La luz del silencio
Se quedó quieto, como si el cuerpo ya no supiera otra cosa. La silla de ruedas era una extensión de su cansancio, pero también de su espera. No había nadie más en la habitación. Ni una voz. Ni un eco. Solo él. Y eso que no se dice. La cabeza apenas inclinada, como quien escucha algo que los demás no pueden oír. No era sueño, pero tampoco vigilia completa.
Era ese espacio raro donde los pensamientos se deslizan sin ser llamados, como si llegaran por cuenta propia, como viejos amigos que entran sin tocar la puerta.
Quizás pensaba en sus primeras misas, en las bancas de madera aún tibias por los cuerpos. O en la voz de su madre, bajando por el patio cuando él era niño. A veces los recuerdos no son escenas completas: son olores, sonidos sueltos, una luz que se filtra en la memoria sin explicación.
Puede que pensara en la muerte. Pero no con miedo. Más bien como quien ha aprendido a verla de frente, con la paz de quien ha amado lo suficiente. O quizás pensaba en Dios, no como un concepto, sino como esa presencia que a veces se siente más fuerte cuando todo está en silencio. No movía los labios, pero algo se estaba diciendo por dentro. Una confesión muda, un diálogo sin palabras.
No hay plegaria más profunda que la que se reza con el alma entera. Y en ese momento, su alma estaba despierta. Tal vez recordó un nombre. Uno de tantos. Alguien a quien le dio consejo, o a quien no supo cómo consolar. Las vidas que tocan a un sacerdote no se pueden contar. Y sin embargo, él las llevaba a cuestas, no como peso, sino como ofrenda. Su mirada no se fijaba en nada, y sin embargo veía mucho.
A veces, cuando se llega a cierta edad, ya no se ve con los ojos, sino con lo vivido. Cada arruga tiene su historia. Cada silencio, su nombre. Afuera, el tiempo seguía su curso. Pero dentro de él, todo parecía detenido. Como si el instante supiera que debía permanecer un poco más. Había una calma densa, casi sagrada. Como cuando algo importante está a punto de decirse, aunque nunca se diga.
Quizás se preguntaba si su vida había valido la pena. O quizás no. Quizás ya no hacía preguntas. A cierta altura del camino, las preguntas se sueltan como hojas secas. Y lo único que queda es estar. Estar en paz. Estar con Dios. Las manos sobre las piernas, quietas, vencidas. Pero en sus dedos todavía latía algo del antiguo impulso: las hojas que pasó, los altares que tocó, las bendiciones que trazó en el aire como quien firma con lo invisible.
Tal vez pensaba en la juventud que no regresará. No con nostalgia, sino con la ternura del que ha sabido envejecer. Recordaba sin tristeza, como quien ha hecho las paces con el tiempo, y ya no pelea por conservarlo. O quizás lo habitaba el deseo secreto de seguir enseñando, de volver a pronunciar una última homilía, no desde el púlpito, sino desde el silencio. Porque hay palabras que solo se comprenden cuando ya no se dicen.
Quizás pasaban por su mente los rostros de sus amigos que ya partieron. Las charlas junto al café, los debates teológicos, las bromas discretas, los silencios cómodos. Y en cada uno, un agradecimiento sin rencores. Afuera, la vida tenía otros ritmos. Voces, pasos, el sol cayendo por las paredes del seminario. Pero nada de eso interrumpía su mundo interior.
Era como si él habitara otro plano, más hondo, más lento, más verdadero. Y puede que, en medio de todo eso, también se permitiera pensar en nada. Porque pensar en nada, cuando se ha vivido tanto, no es vacío: es descanso. Un respiro del alma, un espacio donde lo eterno puede entrar sin aviso.
No sabremos nunca con certeza qué pensaba. Pero quien lo vio así, en ese momento, en esa pausa suspendida, comprendió que el silencio del padre Carlos no era ausencia, sino plenitud. Como si el pensamiento final aún no hubiera llegado… y sin embargo ya estuviera ahí, completo, callado, vibrando como una oración que no se olvida.
Tal vez, sin proponérselo, estaba dejando un mensaje. No con palabras, ni con gestos, sino con su forma de estar: entero en su quietud, atento sin urgencia, presente sin imponerse. Un modo de decir que el alma también habla cuando el cuerpo calla. Y allí, en medio de todo, un rastro de luz parecía quedarse flotando, como si lo que estaba pensando se hubiera desprendido de él y llenara la habitación. Una forma de sabiduría antigua, invisible, que no necesita ser entendida para ser verdadera.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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