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El eco de la oscuridad

Por: Ricardo Hernández El Día Viernes 05 de Septiembre del 2025 a las 09:28

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La casa parecía guardar un silencio espeso, pero pronto comprendí que no era silencio. Era un murmullo contenido, como si las paredes respiraran frases que no alcanzaba a entender. Cada grieta vibraba con un rumor antiguo.

El padre Carlos intentaba hablar, pero de su boca no salía más que un aire áspero. Movía los labios con esfuerzo, como si las oraciones quedaran atrapadas en su garganta. La voz se le había apagado como una vela bajo la lluvia.

La madre, todavía arrodillada junto al niño, lo miraba con un terror que parecía morderle el rostro. —¡No puede hablar! —gimió—. ¿Cómo lucharemos ahora, si su voz ha sido robada?

El joven se aferraba al crucifijo colgado en la pared. Sus nudillos se pusieron blancos por la presión. Sus labios se abrían y cerraban, pero no se atrevía a emitir un sonido, como si temiera despertar algo más.

De repente, lo escuché: un eco. Al principio fue un murmullo tenue, apenas un roce en el aire. Luego creció, y descubrí con horror que era mi propia voz, repitiendo las palabras del salmo que había leído antes.

“Desde lo más profundo a ti clamo, Señor…” resonó, pero la entonación estaba torcida. En lugar de súplica, sonaba a burla. Como si alguien hubiese puesto mi voz en una máscara de odio.

—Ricardo —dijo la madre con un hilo tembloroso—, ¿eres tú quien habla? —Negué con fuerza, sintiendo que el frío me recorría los huesos. Aquello no era mío, venía de las paredes mismas.

El eco se multiplicó, rebotando en cada rincón de la sala. Mi nombre comenzó a repetirse: Ricarde… Ricarde… Ricarde… Cada sílaba se alargaba como un lamento interminable que me arañaba los oídos.

El niño abrió los ojos. No había en ellos mirada, solo un vacío que reflejaba la llama de la vela. Su boca se movió despacio y de allí salió un coro de voces superpuestas, como si siglos enteros gritaran al unísono.

El padre Carlos intentó ponerse en pie, pero el bastón se le resbaló. Cayó de rodillas y me miró con desesperación. Con mano temblorosa señaló la Biblia abierta frente a mí.

Me incliné sobre las páginas. El aire se movía entre ellas como un viento invisible, y el libro se abrió en el Salmo 27. Tragué saliva, tomé aire y comencé a leer: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”

El eco devolvió la frase, pero la desfiguró. “El Señor es mi luz… y tu condena.” El tono frío y burlón me hizo dudar de mis propios labios, como si hubiera pronunciado yo mismo esa blasfemia.

La madre se cubrió los oídos, balanceándose de un lado a otro, mientras el joven gritaba que se callara. Pero su voz fue devuelta por el eco en un timbre grotesco, como si hablara un cadáver con su garganta.

—¡Basta! —grité sin pensarlo, aunque mis piernas temblaban bajo la manta del miedo. El eco recogió mi protesta y la convirtió en un coro de carcajadas metálicas que me perforaron los tímpanos.

El padre Carlos golpeó el suelo con el bastón, tres veces. El sonido resonó seco, y por un momento, los ecos retrocedieron como si se quemaran al contacto con esa vibración.

El niño volvió a convulsionar. Sus manos pequeñas arañaban la madera del banco, dejando marcas que no eran suyas, sino de algo más antiguo y más fuerte que él.

Una risa retumbó desde el techo, pero pronto cambió de forma. Ya no eran solo mis palabras las que repetía el eco. Ahora escuchábamos la voz del padre Carlos, entera, clara, como si nunca hubiera perdido la voz.

—Ricardo… —dijo el eco, con tono idéntico al del sacerdote—, déjalo todo. No es tu batalla. —Me paralicé, porque era la misma voz que tantas veces había oído en la confesión.

El padre, en silencio, agitó la cabeza con furia. Señaló su propio pecho con el bastón, negando con violencia. Comprendí: esa voz no era suya, aunque la imitación resultara perfecta.

Yo me obligué a mirar al niño, aunque me helaba la sangre. El vacío de sus ojos parecía absorberlo todo, como un pozo sin fondo. Apreté el crucifijo con ambas manos hasta sentir que la herida en la palma se abría otra vez.

Exi ab eo, immunde spiritus! —exclamé. La palabra “Exi” me desgarró la garganta. El eco la repitió, pero añadió: “…et veni ad Ricardum.” Y ven a Ricardo.

La madre lanzó un grito ahogado y se cubrió la boca. El joven golpeó el suelo con las manos, como si quisiera callar aquel eco que lo estaba volviendo loco. La casa vibraba, alimentándose de nuestro miedo.

El padre extendió la estola púrpura y la colocó en mis hombros con firmeza. Era su manera de decirme: “Eres mi voz ahora.” Lo entendí sin necesidad de palabras.

Entonces ocurrió. El padre, de rodillas, abrió la boca. Y de su garganta quebrada emergió un hilo de sonido: —Ri…car…do… —solo eso, apenas un murmullo. Pero bastó para encenderme por dentro.

Ese susurro era más que un nombre: era un mandato, un legado, una chispa que se negaba a morir. Sentí que ardía en mis huesos, y que ya no podía retroceder.

Con voz más firme, continué leyendo: —Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio… —La sala se llenó de un trueno invisible que hizo crujir las paredes y retroceder a las sombras.

El eco respondió, pero esta vez no con risa, sino con nuestras propias respiraciones. Cada inhalación y cada exhalación fue devuelta, multiplicada, hasta que parecía que la casa entera respiraba con nosotros.

El sonido era insoportable. Mi pecho quería seguir ese ritmo ajeno, lento y pesado, pero sentí la mano del padre golpeando mi frente con agua bendita. El frío me devolvió al presente.

La madre murmuraba un Ave María con voz ronca. El joven la acompañaba a trompicones. Las sombras imitaban cada sílaba, repitiendo las oraciones con un tono que las volvía vacías, huecas.

De pronto, del techo cayó un polvo oscuro. Formó en el aire figuras que se disolvían antes de completarse, como letras a medio escribir. Reconocí dos: una N, una A. El resto se quedó en suspenso.

—Quiere nombrarse —pensé en silencio—. Está jugando con nosotros. —Pero no me atreví a decirlo en voz alta; sabía que el eco lo repetiría y lo convertiría en arma contra mí.

El padre me miraba fijo, con los ojos húmedos. Sus labios se movían sin voz, pero entendí lo que quería decirme: aún no es el momento. La paciencia también es fe.

Las tres velas ardían con llamas cada vez más débiles, aunque ninguna se apagaba. Eran como tres guardianes exhaustos que, pese al cansancio, se mantenían en pie.

El silencio regresó de golpe, sofocante. No había risas, ni pasos, ni crujidos. Solo un vacío que oprimía el pecho. Y en medio de él, se oyó una palabra nueva, clara y lenta: Cras.

Mañana. El eco lo dijo una vez, luego otra, luego mil, hasta que la casa entera se convirtió en esa promesa: mañana, mañana, mañana. No como esperanza, sino como sentencia.

Me estremecí. Comprendí que la vigilia no era para vencer, sino para resistir. La noche no buscaba derrotarnos ahora, sino desgastarnos hasta que bajáramos la guardia.

El joven se dejó caer al suelo, con la frente entre las rodillas. La madre lo miró sin soltar al niño, como si temiera perder también a su hijo mayor en la oscuridad.

Yo seguí rezando, con la voz hecha de cristales rotos. El crucifijo en mis manos pesaba menos, como si ya no lo sostuviera yo, sino algo invisible que me atravesaba por dentro.

El padre golpeó el bastón una última vez, y la flama de la tercera vela se irguió como un dedo blanco señalando el techo. La grieta volvió a cerrarse, pero el silencio seguía vivo.

Nos quedamos en esa penumbra densa, esperando. Cada respiración nuestra era devuelta por la casa, idéntica, pero más lenta, más hueca, más vieja.

Y comprendí con un terror helado que ya no éramos nosotros quienes velábamos al niño. Era la casa la que nos velaba a nosotros, como si aguardara nuestra muerte.

La vigilia eterna había comenzado, y nadie podía asegurar que veríamos el amanecer. 

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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