La noche del presagio
La lluvia comenzó a golpear los cristales con una insistencia que parecía presagio. La vieja casa se estremecía bajo cada relámpago, como si recordara los ecos de otras noches marcadas por la tormenta. El padre Carlos permanecía sentado, inmóvil, con el rosario entre las manos. Sus labios se movían apenas, como si susurrara una oración que no quería compartir.
Yo lo miraba en silencio, sin atreverme a interrumpir. La penumbra de la sala estaba cortada solo por la luz intermitente de los relámpagos. En cada destello, su figura parecía más grande, más imponente, como si se alzara contra fuerzas invisibles.
Esa noche supe que algo estaba a punto de comenzar. No era solo otra confesión, ni un recuerdo más. Era el inicio de una batalla que ni él ni yo podíamos evitar.
Un golpe en la puerta interrumpió el murmullo de sus labios. No fue un llamado tímido, sino un puño desesperado que clamaba auxilio desde el otro lado. La tormenta acompañaba aquel lamento con furia, como si exigiera ser escuchado.
El padre Carlos no se movió al instante. Cerró los ojos un momento, apretó más fuerte el rosario y dijo con voz grave:
—Ricardo, abre tú la puerta. Hazlo sin temor, pero guarda silencio después.
Obedecí con el corazón acelerado. La madera vibraba bajo cada golpe, como si algo insistiera en irrumpir a toda costa y reclamara su derecho a entrar.
Al abrir, la lluvia me azotó el rostro con un frío que calaba los huesos. Frente a mí estaba una mujer empapada, de ojos desorbitados y voz quebrada. Su respiración era jadeante, como si hubiera corrido kilómetros bajo la tormenta.
—Padre… —dijo con un susurro entre sollozos—. No duerme, no come, no deja de hablar en lenguas… Nadie nos cree. Solo usted puede ayudarnos, solo usted tiene la fuerza para verlo.
Detrás de ella, un joven sostenía a un niño de no más de diez años. El pequeño se retorcía en brazos de su hermano, con los ojos abiertos de par en par. No parpadeaba y su mirada estaba fija en un rincón invisible que parecía atormentarle.
El padre Carlos se incorporó con lentitud, apoyándose en su bastón de madera gastada. Su figura era solemne y parecía crecer con cada relámpago que iluminaba la sala, como si la tormenta quisiera subrayar su autoridad.
El pequeño murmuraba palabras extrañas, guturales, con un acento imposible para su edad. La voz no era la de un niño, era demasiado profunda, demasiado antigua para brotar de aquel cuerpo frágil.
—Non est vox eius… —murmuró el padre Carlos con gravedad. No es su voz, añadió en un tono que me heló la sangre.
El joven intentó explicarse, pero el sacerdote alzó una mano para detenerlo. Quería silencio. Solo silencio, pues cualquier palabra parecía inútil frente a lo que presenciábamos.
Se inclinó hacia el niño y trazó la señal de la cruz en el aire. Sus labios pronunciaron en un murmullo, casi inaudible, pero cargado de poder:
—Exorcizo te, omnis spiritus immunde, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
La sala se estremeció. La lámpara parpadeó con violencia, como si alguien invisible la sacudiera. El niño soltó un grito tan agudo que me heló la sangre y se me clavó en el pecho.
La mujer cayó de rodillas, cubriéndose el rostro entre las manos. Su llanto era desgarrador, como si temiera que aquel chillido hubiera roto algo en su interior, como si hubiera desgajado su propia esperanza.
El padre Carlos permaneció erguido, imperturbable, como una roca en medio de la tempestad. Su mirada estaba fija, no en el niño, sino en lo que lo habitaba, en aquello que trataba de ocultarse en la penumbra.
El niño comenzó a convulsionar. Sus extremidades se agitaban sin control, como si un titiritero invisible manejara sus movimientos. El joven luchaba por sujetarlo, incapaz de comprender qué clase de fuerza lo dominaba.
La tormenta afuera rugía con más fuerza. Los truenos se confundían con los lamentos dentro de la casa. Yo sentía que los muros mismos respiraban, como si la vieja construcción estuviera viva y compartiera nuestro espanto.
—Tráiganlo mañana al amanecer —dijo por fin el padre Carlos, con voz firme. Su tono no dejaba lugar a réplica, era la sentencia de alguien que había visto esto antes.
La mujer lo miró con desesperación, como si hubiera esperado una solución inmediata. Pero el sacerdote no titubeó. Sabía que la prisa no sería nuestra aliada en esta lucha.
—Esta casa será su refugio —añadió—. Y también será su campo de batalla. Aquí comenzará lo que no se puede postergar.
El niño, agotado por los espasmos, quedó inerte en los brazos de su hermano. Sus ojos, sin embargo, permanecían abiertos, fijos en un rincón oscuro de la sala, como si algo lo reclamara desde allí.
Yo seguía sin comprender del todo lo que pasaba. Pero el padre Carlos lo sabía. Había visto esto antes, lo reconocía como quien reconoce a un viejo enemigo que nunca termina de morir.
La mujer besó la mano del sacerdote entre lágrimas. El joven, aunque incrédulo, obedeció en silencio. Ambos se marcharon bajo la lluvia, cargando al niño entre sombras y esperanzas rotas.
El portazo resonó como un eco funesto. De pronto, la casa quedó envuelta en un silencio que pesaba más que la tormenta. Cada rincón parecía guardar un secreto que no quería ser revelado.
El padre Carlos volvió a su silla. Se dejó caer con cansancio, pero no soltó el rosario. Sus dedos lo aferraban con más fuerza, como si aquella cadena de cuentas fuera su única arma.
Yo quise preguntar, pero mi voz se quebró antes de salir. Había demasiado en juego, demasiado que no alcanzaba a nombrar con palabras simples.
El anciano sacerdote cerró los ojos, respiró hondo y, con voz apenas audible, recitó otra frase en latín:
—Fiat voluntas Dei… Que se haga la voluntad de Dios, susurró con el peso de quien sabe que la batalla será larga y dolorosa.
Los relámpagos iluminaron una vez más la estancia. El rostro del padre Carlos parecía más severo, más marcado por los años y por las memorias que nunca había compartido con nadie.
La lluvia continuaba cayendo, como si midiera el tiempo hacia lo inevitable. Cada gota era un paso más hacia el amanecer que aguardaba como un juicio ineludible.
Yo entendí entonces que lo que había presenciado era apenas un preludio, una advertencia de algo mayor que se avecinaba con fuerza implacable.
El verdadero combate aún no había comenzado, solo habíamos escuchado el eco de su llegada y sentido la sombra de su presencia.
Y en ese instante, con un escalofrío recorriéndome la espalda, comprendí que el padre Carlos no solo se enfrentaría a fuerzas oscuras. También se confrontaría a sí mismo y a su fragilidad humana.
Porque él, a pesar de ser el último exorcista, también era un hombre. Y en aquella noche interminable, apenas se abría la primera página de la batalla.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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