El enigma del dolor
He caminado entre las sombras de mi memoria, allí donde cada herida conserva un eco persistente. El dolor no es un extraño para mí: ha estado en mis noches sin sueño, en la piel que guarda cicatrices invisibles, en el pulso que me recuerda que sigo vivo a pesar de todo.
A veces me descubro huyendo de él, como quien se aparta de un incendio. En esa huida encuentro otra forma de quemadura: la de no aceptar lo inevitable. El sufrimiento no se deja borrar, se acomoda en los rincones, desde ahí me observa.
He aquí la paradoja: mientras más deseo escapar del dolor, más presente lo siento. Mientras más busco deshacerme de él, más me descubro tejido por sus hilos. Como si mi vida no pudiera comprenderse sin esa presencia áspera que corta y moldea.
En mis recuerdos, el dolor aparece como un visitante imprevisto: un golpe en la mesa, una pérdida, una palabra no dicha. Al mirarlo de frente descubro que no siempre destruye; a veces abre ventanas. Es cruel, generoso al mismo tiempo.
He aprendido que nada se comprende del todo desde la calma. Solo en el filo del sufrimiento percibo la fragilidad de las cosas. En esa fragilidad hay un destello: la vida como don, instante irrecuperable.
¿Y si el dolor no fuera un enemigo, sino un lenguaje secreto? ¿Y si cada punzada escondiera una pregunta sobre quién soy, qué me falta, qué no he querido aceptar? Tal vez el sufrimiento sea el modo de arrancarme de la costumbre.
Cuando dejo de huir descubro que detrás del dolor late una verdad desnuda. No es un verdugo ciego: es un espejo que me devuelve mis contradicciones. Al contemplarlo me reconozco más humano que nunca, porque en mi vulnerabilidad habita mi fuerza.
El dolor me obliga a detenerme, a escuchar lo que de otro modo no escucharía. Me muestra la grieta de mi soberbia, me recuerda que soy frágil. Allí donde creía que todo estaba bajo control, el sufrimiento me dice lo contrario.
He aquí el absurdo: que aquello que más temo sea lo que me ofrece la posibilidad de despertar. Lo que quiero evitar es lo que más me acerca a comprender la raíz misma de mi ser.
En ocasiones pienso que la vida está escrita con tinta de dolor. No hablo solo del sufrimiento físico, sino de esa punzada existencial que aparece al recordar que todo lo amado puede desvanecerse.
El tiempo nos arranca lo que queremos retener. En esa herida constante se cifra nuestra condición humana. Nada permanece intocable: todo late con la posibilidad de romperse, quizá ahí radica su belleza secreta.
Pero no todo en él es pérdida. El dolor también me acerca a otros, me abre al misterio de la compasión. Quien sufre reconoce en el sufrimiento ajeno una voz común, un eco que trasciende el aislamiento.
En la herida compartida descubro un puente invisible. Me une al otro con un lazo de sangre silenciosa, el lenguaje de la vulnerabilidad. El dolor deja de ser solo mío, se vuelve un canto en plural.
Una noche, en el pasillo de un hospital, vi a un hombre anciano con la mirada fija en el suelo. No dijo palabra. El dolor lo mantenía erguido y vencido a la vez. En su silencio comprendí que a veces la herida habla más fuerte que cualquier grito.
Esa imagen me persigue porque entendí que el sufrimiento no es solo personal, sino universal. Cada rostro cargaba una historia distinta, todos compartíamos el mismo aire pesado de la espera, la misma conciencia de fragilidad.
Me doy cuenta de que sin dolor la alegría sería apenas un destello sin relieve. Es gracias a la sombra que reconozco la luz. La pérdida me enseña a abrazar con más ternura lo que aún permanece.
El sufrimiento, en su contradicción, me enseña a saborear lo efímero. A abrazar lo pequeño como si en ello se jugara la eternidad. Incluso un instante leve cobra fuerza cuando ha sido precedido por la herida.
El enigma del dolor es que no puedo explicarlo del todo. Se escurre de mis palabras, me obliga a balbucear. Cuando lo acepto, me transforma; cuando lo resisto, me doblega.
Es el huésped indeseado que nunca se marcha. De alguna manera me enseña a vivir con mayor hondura. Aunque llegue sin aviso, aunque arrase mis certezas, deja en mí una semilla de claridad.
He sentido que el dolor es también memoria. Una cicatriz es la forma en que el cuerpo escribe lo que no debe olvidarse. En la conciencia ocurre lo mismo: lo que dolió demasiado se vuelve marca, señal, frontera.
A veces pienso que el dolor es una brújula invertida. Señala lo que no quiero mirar, lo que escondí bajo la alfombra de mis rutinas. Al obligarme a confrontarlo me devuelve a un camino más honesto conmigo mismo.
No se trata de glorificarlo. El dolor no es santo ni justo: es duro, áspero, cruel. En su crudeza arranca máscaras. Me deja sin defensas, me coloca frente a mi ser más despojado.
En ese despojo descubro que no soy invencible, nunca lo fui. La ilusión de control se desmorona, el sufrimiento me lo recuerda con la fuerza de un golpe.
Quizá el enigma radique en que el dolor, siendo límite, abre horizontes. Es final y comienzo, pérdida y revelación. Donde creo que muero, algo en mí renace distinto.
He comprendido que la herida me enseña paciencia. Nada sana de inmediato: el tiempo trabaja en silencio. Debo aprender a esperar, aunque deteste esa lentitud.
Me pregunto si el sufrimiento no será también un llamado. Una voz que grita desde dentro: “despierta, recuerda que eres frágil, recuerda que eres humano”.
En esa voz resuena un eco de verdad. El dolor me sitúa en mi tamaño real: polvo que respira, carne que sangra, espíritu que busca sentido en medio de la oscuridad.
He llegado a pensar que el dolor es un segundo nacimiento. El primero me lanzó al mundo; el segundo me obliga a ver la vida sin velos. No nazco sin lágrimas, no despierto sin heridas.
En esa claridad descubro que lo amado brilla más intensamente cuando sé que puede perderse. La certeza de la fragilidad enciende la llama de la ternura.
Por eso el sufrimiento, aunque temido, es también oportunidad. Me enseña a valorar lo que tengo mientras lo tengo. Ningún abrazo es eterno, por eso lo vuelvo más profundo.
El dolor, sin quererlo, me vuelve agradecido. No agradezco la herida, pero agradezco lo que revela: no soy dueño de nada, todo es préstamo, cada día un milagro frágil.
Algunas veces, en medio del sufrimiento, alcanzo un extraño silencio. Allí donde ya no hay palabras, solo queda el latido. En ese latido reconozco una presencia que no me abandona.
Es como si el dolor me acercara a un misterio mayor. Algo que no entiendo del todo, pero se hace evidente cuando todo lo demás se desmorona. Una voz callada que sostiene.
El enigma permanece: ¿por qué existe el dolor? ¿Por qué no podemos vivir sin él? No tengo respuesta. De algún modo, es parte inseparable de mi condición de ser.
Aunque me asusta, también me recuerda que sigo vivo. Sentir duele, pero también me hace humano. El dolor me golpea, al mismo tiempo me despierta como un relámpago en la noche.
Porque en el dolor, como en un espejo oscuro, vislumbro la certeza más clara: existir es un misterio que sangra, pero que late. Mientras siga latiendo habrá en mí un motivo para seguir buscando sentido, aunque nunca lo alcance del todo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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