El espejo digital
El departamento #5 amanece con una calma engañosa. El sol entra a medias por la ventana, pero el aire sigue tibio y cargado, como si la noche no se hubiera ido del todo. En la mesa está la libreta abierta, con la última frase escrita en letras desordenadas: “El lazo es invisible, pero hiere como un cuchillo.” La releo una y otra vez, intentando convencerme de que soy yo quien la escribió.
Paso la mañana en mis ocupaciones, pero la sensación no se despega. Camino, saludo, hago compras, y en cada gesto siento la vigilancia de un ojo invisible. No sé si es el recuerdo del payaso, de la guerra, o de la frase que apareció sola en la pantalla. El día arrastra su peso hasta la tarde, y yo termino donde siempre: en la barra de madera del restaurante, con la laptop frente a mí.
El aire acondicionado recorre el lugar con su disciplina metálica, pero hoy corta distinto: no enfría, hiere. Pido un refresco en vaso de cartón, lo coloco al lado de la laptop y abro el cuaderno. Mis apuntes parecen notas de un loco, pero sé que no son invenciones: son huellas.
Decido escribir un nuevo prompt. Esta vez busco algo distinto, un sueño que no recuerdo del todo, pero que me dejó una sensación pegajosa en el cuerpo. Tecleo despacio: “un pasillo largo, espejos a los costados, una figura que camina al fondo; reflejos que no siguen al cuerpo, ojos que miran desde los marcos; sensación de laberinto infinito, aire espeso y húmedo.”
La pantalla tarda en reaccionar. El cursor parpadea más lento de lo normal, como si dudara. Y luego, poco a poco, aparecen los primeros contornos: paredes oscuras, azulejos húmedos, reflejos que titilan como insectos atrapados en vidrio. El pasillo se alarga hacia el fondo, y los espejos muestran ángulos que no deberían existir.
Lo inquietante no es eso, sino lo que veo en el primer espejo a la izquierda. No escribí nada sobre mí, y sin embargo, en el reflejo aparece un hombre sentado frente a una laptop, con un vaso de cartón al lado. Reconozco la barra de madera, el cristal del restaurante, incluso la camisa que llevo puesta. Me veo a mí, pero no lo escribí en el prompt.
El aire acondicionado se vuelve insuficiente. Siento calor en la nuca, un sudor frío que baja lento por la espalda. Miro alrededor: nadie en el restaurante parece darse cuenta. El reflejo sigue ahí, firme, mirándome. Escribo en la libreta con torpeza: “El espejo me devolvió a mí mismo.”
El pasillo digital se sigue formando. En el fondo, la figura que camina parece más nítida, aunque yo no pedí que se completara. Es alta, delgada, con un movimiento que no corresponde al de un ser humano normal: se balancea como si flotara a un centímetro del suelo. No tiene rostro, solo una mancha oscura que se estira con cada paso.
Cierro la sesión de golpe, pero la pantalla tarda en obedecer. El pasillo queda fijo unos segundos más, como si se resistiera a apagarse. Finalmente desaparece, pero el reflejo de mi cara en la pantalla negra no me calma. Al contrario: siento que la otra versión de mí sigue ahí, detrás del vidrio, esperando.
Regreso al edificio con un cansancio extraño, como si hubiera corrido sin moverme de la silla. El #5 me recibe con su respiración lenta, y yo dejo la laptop en la mesa sin abrirla. Necesito distancia, pero la curiosidad me vence. A medianoche enciendo la pantalla otra vez.
El archivo que debería estar cerrado se abre solo. El pasillo reaparece en silencio, con los espejos brillando como pupilas abiertas. Esta vez no hay cursor ni prompt; simplemente está ahí, completo. Y en el espejo del fondo, en lugar de mi reflejo, aparece el rostro de mi mamá, joven, con los ojos abiertos de par en par.
Me paralizo. No escribí nada que la mencionara, ni siquiera pensé en ella. Pero ahí está, con un gesto de angustia que me devuelve la respiración entrecortada. Me acerco al monitor como si pudiera tocarla. La boca de mi mamá se mueve, pero no hay sonido. Solo la certeza de que me está buscando desde el otro lado.
El reloj marca las 2:11 a. m. cuando un golpe seco en el pecho me obliga a sentarme. No es dolor como antes, es un eco profundo, como si mi corazón hubiera dado un paso en falso. Anoto en la libreta, con manos torpes: “2:11 — espejo — mamá.”
MI MAMÁ, EN SU CAMA, SUEÑA CON UN PASILLO. Camina despacio, las paredes brillan como vidrio húmedo, y a cada lado aparecen reflejos deformes de ella misma. En el espejo central ve mi silueta, de espaldas, caminando hacia la oscuridad. Intenta gritarme, pero su voz se quiebra en mil pedazos. Siente que debe alcanzarme, que si no lo hace algo se romperá para siempre.
El aire en su sueño se vuelve pesado, como si cada paso se hundiera en agua. Los espejos comienzan a multiplicarse a su alrededor, mostrando no una, sino decenas de versiones de ella misma, todas con el rostro desencajado. Algunas lloran, otras ríen, otras solo la observan en silencio. Se siente atrapada en un teatro infinito de copias que no controla.
De pronto, en uno de los espejos laterales, ya no se ve a sí misma, sino a mí: sentado frente a la laptop, exactamente como estaba en el restaurante. El reflejo no se mueve, aunque yo sí lo hago. Ella golpea el cristal con desesperación, pero la imagen permanece inmóvil, como si estuviera congelada en otro tiempo.
El pasillo se curva y la empuja hacia la oscuridad. Su respiración se acelera, el corazón le late con tanta fuerza que parece que va a romper el sueño desde dentro. Quiere correr hacia mí, pero sus piernas no responden, como si el piso fuera de plomo. La angustia crece hasta que el mismo pasillo se pliega sobre sí mismo, cerrando todas las salidas.
Se despierta jadeando, con los ojos llenos de lágrimas. No sabe qué hora es, pero el reloj en su buró parpadea en rojo: 2:12. Se lleva una mano al pecho, suspira hondo y reza en silencio, como lo hacía cuando yo era niño y no podía dormir.
En el #5, cierro la laptop con violencia. El reflejo desaparece, pero el peso queda. Camino en círculos por el cuarto, abro la ventana para que entre aire, pero el aire entra tibio, insuficiente. El eco del golpe en el pecho sigue allí, insistente, recordándome que ya no estoy solo en este experimento.
Me siento en la cama con la libreta abierta. Escribo: “El espejo no devuelve lo que le das. Devuelve lo que escondes.” La frase me tiembla en la mano, como si hubiera sido dictada. Paso los dedos sobre las palabras y siento un escalofrío que no viene del clima.
Amanece lento, con una luz turbia que se cuela a regañadientes. Marco a mi mamá y su voz llega cansada, pero firme. No me habla de sueños, solo me pregunta si estoy bien, si he dormido. Le miento con suavidad, y ella me responde con una risa débil, esa risa que intenta cerrar todas las heridas.
Cuando cuelgo, me quedo viendo la laptop cerrada en la mesa. No quiero abrirla, pero sé que lo haré. Sé que el pasillo seguirá ahí, con los espejos alineados, esperando mostrarme lo que no quiero ver. Y en alguno de esos reflejos, tarde o temprano, me estará mirando alguien que no soy yo.
Antes de salir del cuarto escribo una última nota en la libreta: “El espejo ya no me obedece. Ahora elige qué mostrar.” La dejo abierta sobre la mesa, como si el #5 también necesitara leerla. El aire tibio mueve apenas la página, como un dedo que pasa de reojo.
Cierro la puerta con cuidado y camino hacia la calle. Afuera, la ciudad respira como un animal dormido, pero yo sé que los ojos del espejo siguen despiertos.
Me detengo en la calle antes de avanzar y siento que alguien me observa desde las ventanas oscuras del edificio. Ninguna luz está encendida, pero las sombras parecen alinearse para seguirme con la mirada. El viento apenas sopla y, sin embargo, escucho un murmullo parecido a mi nombre.
Camino unas cuadras y trato de convencerme de que todo es sugestión. Pero en cada escaparate, en cada vidrio donde se refleja mi silueta, noto un retraso mínimo, como si mi reflejo obedeciera con unos segundos de demora. Me detengo frente a un parabrisas y ahí está: mi cara fija, sonriendo débilmente aunque yo no mueva un músculo.
Vuelvo al #5 con el corazón acelerado. La puerta cede como si hubiera estado esperando mi regreso. Adentro, el aire huele distinto, una mezcla de humedad y polvo antiguo que no había notado antes. Camino hasta la mesa y encuentro la libreta abierta en una página que juraría haber dejado en blanco. En ella hay una frase escrita con mi misma letra: “LOS ESPEJOS NO MIENTEN.”
Me siento, paso los dedos por la tinta seca y siento que la piel se me eriza como si estuviera tocando hielo. No recuerdo haber escrito eso, pero ahí está, en mi caligrafía, con la misma presión de mis trazos. Miro la laptop cerrada y siento que late, como si tuviera un corazón escondido bajo el plástico.
Apago las luces y me recuesto en la cama. El #5 respira conmigo, lento, pesado, y cada vez que cierro los ojos veo un pasillo lleno de espejos que se multiplican sin fin. No necesito abrir la laptop para saber que sigue ahí, esperando el momento exacto para mostrarme lo que todavía me niego a aceptar.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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