El misterio que llamamos suerte
La escena es conocida: alguien lanza los dados sobre una mesa de terciopelo verde, contiene la respiración y espera. Los ojos siguen el rodar caprichoso de los cubos blancos que, en cuestión de segundos, decidirán si la esperanza se cumple o se derrumba. Todo parece depender de un número, de una combinación mínima que dicta lo imposible.
No sólo en los casinos, también en la vida cotidiana jugamos a lo mismo. Confiamos en que la moneda caiga del lado que deseamos, en que el billete comprado al azar resulte premiado, en que el trébol de cuatro hojas aparezca en medio del pasto. La fortuna se convierte en un lenguaje secreto, una promesa que nos mantiene atentos a lo invisible.
He aquí la paradoja: confiamos en lo más frágil como si fuera roca. Elevamos al azar a la categoría de dios oculto y lo adoramos con supersticiones, amuletos y gestos repetidos. Sabemos que no sostiene nada, y aun así, lo convertimos en el eje de nuestras esperanzas.
Las supersticiones no son ingenuidad. Son un intento desesperado de acariciar lo incontrolable. El jugador frota su amuleto como si pudiera frotar el destino; la mujer reza antes de que gire la ruleta; el estudiante aprieta un objeto pequeño como si allí se escondiera la respuesta. El azar se viste de símbolos para volverse soportable, aunque su naturaleza siga siendo bruma.
La suerte se presenta tanto en la gloria como en la desgracia. Un accidente evitado por segundos se vive como un milagro, un encuentro inesperado como destino, una casualidad como señal. Todo lo que no comprendemos, todo lo que nos excede, lo llamamos suerte, buena o mala según la herida o el regalo que nos deje.
Y si la suerte no existiera y todo fuera consecuencia de lo que hacemos, ¿qué lugar le quedaría a la esperanza, al milagro, a la fe? Y si, por el contrario, todo fuese azar y nada respondiera a nuestras decisiones, ¿qué sentido tendría esforzarse o planear?
Entre el destino y la casualidad, caminamos tambaleantes. Queremos creer que hay un guion secreto que sostiene nuestras vidas, pero al mismo tiempo sentimos la evidencia de lo imprevisible. Así, inventamos un relato que mezcla lo planeado y lo inesperado, lo racional y lo inasible.
El proverbio chino lo explica con sencillez: un campesino pierde su caballo y los vecinos lo lamentan. “Qué mala fortuna”, dicen. Al día siguiente el caballo regresa con otros caballos salvajes. “Qué buena fortuna”, celebran. El hijo del campesino doma a uno y cae, rompiéndose la pierna. “Qué mala fortuna”. Poco después estalla la guerra y los jóvenes sanos son enviados a morir. “Qué buena fortuna”. Nadie sabe en qué termina la cadena.
He aquí el absurdo: tejemos conjuros, inventamos ritos, buscamos fórmulas para domesticar lo indomesticable. Y, sin embargo, sabemos que lo inesperado gobierna más de lo que imaginamos. El azar es un dios sin rostro que sonríe en silencio mientras intentamos descifrarlo.
Más allá de los juegos, la suerte se incrusta en lo cotidiano. Estar en el lugar preciso en el momento adecuado puede cambiarlo todo. Un cruce de miradas en la calle, una llamada perdida, un retraso en el transporte: la vida entera se bifurca en esos instantes. ¿Es azar o destino disfrazado?
El filósofo Cicerón decía que la suerte no es más que el nombre que damos a lo que desconocemos. Tal vez no exista como tal, tal vez sea la máscara con que cubrimos nuestra ignorancia. Sin embargo, esa máscara es poderosa: organiza nuestras emociones y le da forma a la manera en que afrontamos lo imprevisible.
El juego de azar refleja nuestra condición: lanzamos dados sabiendo que no hay certeza, pero esperando que la fortuna nos sonría. La vida no es distinta: nos levantamos cada mañana con la ilusión de que algo inesperado cambie el rumbo, aunque también sospechamos que todo puede torcerse de manera fatal.
Curioso resulta que llamamos “suerte” a aquello que no podemos explicar, pero también a lo que nos negamos a aceptar como fruto de nuestras acciones. Decimos: “tuvo suerte en los negocios”, aunque detrás haya esfuerzo, estrategia, sacrificio. Confundimos la fortuna con el mérito, porque el misterio nos resulta más fascinante que la lógica.
Quizás la suerte es simplemente la forma poética de nombrar el choque entre lo imprevisible y lo humano. Somos frágiles, limitados, incapaces de dominar cada variable del mundo, y necesitamos una palabra para designar lo que se escapa de nuestras manos. La suerte cumple esa función simbólica: la de señalar lo que nos excede.
Algunos viven esclavizados por el azar, esperando que todo se resuelva por gracia de la fortuna. Otros lo niegan, confiando solo en la razón y el trabajo. Entre ambos extremos, la vida se despliega con su ambigüedad: un terreno en que lo inesperado y lo previsto se cruzan constantemente, desbaratando nuestras certezas.
Un dado no es solo un objeto de juego: es una metáfora de nuestra existencia. Lo arrojamos sin conocer el resultado, lo vemos girar con ansiedad, lo contemplamos detenerse en un número definitivo. Así es cada día: un lanzamiento que nos sorprende con lo inevitable.
La mala suerte no siempre es un golpe abstracto. Es el teléfono que no suena, la carta que no llega, el golpe que interrumpe la calma. Es la enfermedad que irrumpe sin permiso, la pérdida que deja huecos imposibles. No hay lógica que la justifique, pero tampoco certeza que la evite.
Por eso la fortuna no es solo entretenimiento, es también herida. Nos recuerda que estamos expuestos, que lo inesperado nos habita. Y sin embargo, en esa exposición, también radica la posibilidad de la belleza: lo no planeado que ilumina, lo imprevisto que regala alegría.
La vida sin azar sería insoportable. Una existencia perfectamente controlada, donde nada escapara al cálculo, se volvería fría y monótona. El azar, aunque doloroso a veces, le da a la vida el temblor necesario para que algo se sienta auténtico.
Quizá la suerte no se trate de esperar, sino de aprender a mirar. Ver en lo inesperado no una amenaza, sino un misterio compartido. No un número ganador, sino un recordatorio de que la vida nunca está cerrada, siempre abierta al asombro.
El dado gira, la ruleta corre, la moneda cae. Todo nos recuerda que no controlamos el desenlace, pero sí la manera en que lo vivimos. La suerte, buena o mala, no está en los números, sino en la interpretación que damos a lo que ocurre.
Podemos llamarla azar, fortuna, providencia, destino o simple casualidad. El nombre importa menos que la forma en que enfrentamos lo inesperado. Ahí se juega nuestra libertad: en decidir cómo responder a lo que no decidimos.
La suerte, entonces, es espejo y frontera. Nos recuerda nuestra vulnerabilidad, pero también nuestra capacidad de reinventarnos frente a lo incierto. Es lo que nos arrebata y lo que nos entrega, lo que nos hiere y lo que nos salva.
Quizá por eso seguimos lanzando dados, buscando tréboles, apostando en la ruleta de la vida. No porque creamos del todo en la fortuna, sino porque necesitamos alimentar la esperanza de que algo más grande nos acompaña.
El azar no nos pertenece, pero la esperanza sí. Y quizá la verdadera suerte consista en aceptar que todo puede perderse, pero aun así seguimos jugando.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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