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El deseo infinito en un cuerpo finito

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 25 de Agosto del 2025 a las 09:06

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El ser humano nació entre límites, pero desde siempre aprendió a mirar hacia lo ilimitado. Vive en un cuerpo que se cansa, se enferma y muere, pero su mente parece no conformarse con lo pequeño. Hay algo en él que no se aquieta, un anhelo que lo desborda.

Su corazón late dentro de un espacio estrecho, y aun así sueña con abarcar el universo. Sus pasos son cortos y pesados, y sin embargo su imaginación se proyecta más allá de las estrellas. El cuerpo lo contiene, pero la aspiración lo expande.

He aquí la paradoja: un ser finito que desea sin fronteras, que está condenado a morir pero vive como si fuese eterno. La contradicción no lo aplasta, al contrario, lo empuja hacia delante.

El deseo lo acompaña como un fuego secreto. No es suficiente el aire que respira, no lo es el pan que come, ni la calma que por instantes logra encontrar. Siempre hay un más allá que lo llama, un infinito que lo atrae.

El cuerpo lo amarra al suelo, pero el deseo lo impulsa al cielo. Sus huesos le recuerdan que es barro, pero su espíritu se atreve a imaginarse dios. El contraste es su esencia.

¿Y si el verdadero sentido del deseo no estuviera en alcanzarlo, sino en habitarlo? ¿Y si el anhelo infinito no fuera un error, sino el motor secreto que sostiene la vida misma?

El hombre desea amar sin medida, pero su corazón se quiebra. Quiere conocerlo todo, pero su mente apenas alcanza fragmentos. Persigue la inmortalidad, pero cada día su cuerpo se desgasta. Y sin embargo, insiste.

Cada límite despierta más deseo. Cuanto más comprende que es mortal, más sueña con lo eterno. Cuanto más siente el peso del cansancio, más busca la intensidad de la experiencia. Cuanto más sabe que ignora, más hambre de verdad lo consume.

He aquí el absurdo: el ser humano se sabe limitado, pero desea como si fuera infinito. Sabe que la muerte lo acecha, pero vive como si la vida no acabara nunca. Sabe que no puede poseerlo todo, y aun así lo quiere todo.

De este absurdo brotan las grandes obras y las pequeñas ternuras. El arte es un intento de atrapar lo que se escapa. La ciencia es la búsqueda de comprender lo inabarcable. La fe es un grito que quiere tocar lo invisible.

Sin ese deseo infinito, el hombre sería un animal resignado. Sin embargo, gracias a él, la humanidad levanta templos, escribe poemas, sueña con mundos que aún no existen. Lo que no puede poseer lo inspira.

El cuerpo le pone barreras, pero el deseo convierte las barreras en horizontes. En la limitación encuentra el impulso para imaginar lo que todavía no tiene. Es su destino vivir deseando más de lo que puede.

Y en esa desproporción se revela su grandeza. El infinito no es una meta que se alcance; es una fuerza que lo hace caminar. El cuerpo se agota, pero el anhelo renueva su espíritu.

La contradicción no es un error de fábrica, es el núcleo de su existencia. En cada latido que anuncia la muerte, se enciende el deseo de vivir más intensamente. En cada herida, surge el deseo de sanar y seguir.

El deseo lo mantiene de pie frente al abismo. Lo empuja a inventar mundos, a buscar verdades, a amar aunque duela. No importa que fracase: el impulso de desear es más fuerte que la certeza del límite.

Cuando contempla el cielo nocturno, su cuerpo le recuerda que no puede volar. Y sin embargo, imagina alas, construye aviones, diseña cohetes. El deseo convierte la imposibilidad en posibilidad.

En el amor también lo experimenta. Quiere una unión total, pero el cuerpo es frágil, el tiempo escaso. Aun así, ama como si pudiera fundirse con el otro en un eterno abrazo.

El deseo lo hace creador. Sin él, se quedaría atrapado en la rutina de sobrevivir. Gracias a él, pinta lo que no ve, canta lo que no sabe, escribe lo que no alcanza a comprender del todo.

Pero el deseo también hiere. La insatisfacción se clava en el pecho, el anhelo se vuelve peso, la imposibilidad genera frustración. Y aun así, incluso en el dolor, el deseo no muere.

El cuerpo enferma, pero los sueños se multiplican. La carne envejece, pero las aspiraciones se renuevan. La finitud no apaga el deseo; lo agudiza.

En la infancia, el deseo aparece como juego. En la juventud, como ambición. En la adultez, como búsqueda de sentido. En la vejez, como nostalgia y esperanza. En todas las edades, el deseo está presente.

El hombre nunca se sacia porque fue hecho para desear. No importa cuántos logros alcance, siempre habrá un vacío que lo empuje hacia adelante. Ese vacío no es fracaso, es promesa.

El deseo infinito se convierte en un espejo que refleja lo que el cuerpo no puede sostener. Lo humano no se entiende sin esa tensión permanente entre lo limitado y lo ilimitado.

El infinito lo seduce, el cuerpo lo limita. En ese vaivén se escribe la historia de cada vida. No hay triunfo que lo colme, no hay límite que lo detenga del todo.

El deseo es hambre de eternidad en medio de un banquete de tiempo. Es sed de infinito en un cuerpo que solo puede beber lo finito. Y esa sed no termina.

El cuerpo muere, pero el deseo no desaparece: se convierte en herencia, en obra, en recuerdo, en huella en los otros. El deseo no cabe en una sola vida.

Quizá por eso las generaciones se suceden: porque cada ser humano hereda los deseos de quienes lo antecedieron. El infinito se reparte en miles de existencias que intentan completarse.

Y tal vez ahí está el misterio: el cuerpo es finito, pero la humanidad en su conjunto guarda un deseo infinito que nunca cesa. Cada individuo muere, pero el anhelo persiste.

El deseo es lo que mantiene despierta a la especie. Es lo que hace que, pese a la certeza de la muerte, se construyan ciudades, se sueñen futuros, se ame sin medida.

En el límite corporal se revela la grandeza del deseo. La carne se rompe, pero el espíritu se expande. El tiempo se acaba, pero el anhelo no conoce reloj.

Ese deseo infinito es el signo más claro de que el hombre está hecho para algo más que el polvo. No sabe qué, pero lo intuye en cada ansia que no puede saciar.

El cuerpo finito es prisión y es impulso. Gracias a él el deseo se vuelve real, se concreta en actos, se transforma en caminos, en palabras, en obras.

El hombre nunca encontrará la satisfacción plena. Pero en ese vacío se halla la belleza: el deseo infinito lo mantiene vivo, en movimiento, abierto al misterio.

Así, la vida se convierte en una danza entre lo limitado y lo ilimitado. El cuerpo le recuerda el final; el deseo lo invita a empezar siempre de nuevo.

Y al final, cuando el cuerpo se apague, quedará el eco de lo deseado: una música que revela que, aunque finito, el hombre siempre deseó como si fuera eterno.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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