La marca del enemigo
El nombre aún flotaba en la casa como un polvo que no se asienta, una nota sostenida que no cede al silencio. El amanecer no aclaró nada: solo volvió visibles los restos de la vigilia. La orden del obispo seguía en pie, cerrando la boca del padre Carlos tanto como su garganta herida. Yo sentí que el día nos miraba sin compasión, esperando la próxima grieta.
El niño dormía con la palidez del cansancio viejo, la frente húmeda, la respiración mortecina. La madre vigilaba cada suspiro como si contara monedas para comprar más tiempo. El joven no apartaba la vista de la mesa, donde la estola descansaba como una sentencia doblada. Había un olor fino a cobre, como una moneda escondida bajo la lengua.
—Ricardo —escribió el padre con trazo duro—: revisa al muchacho. No al niño, sino al hermano mayor, al que había sido muro y ahora parecía puerta. Me acerqué con cautela, sin tocarlo al principio. Cuando apartó la camisa, lo vimos: una sombra rojiza en la clavícula.
No era golpe ni raspadura: era un dibujo que quería ser letra y todavía no se atrevía. Tres arcos finos, casi lunares en hilera, se unían como garras que aprendían a escribir. Apoyé el crucifijo a unos centímetros; el metal no tocó la carne, pero el aire siseó. El joven cerró los ojos de dolor, contenido, como quien muerde una cuerda.
El padre Carlos no habló; escribió: signum. Y debajo, con trazo más lento: causa. Luego levantó la vista hacia el joven con una pregunta que todos entendimos. La madre negó con la cabeza, primero con miedo, luego con incredulidad. Yo me quedé inmóvil, como si un movimiento brusco pudiera romper la verdad.
—No hice nada —dijo el joven, demasiado rápido para ser creído por sí mismo. La marca se avivó apenas, como si respirara con su mentira. El padre golpeó el suelo con el bastón, seco, una vez. El joven tragó saliva; la negación se le atragantó en la garganta.
—Solo… —balbuceó—, solo quise ayudarlo. Una vecina me habló de un remedio para “cerrar el susto”: nudos en una camisa, enterrarla en la encrucijada, pedir que el miedo no volviera. No parecía pecado, solo prisa; no parecía pacto, solo hambre de alivio.
—¿Y dijiste algo más? —pregunté, temiendo la respuesta. El joven apretó los puños, mirando el suelo que no lo iba a defender. —Dije que aceptaba lo que fuera, con tal de que la fiebre bajara. Dije: “Oíganme, quien sea, lo que sea… pero déjenlo vivir.”
La marca respondió como un pez bajo la superficie, moviéndose sin cambiar de sitio. El padre escribió: verbum datum. La palabra dada: el hueco abierto por la prisa del amor. La madre se llevó la mano al pecho como si hubiera recibido la herida en carne propia. Yo sentí que la palabra “dada” era una piedra en el estómago.
El joven bajó la cabeza, roto. —No lo sabía —repitió, esta vez con lágrimas que no pudo ocultar. La madre lo tomó del brazo y no lo soltó, aun temblando. —No te condeno —le dije—. El enemigo quiere eso: que nos arranquemos entre nosotros. El padre asintió con los ojos.
No podíamos exorcizar: la prohibición seguía siendo un muro con sello. Pero podíamos renunciar, romper palabras con palabras, aunque fueran humildes. El padre escribió: renuntiatio. Y debajo: “Tú conduces, Ricardo.” El papel tembló entre mis dedos como un ave asustada.
Pusimos una vela baja, agua bendita en un cuenco, sal en forma de media luna. No hubo latín solemne, solo la necesidad urgente de no seguir atados. El joven se sentó frente a mí, la marca latiendo como una boca cerrada. La madre detrás, con el niño en brazos, y el padre a mi costado, como un faro roto.
—Di conmigo —pedí—: renuncio a toda alianza dicha o pensada. Renuncio a la sangre entregada, al miedo que pacta. Renuncio a Nazaroth y a sus obras, sus engaños y sus promesas. La casa escuchó, sin burlas ni risas; esa ausencia fue un filo extraño.
El joven repitió cada frase con voz áspera, pero suya. La marca ardió sin quemar, roja como una palabra corregida. El crucifijo pareció menos frío en mi mano, como si aceptara la carga compartida. La madre besó al niño, como si su gesto añadiera su propia renuncia.
—Devuelve lo recibido —dije. El joven sacó una medalla torcida, con la cruz arañada al revés. La puso sobre la sal, y la sal crujió como hueso viejo. El padre dejó caer una gota de agua bendita; olió a hoja verde bajo tormenta.
—Ahora di su nombre y renuncia de nuevo —pedí. —Renuncio a Nazaroth, renuncio a su nombre y a su sombra —dijo el joven. La ventana vibró con un sonido bajo, como una cuerda de violonchelo. La marca palideció un tono, del rojo encendido al vino seco.
La casa intentó el viejo truco de la voz prestada. —Hijo… —susurró, imitando a un padre ausente. El joven cerró los ojos, dolido. La madre le sujetó la nuca con firmeza. —No es él —le dije, y él asintió con lágrimas que al fin cayeron.
—Renuncio al río, a la gota, a la promesa y al precio —continuó. —Renuncio al miedo que pacta —añadí, y el padre golpeó el bastón, sellando. La medalla dejó de torcer su sombra. La marca quedó quieta, como ceniza fría sobre la piel.
—Libera nos a malo —murmuró el padre, y su voz sonó como vidrio que no se quiebra. No fue exorcismo: fue resistencia. El joven respiró hondo, por primera vez en días sin pedir permiso al miedo. La madre lo abrazó con un sollozo que sabía a victoria humilde.
El niño, ajeno, giró en brazos con un suspiro humano. La casa no habló; eso fue lo más extraño de todo. El padre escribió: “Esto no ha terminado.” Y yo añadí en voz baja: “Pero hemos quitado un clavo.”
Guardamos la medalla en una bolsa de sal y la atamos con hilo sencillo. El papel con renuntiatio quedó húmedo de mis manos. El padre Carlos cerró los ojos, sosteniendo la espalda erguida como único rito posible. Y el silencio se quedó con nosotros como huésped incómodo.
La tarde entró con polvo dorado. El joven cubrió la marca con un paño limpio y no se apartó de nosotros. La madre dormitó unos minutos, aún con el niño en brazos. El aire sabía a descanso breve, como pan duro que aun alimenta.
El padre me indicó con la mirada que buscara lecturas. Abrí al azar y leí para adentro: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” El texto no fue oración, sino recordatorio. Sentí que la página ardía en mis manos.
La noche se preparaba detrás de los pinos, paciente como un enemigo viejo. No dijo Cras, no repitió el nombre, no pidió sangre. Solo lo sentimos sonreír en la madera, fino, paciente, educado. El enemigo había tomado nota: ya no éramos cuatro, éramos uno.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ