Pensar en la fugacidad del tiempo
El café humea frente a mí como si fuera un pequeño sol contenido en una taza. El vapor asciende en espirales que parecen jugar con el aire, pero pronto desaparecen, dejándome con la certeza de que incluso la belleza más tenue es breve.
Las voces alrededor forman un murmullo que se mezcla con el tintinear de las cucharas. Me gusta pensar que cada ruido es un latido del tiempo, invisible, insistente, que no cesa de recordarme que todo fluye aunque yo permanezca quieto.
Observo el reloj en la pared. Sus agujas no se detienen, pero no son ellas las que corren, soy yo quien se consume mientras lo miro. El tiempo no pasa: lo atravesamos como un río que no se detiene por nadie.
La gente entra y sale del café con prisa. Unos buscan refugio en sus pantallas, otros se acompañan de conversaciones apresuradas. Nadie parece reparar en lo que se evapora junto a su taza: instantes que jamás volverán.
El mesero repite sus movimientos con una precisión casi ritual. Pienso que su rutina también es un espejo de la fugacidad: gestos idénticos, pero nunca los mismos, como el agua que corre sin repetirse.
El café se enfría mientras yo escribo estas líneas. Pienso que, de algún modo, la bebida es un reloj secreto: cuando pierde su calor, ha medido el tiempo de mi contemplación. No necesito mirar el reloj, basta un sorbo tibio para saber que algo se ha ido.
Afuera llueve. Las gotas golpean el vidrio como si fueran un metrónomo natural. Me pregunto cuántas tormentas he visto pasar sin detenerme a pensar en lo que significaban. Hoy, en cambio, la lluvia parece hablarme con claridad: todo se desgasta, todo se borra.
El café tiene algo de confesionario silencioso. Aquí nadie pregunta nada, pero todos dejamos caer nuestras pequeñas nostalgias en el fondo de la taza. Lo bebido desaparece, y con ello parte de nosotros, de nuestros días.
Un anciano levanta su taza con manos temblorosas. Me pregunto qué piensa cuando la sostiene: ¿será que también mide su vida en sorbos, o se deja engañar por la ilusión de lo eterno? Su mirada perdida me responde sin palabras.
En el rincón, una pareja ríe. Su alegría parece eterna, pero yo sé que incluso esa risa quedará atrapada en el recuerdo, convertida en eco. Nada resiste al tiempo, ni siquiera las carcajadas más puras.
El sabor amargo del café me recuerda que hay bellezas que no necesitan dulzura. En su amargura reconozco la verdad del tiempo: nunca es complaciente, pero siempre es auténtico.
Cada trago es un instante: primero ardiente, luego tibio, al final frío. Así también son los días: comienzan con fuerza, se tornan templados, terminan apagados. La taza es el espejo de la vida entera.
Cuando miro mi reflejo en la superficie oscura, me veo fragmentado, deformado. Tal vez así nos ve el tiempo: como figuras que cambian con cada ondulación, rostros que nunca permanecen iguales.
El aroma persiste más que el vapor. Es curioso: lo invisible dura más que lo visible. Quizá así ocurre con las memorias, que sobreviven mucho después de que las imágenes se deshacen.
En este café descubro que no soy distinto al líquido que se enfría: fui fuego, ahora soy tibieza, un día seré hielo. Y aún así, en ese destino compartido, hay una belleza que nadie puede arrebatarme.
Cierro los ojos. El ruido del lugar se convierte en un murmullo lejano. Por un instante, siento que el tiempo se suspende, como si me concediera la gracia de un respiro. Pero basta abrir los ojos para comprender que ya pasó.
La taza está casi vacía. Solo un fondo oscuro me mira desde el cristal. Pienso que también la vida llegará a ese punto: un resto que nos observa, un silencio que nos reclama.
Pago la cuenta y me levanto. Al salir, la lluvia ha amainado, pero el aire conserva el olor húmedo de lo efímero. Me acompaña una certeza que me pesa y me consuela a la vez: todo se va, pero mientras dura, todo merece ser contemplado.
Las lámparas de hierro cuelgan como testigos inmóviles. Bajo su luz tenue, las sombras parecen tener memoria. Es extraño pensar que estas paredes han visto pasar más horas que cualquier reloj, más historias que cualquier libro.
Las vigas de madera en el techo me hablan de resistencia. Han sostenido el peso del tiempo, y sin embargo, su silencio es absoluto. Nadie repara en ellas, pero allí están, como guardianes de lo efímero.
Las mesas, pulidas por tantas manos, conservan huellas invisibles. Cada una guarda el secreto de un encuentro: despedidas, pactos, confesiones. Quizá el verdadero archivo del tiempo no sean los relojes, sino estas superficies que lo han absorbido todo.
En un rincón, un cuadro enmarca un rostro antiguo. No sé quién es, pero siento que me observa. Como si quisiera recordarme que la vida se repite, que hoy soy yo quien piensa en el café, pero mañana otro ocupará mi lugar.
El restaurante entero es un escenario donde los actores cambian, pero la obra sigue. Cada día comienza con mesas vacías, y cada noche termina con copas a medio beber. El ciclo es tan constante que parece eterno, pero es puro espejismo.
El eco de las conversaciones se mezcla con la música de fondo. A veces me parece escuchar más lo que ya no está que lo que suena ahora. El murmullo es una suma de fantasmas: los de ayer, los de hace diez años, los de siempre.
El suelo de madera cruje bajo los pasos. Es un lenguaje secreto: cada sonido es un recuerdo de los que lo han caminado. Ningún paso se repite, aunque todos resuenen igual.
En el ventanal, la lluvia se adhiere como un segundo cristal. Los que miran hacia afuera parecen ausentes, los que miran hacia adentro parecen ensimismados. Pienso que el restaurante también sabe dividir mundos: el de afuera que corre, el de adentro que se detiene.
Los meseros recorren el salón como relojes humanos. Van y vienen, nunca se quedan quietos. Sus trayectorias son círculos invisibles, rutinas que parecen inmutables, aunque cada jornada se apague al final del día.
Una silla vacía junto a mí me recuerda lo que falta. El vacío es también parte de este lugar: hay ausencias que pesan tanto como las presencias. Cada asiento libre es un recordatorio de que alguien pudo estar y no estuvo.
El aire huele a café, a madera, a historia. Ese aroma es lo único que no se escapa: permanece en la ropa, en la memoria, como si se negara a aceptar la ley de lo fugaz.
Los candelabros iluminan con un resplandor discreto. No hay excesos aquí, todo es medido, equilibrado. Tal vez así es la verdadera belleza: no en lo estridente, sino en lo que apenas se insinúa.
El restaurante respira con nosotros. Lo siento vivo, como si las paredes inhalaran las palabras y exhalaran silencio. ¿No será que también los lugares tienen alma, hecha de todos los que han pasado por ellos?
El café en mi mesa se ha terminado, pero el restaurante sigue. Me levanto y comprendo que mi paso es apenas una nota en su partitura infinita. Yo me voy, él permanece.
Al salir, me vuelvo para mirar una vez más el salón iluminado. Pienso que así es el tiempo: nosotros lo atravesamos, creemos poseerlo, pero en realidad es él quien nos contiene y nos despide sin siquiera mirarnos.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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