¿Quién te espera en la esquina? ¿Con quién te vas a ver, mujer? ¿Estoy casi seguro que…? De seguro andas dando las…”.

Las personas a partir de los sesenta años de edad la misma vida las hace sentirse filósofos, sobre todo, cuando empiezan una vida de soltero. Aunque en esta etapa ya no son creídos como cuando eran jóvenes; las mismas circunstancias los llega a sensibilizar, lo que es peor, ellos no soportan tanta soledad. Algunos adoptan un perro, otros, un gato; en fin, las mascotas pueden llenar un diminuto espacio en el inmenso vacío del corazón de una persona que en su vida fue de lo peor, y que las cosas materiales siempre ocuparon sus pensamientos. La misma naturaleza cobra vida a través de sus colores; y la voz de un desconocido puede resultar grata para esas personas que nunca imaginaron un sino tortuoso,que jamás llegarían a estar solos, sin un can que les ladre.

El día 3 de mayo, el comerciante recibió los primeros esplendentes rayos del sol, ahora en una casa nueva; colocó en un pedazo de cartónletras apenas perceptibles: “Se vende leche, queso, tortillas y refrescos”. Durante los días sucesivos del mes de mayo, a Ángel se le borró aquella actitud de un hombre sufrido y melancólico. Sabía, por ejemplo, que de no trabajar con energía y entusiasmo, se le vendrían abajo (cual efecto dominó) el resto de los años. Un día se vio ante el espejo con una nueva imagen: hombre afeitado (sin barba ni bigote); se peinó el poco cabello que tenía. Se vistió con nuevas prendas y zapatos, y su negocio, volvió a prosperar.

Yo conocí a Ángel en persona hace mucho tiempo, y a veces me parece nunca haberlo visto en mi vida.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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