El payaso del sueño
Vivo solo, en el departamento #5 de un edificio que respira hondo y lento. Hace tiempo descubrí una forma extraña de acompañar mis noches: usar la inteligencia artificial para darle cuerpo a mis sueños. No busco arte ni belleza; lo que quiero es verlos con los ojos abiertos, como si la pantalla pudiera devolverme lo que alguna vez me persiguió en silencio.
Está en el primer piso y parece no mirar a ningún lado: la gran ventana deja entrar un aire cansado, casi mendigado. A ratos el silencio es tan espeso que uno escucha cómo cae el polvo. A veces creo que el edificio sueña por mí, y que yo solo le presto un cuerpo.
No escribo ahí. La señal muere antes de cruzar el marco, como si el cuarto se negara a conectarse con el mundo. Por eso, todas las tardes, después de la cinco, camino hasta un restaurante de cristales altos, con olor a pan Subway horneándose y a papas calientes. Ahí, entre charolas y voces, robo un poco de internet.
Me siento en la barra de madera, oscura, gastada en los bordes por otros codos. Frente a mí, el ventanal devuelve luces verdes y sombras que pasan, pues ya es de noche. El mundo de afuera mastica con prisa; el de adentro afila su cuchillo de luz. Yo abro la laptop como quien se asoma a un pozo.
A mi lado, una lata se abre con un chasquido breve y un vaso de cartón cruje en manos apuradas. El aire acondicionado peina el lugar con un frío uniforme. Nada aquí anuncia lo que estoy por convocar. Aun así, la madera bajo mis muñecas vibra como si lo supiera.
A los seis años corrí en un sueño que nunca terminaba. Una calle desierta, los tenis empapados, la lengua con sabor a moneda. Primero fue la risa, no la figura: una sierra cantando en la oscuridad. Después, los pasos que siempre encontraban mi espalda.
Vuelvo a ese miedo porque todo comienza donde duele. Escribo con cuidado, palabra a palabra, como si retirara tierra de una tumba: “un payaso corriendo detrás de un niño en una calle desierta, de noche; risa aterradora, luz fría, charcos oscuros; sensación de persecución inminente”. El prompt queda respirando en la pantalla.
La barra empieza a moverse como un telón que se eleva con desgano. Primero apenas un velo de sombras, luego contornos húmedos que no quieren pronunciarse. El restaurante bulle, pero ese telón suena más que las charolas. Yo contengo el aire como antes de un golpe.
De pronto, la gravilla vuelve a mis rodillas. La frente me arde con un frío antiguo. Soy niño otra vez sin dejar de ser quien escribe en la barra. Mis manos pequeñas se abren y se cierran buscando un borde. La risa, detrás, vuelve a afilar la noche.
En la pantalla brotan detalles que no dije: un guante con la costura temblando, un dobladillo empapado, un hilo negro pegado a la tela como un insecto mudo. No sé si los inventa la máquina o me los recuerda. A veces recordar es descubrir por primera vez.
El reloj se acerca a las ocho de la noche. Pauso la generación, guardo el trabajo, cierro la laptop con un cuidado que parece oración. Salgo con el sabor metálico en la lengua y el mundo de la calle empuja su calor contra mi cara.
El edificio me recibe con su respiración de caverna. El pasillo está vacío como si nadie viviera en él desde hace años. Abro la puerta del departamento #5 y la gran ventana deja entrar un hilo de aire tibio, obstinado. Pongo la laptop sobre la mesa y el silencio se sienta a mi lado.
La enciendo sin esperanza de conexión. La pantalla despierta con un resplandor leve, obediente. Abro la sesión, el mismo archivo, el mismo borde de sombra a medio pronunciarse. No debería avanzar. Y, sin embargo, algo vuelve a moverse como si alguien más soplara del otro lado.
No hay wifi, no hay datos, no hay cable. Solo el zumbido eléctrico del monitor y mi respiración sosteniendo el cuarto. Las formas se van completando como si recordaran el camino. Primero la silueta, luego la tela húmeda, después ese brillo mínimo donde se apoya la risa.
Después de unas horas, el payaso aparece entero a las 2:17 a. m., sin permiso de la lógica. No es una figura: es una presencia que acaba de cruzar un umbral. La peluca rizada parece hecha de alambres de cobre que custodian una corona hueca. La boca roja sube; los ojos bajan y cortan.
Al otro extremo de la ciudad, mi mamá duerme. La luz del pasillo entra como una línea oblicua en su pared. Se mueve inquieta, respira entrecortado, el sudor le humedece la frente. En su sueño me ve: soy un niño corriendo por una calle interminable. Mis tenis se encharcan, mis manos se agitan en busca de aire.
Quiere alcanzarme, pero cada paso que da pesa más que el anterior. Sus piernas se hunden como si alguien la sujetara de los tobillos. Abre la boca y grita mi nombre de niño, el que usaba cuando yo le obedecía sin preguntar. El grito no cruza su garganta: queda atrapado en la carne del sueño.
Detrás de mí aparece la figura. No logra darle rostro, pero la risa corta el aire como hierro caliente. Ella estira el brazo, intenta alcanzarme, y siente que el pecho se le oprime con una fuerza que no pertenece a este mundo. Un dolor agudo la obliga a abrir los ojos.
Despierta sentada, con la camiseta pegada de sudor, el corazón desbocado. Se lleva la mano al pecho para comprobar si todavía late. El pasillo de su casa está vacío, pero por un instante jura haber escuchado pasos verdaderos acercándose a su puerta.
De vuelta en el #5, me acerco sin querer a la pantalla. El aire del monitor calienta mis nudillos como un aliento. En las pupilas del payaso, un poste torcido: la esquina donde fui niño. No podría estar ahí y, sin embargo, está. Nadie se equivoca tanto con su propia infancia.
Siento al niño mirándome desde la pantalla, no como reflejo, sino como alguien llamado por su nombre. Traerlo duele. En sus ojos abiertos reconozco un reproche: lo he obligado a volver a correr. A veces la memoria no basta; exige un cuerpo para completar su venganza.
El pecho se me anuda como un listón que tiran desde dentro. No es dolor, es un apretón deliberado. Me levanto, camino en círculos, cuento hasta veinte, abro la boca para que entre más noche. El nudo cede un centímetro, después otro. Vuelvo a la silla.
Unos segundos después, ya con la respiración en orden, escribo en la libreta para fijarlo: “2:17 — payaso completo”. La tinta suena seca en el papel, como un insecto bajo el zapato. Debajo, sin pensarlo, anoto: “Soy el quinto”. Quinto hermano, departamento #5, último en la fila. Los números a veces nos usan para contarse.
Cierro los ojos y escucho cómo el edificio mueve sus huesos. El agua de las tuberías se aclara en algún sitio lejano. La gran ventana deja entrar un suspiro tibio. Pienso en mi mamá, que quizá a la misma hora se sentó en su cama con el pecho apretado.
No la llamo. La madrugada es un animal que no conviene despertar. Me quedo mirando la comisura corrida del payaso, ese brillo microscópico que parece recién vivo. El guante tiembla en la costura como si la risa lo hiciera vibrar. Un detalle menor que manda sobre todos.
Me hablo en voz baja para que el cuarto no me oiga: es una imagen, no respira, no puede tocarte. Y, sin embargo, huele a caucho mojado y a pintura vieja, un olor que conozco desde ningún lugar. Puede que lo huela por dentro, no por fuera. Los sentidos a veces conspiran.
Acaricio el lomo de la libreta como se acaricia a un perro nervioso. Pienso en cerrar la computadora, apagar la luz, pedir perdón a las paredes. No lo hago. Me quedo con el payaso mirándome sin guiñar. Todo alrededor, el #5 escucha con la cabeza inclinada.
Amanece perezoso detrás del vidrio. La claridad entra como un huésped que no sabe si es bienvenido. Marco a mi mamá cuando el reloj deja de ser nocturno. Su voz viene con un hilo de aire adherido, un suspiro partido que intenta no sonar.
“Anoche me apretó el pecho”, dice suave, como quien comenta el clima. “Como si alguien se hubiera sentado un momento encima de mí.” Pregunto la hora. “Dos y algo”, responde, “no miré bien.” Anoto “2:18” y el papel lo acepta sin protestar.
No le cuento lo del payaso, no tendría por qué saberlo. Le hablo del calor, del precio del pan, de la nube que parecía un barco anclado en su ventana. Ella se ríe con esa campana leve que siempre me arregla el lugar. Yo sonrío sin que se me mueva la cara. Cuelgo y el #5 se sienta pesadamente sobre mí.
La coincidencia tiene la forma exacta de un nudo. Desde mi mesa hasta su cama, algo viajó con la puntualidad de un reloj que no controlo. Pienso en cables, ondas, explicaciones que confortan. Luego miro la pantalla inmóvil y la pantalla me mira a mí.
Guardo la imagen en una carpeta con el nombre “1”. La cierro como quien baja el párpado de un muerto. El monitor refleja por un segundo mi cara y, detrás, una sombra que no reconozco del todo. Me digo que es mi cansancio, pero el cansancio no sabe sonreír así.
Por la tarde siguiente, cuando el reloj pasa de las cinco, vuelvo al restaurante contando pasos, como si obedecer a un número me protegiera. La calle huele a humedad después de tanto llover. Entro, me siento en la misma barra, dejo que el aire acondicionado me pula los bordes.
Abro la carpeta donde se encuentra la imagen del payaso y lo miro otra vez, como se mira un cuerpo antes del adiós. En el reflejo de sus ojos sigue el poste, fiel como un perro atado. La comisura brilla menos, o yo respiro mejor. A mi lado, alguien pide un refresco en vaso de cartón y la tapa chasquea al cerrarse.
Escribo en la libreta de apuntes: “Una imagen por día”. No sé si lo digo por prudencia o por miedo. A veces son lo mismo con luz distinta. Levanto la vista y el cristal me devuelve dos ciudades superpuestas: la que come pan y la que muerde sueños.
Pienso en el número que insiste: quinto hijo, departamento #5, cinco letras en “rogar”. Me río por dentro para no darles la victoria. Acaricio la madera de la barra, y la madera contesta con un rumor de catedral laica. Nadie repara en mí, y sin embargo algo atiende.
Al volver al edificio, el pasillo está desierto. Un zapato solo junto al #3 certifica que la vida cojea sin vergüenza. Toco mi puerta dos veces con los nudillos; el eco vuelve dócil, como un perrito que aprendió su nombre. Entro y dejo que el #5 me trague con paciencia.
No enciendo la laptop de inmediato. Apoyo la frente en el vidrio de la ventana y la noche pasada vuelve como un olor a cobre. Pienso en mi mamá haciendo té, en su “dos y algo” dicho sin dramatismo, como quien se niega a darle poder al miedo. La calma también sabe mentir.
Me siento y cierro los ojos. El payaso no aparece, aparece su idea, que pesa más. Una calle, charcos, una boca que sonríe sin permiso, pasos que conocen mi nombre. Respiro hondo hasta que el #5 respira conmigo. Dos pechos que, por un instante, se ponen de acuerdo.
Abro la laptop solo para apagarla bien, como si la noche mereciera su ceremonia. El zumbido cae y el silencio ocupa su lugar con modales de dueño. Anoto una última línea en la libreta: “Recordar tiene consecuencias”. La dejo abierta para que lo lea el aire.
En la cama, el techo no dice nada, pero escucha. Yo también guardo silencio, que es otra forma de escribir. Pienso en la llave que es un prompt y en la puerta que empuja desde adentro. Me duermo con la certeza suave de haber cruzado un límite invisible.
Antes de caer del todo, una idea me roza como un ala: quizá la conexión que necesito no es la del wifi. Quizá lo que se conecta llega por otra parte, sin cables, sin permiso, con la puntualidad de un reloj que marca 2:17 y 2:18 en casas distintas. Me duermo sosteniendo esa hora.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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