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Sección: Editoriales / En la Remington

Un hombre sencillo

Por: Ricardo Hernández 06/03/2015 | Actualizada a las 11:08h
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Nos quedamos de ver el miércoles a las once de la mañana. “Algo debió pasarle a don Jaime por tanta demora”, pensé, mientras sentado frente a la mesa, disfrutaba del café.

Cuando salí a la calle el viento era frío; las nubes pasaban negras por el cielo gris. Busqué la llave de mi coche en la bolsa de mi chaqueta negra. Mi coche es de cuatro puertas, un armatoste del ochenta, que con unos cuantos intentos, apenas logro poder encender. Llegué a especular que no encontraría a nadie en la calle; sin embargo, no fue así, pude ver a jóvenes caminando por distintas avenidas.

A veces prefiero el invierno en lugar del verano, tal vez debiera irme a vivir a Alaska, o un poco más cerca, a los Estados Unidos. Por cierto, el día que nací un 24 de octubre estaba haciendo frío, quizá por eso me agrada el clima gélido. Hoy por ejemplo, escribo cuando la temperatura ha llegado a los cinco grados, desde hace rato se me quitó el sueño.  Estoy pensando en mi amigo don Jaime,  no llegó a la cafetería “La chunga”.  Llegué a deliberar que quizá se debiera al frío, o porque tendría que abrir su negocio de abarrotes.

Don Jaime es puntual por eso no dudé que iría. Es un hombre sencillo, de buen corazón. El día que lo conocí en su negocio, tenía un plato de comida entre sus manos, lo daba a un par de muchachos pobres. Le pregunté si eran sus familiares, dijo que no, que a veces iban a pedirle cualquier cosa para mitigar el hambre. En otras ocasiones llegué a ver gente distinta, entre ellos mujeres y niños. Después de tiempo, conforme fui conociendo a don Jaime, me di cuenta que acostumbra a ver por los pobres, da un poco de lo que tiene.

Cierto día llegó al  negocio su hija,  Margarita, una chica alrededor de los treinta años de edad. Traía un cuaderno en la mano, se presentó diciéndole que de acuerdo con las últimas estadísticas traían un faltante de cierta cantidad de dinero. Don Jaime sonrió. Margarita solicitó a su padre que debería hacer un inventario lo más pronto posible para encontrar la falla. “No te preocupes”, espetó don Jaime, “la encontraremos”.

El viejo sabía de antemano que lo que les daba a los pobres no representaba ningún perjuicio a su negocio; sin embargo, en realidad había una falla. Las comisiones depositadas a la cuenta de su hija, no había sido la cantidad que ellos esperaron. Por la mente de ambos pasó la firme convicción de denunciar a la empresa proveedora por tal desfalco mercantil. En un principio don Jaime llegó a imaginar que el error lo había cometido él, y que con seguridad reduciría el apoyo a los pobres por concepto de alimentos.

Se palpó el corazón, y sintió que se le salía del pecho, aparte, le hizo falta el aire para respirar. Lo que le doy a los pobres, me confesó, en realidad no significa nada, éste negocio da para eso y más. ¿Y en dónde cree usted que esté el faltante?, indagué, con la intención de ayudar. “No tengo la menor idea”, dijo él.

Mientras esperaba a don Jaime en la cafetería La Chunga, ubicada en el corazón de la ciudad, miraba con indiferencia la monotonía de la vida: un taxista semidormido en su asiento, carros que se desplazaban sobre el asfalto en una lentitud sincrónica, como engranes en la máquina del tiempo. El humo espeso proveniente de los carritos de comida empezó impregnarse en el aire.“¿Gusta otra taza de café?”, escuché una agradable voz femenil. “¿Hum?, no; está bien.”, dije.

Don Jaime y yo, nos hicimos buenos amigos desde hace tiempo, el viejo tiene más de sesenta años y el cambio de vida que ahora lleva, le ha resultado bastante benéfica, quienes ganan con ello, son los pobres. Don Jaime ha creído en su propio Dios, se lo ha imaginado, no a la manera como todos lo hemos idealizado; él dice que ha creído en una idea acerca de ÉL, y piensa morirse con ella. “Lo más curioso”, le digo en broma, “es que me habla poco de su Dios y no deja de darle de comer a los pobres”. Cierto día expresó sonriendo a manera de invitación: “Yo te hablo de Dios, y tú me hablas de tus libros”. “¡Ah, con que esas tenemos!; pues bien, un día de estos conversaremos de Hemingway, de Joyce, Proust, de Cortázar; además, lo presentaré a un grupo de amigos. No tal sólo eso _continué, ofuscado_, lo enseñaré a escribir en la computadora”.

Don Jaime y yo parecíamos unos chiquillos. A quién más admiro de la historia de la Biblia, le expliqué, es a Moisés. “¿Por qué?”, don Jaime lanzó la obligada pregunta. Le respondí “Por qué en él se fundió la inteligencia con la humildad”. A los pocos días regresé a saludar a don Jaime, habló con voz pausada: “Pasa, Alberto. Ya encontramos la falla del faltante”. 

“¿Y se puede saber dónde estaba el error?”, inquirí. “¡En la luz!”, exclamó él, “Nos han cargado la luz a nuestra cuenta y eso no estaba en el contrato”.  “Entonces, le dije, asunto arreglado, ¿no?”.

En ese momento llegó una señora  morena, de cuerpo ancho, diciéndole a mi amigo: “Los niños no tienen qué comer. Hoy, por el frío, no pude salir a trabajar para comprarles algo. Tienen tanta hambre. Me piden tortillas de harina ¿pero de dónde se las saco? Ay, don Jaime, fíeme unas cuantas cosas, por favor”. “Lléveselas”, musitó el viejo, “no se apure”.

Yo me hice el que no había escuchado nada. La mujer me veía con una cara de angustia.

Dieron las once y media de la mañana. Caminé hacia aquella calle donde había dejado estacionado mi coche, una calle solitaria donde a diario se reúnen los pichones. Al llegar a casa, mientras escuchaba música de piano, llegué a pensar que mi amigo se encontraba enfermo por eso no pudo asistir a la cafetería. Su negocio de abarrotes permaneció cerrado durante el día. Pasaba en mi carro, cuando vi a uno de los chicos que van a buscar a don Jaime por su “pedazo de pan”. “¿Tienes mucho esperándolo?”, le pregunté, “¡Sí, gritó el chico, desde muy temprano!”. “Tal vez no tarde”, lo consolé.

Hasta el día siguiente me enteré por boca de mi amigo, que había estado  en la sala de urgencia del hospital, había sufrido un fuerte dolor de estómago. El doctor le diagnosticó malestar en el riñón. Le recetó unas pastillas, tras recomendar el debido reposo. Eso me alarmó. Tal hecho me hizo reflexionar en las obras de caridad que ha venido realizando mi viejo amigo. En mi mente siempre llevo su filosofía: UN PESO NO ES NADA. Todo lo que le da a la gente pobre, dice mi amigo, es como un peso: para mí no significa mucho, y para ellos, lo es todo. Un día se me ocurrió preguntarle: ¿Sabe su familia  lo que hace por esta gente? Don Jaime respondió: Yo creo en una idea y pienso morir con ella.

Mi amigo sabe por qué hace lo que hace, cree en su Dios, en un Dios muy diferente al que yo  concibo, o tal vez parecido.

El acuerdo entre nosotros había sido por un intercambio de ideas. El día que se sintió mejor de salud, pasé a visitarlo a su negocio. Don Jaime me recibió con un afectuoso abrazo, como si hubiéramos dejado de vernos durante largo tiempo. El día era idóneo para irnos a tomar un café. Le dije: “El día se presta para un café en La chunga. No, dijo él, por qué mejor no vamos a tu casa,  nos tomamos un café y de paso me enseñas a usar tu computadora. ¡Perfecto!, exclamé de gusto, no se diga más. Preparé agua para café. Una vez caliente, serví en dos tazas. Invité a don Jaime para que me acompañara al cuarto donde tengo la computadora. Mi amigo me dijo que no sabía nada, ni cómo encenderla.

Le expliqué los primeros pasos, al poco rato manipuló el ratón con precisión. Por cierto lo invité a ver el video de un hombre que tocaba la guitarra con los dedos de los pies, ya que nunca tuvo brazos.

Ya era de noche, cuando sonó el celular de mi amigo. Era su hija Margarita, preguntaba si se encontraba bien, ya que había pasado por su negocio y lo había encontrado cerrado. Mi amigo le dijo que se encontraba conmigo, en la casa. Me tengo que ir, me dijo por último, todo ha sido de provecho. Despedí a mi amigo a la puerta de la casa.

El clima era gélido, con viento. Por televisión se informaba que el pronóstico para el día siguiente era de frío con lluvia. Por fortuna mi amigo ya se sentía mejor y yo me preparaba para realizar un trabajo de logística para mi jefe, hacía tiempo que no le daba una leída al tema de la mercadotecnia.

Tal vez en un futuro no muy lejano pueda ayudar a don Jaime a hacer que su negocio pueda aumentar las ventas y no se note en las estadísticas el apoyo que le brinda a la gente humilde.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.

Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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