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La vida como un guion que no escribimos

Por: Ricardo Hernández El Día Jueves 21 de Agosto del 2025 a las 08:51

El senador Emmanuel Reyes Carmona en la reunión “Seguridad que salva vidas: innovación y asequibilidad en cascos certificados”
Autor: HT Agencia
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Me desperté con la sensación de que mi vida comenzaba de nuevo, aunque todo parecía idéntico a ayer. La ciudad extendía sus sombras sobre las calles conocidas, silenciosa e indiferente a mis pensamientos.

Cada gesto cotidiano se repetía con precisión mecánica, como si el mundo insistiera en recordarme la rutina que creí haber elegido. Caminaba entre la gente buscando alguna novedad que nunca llegaba, consciente de que algo escapaba a mi control.

La luz que se filtraba entre los edificios bañaba la acera con un tono suave y extraño, invitando a la reflexión. Observé a las personas que pasaban a mi lado, con la mirada fija en destinos invisibles, ignorantes del guion que parecía escribir sus pasos.

La ciudad se desplegaba como un escenario donde cada actor interpretaba su papel sin cuestionar la obra. La familiaridad de lo cotidiano se mezclaba con un sentimiento de extrañeza que crecía a cada instante.

Ahí aquí la paradoja: cuanto más intento controlar mi camino, más descubro que cada paso es una repetición inevitable, un eco de decisiones previas. La libertad que creí poseer se revelaba como una ilusión, y cada acción parecía ya prevista.

El café en la esquina mantenía el mismo sabor y la misma espuma irregular, mientras las calles me devolvían al punto de partida sin importar mis esfuerzos. La vida se desplegaba con una mezcla de lógica y absurdo, un enigma que no podía descifrar.

Sentado en una banca, vi a la gente moverse como piezas de un tablero gigante, todos siguiendo un plan que ignoraban. Las conversaciones se repetían como fragmentos de historias antiguas; los gestos parecían ensayados de antemano.

El viento traía pequeños detalles que confirmaban la sensación de un mundo regido por reglas invisibles. La conciencia de la repetición despertaba un desconcierto silencioso y, al mismo tiempo, un extraño placer al reconocer el patrón en el caos.

Intenté cambiar mi rumbo, buscar la novedad, pero las calles me devolvían siempre al mismo lugar, como un laberinto trazado por alguien que conocía mis pasos mejor que yo. Cada decisión, por pequeña que fuera, se revelaba como un reflejo de elecciones anteriores, un intento de ruptura que parecía condenado.

La ciudad, con sus edificios altos, parecía observar en silencio, testigos inmóviles de mi inquietud. Todo indicaba que la ilusión del libre albedrío coexistía con la inevitabilidad de la repetición.

¿Y si todo lo que creemos decidir no es más que un teatro que ensayamos sin comprenderlo? ¿Hasta qué punto somos realmente dueños de nuestra existencia? Las acciones que parecían espontáneas se revelaban como repeticiones sutiles de hábitos arraigados. Las palabras pronunciadas se mezclaban con ecos de conversaciones pasadas, y los encuentros fortuitos parecían predestinados. Reflexionar sobre esta ilusión de control generaba un vértigo silencioso y, curiosamente, una extraña sensación de liberación.

El reloj de la iglesia sonó con puntualidad absurda, recordándome que incluso el tiempo podía ser un actor más en el teatro cotidiano. La lluvia comenzó a caer ligera, suficiente para humedecer mis pensamientos y transformar la ciudad en un escenario cambiante.

Vi a niños jugar sin reglas, riendo con abandono, y comprendí que la libertad auténtica no se alcanzaba, solo se percibía. Cada movimiento y gesto humano reflejaba la tensión entre la intención y la inevitabilidad.

Me refugié bajo un toldo y observé los reflejos en los charcos, las luces duplicadas en los cristales y la extraña sincronía de sonidos y movimientos. Todo parecía parte de un guion cuidadosamente ensayado, pero cada instante guardaba un margen de sorpresa que mantenía viva la atención. La paradoja del control y del azar coexistía en cada esquina, transformando cada detalle de la ciudad en una lección de humildad ante lo incontrolable.

He aquí el absurdo: en la búsqueda de libertad, descubrí que estaba prisionero de la rutina, y que incluso la rebeldía se convertía en parte del guion invisible. Cada acción consciente mostraba su irrelevancia frente a la repetición, pero al mismo tiempo conservaba un valor singular para quien la percibía.

La vida se revelaba como un acto doble, donde el protagonista y el espectador coincidían en la misma persona, atrapada entre la ilusión de la decisión y la certeza de la repetición.

Comencé a hablar conmigo mismo, repasando preguntas y respuestas ensayadas sin encontrar conclusiones definitivas. La ciudad seguía su ritmo, imperturbable ante mis dudas, con calles y edificios formando un escenario infinito.

Vi un pájaro volar contra el viento, obstinado, y comprendí que la persistencia también podía ser absurda. Cada acción humana, cada pensamiento consciente, formaba parte de un conjunto mayor que escapaba a la comprensión, pero que podía apreciarse desde la contemplación.

Me levanté y continué mi caminata, dejando que la incertidumbre guiara mis pasos sin imponer reglas ni expectativas. Las luces de la tarde iluminaban los edificios con un tono cálido, invitando a la introspección y a la aceptación. Cada paso era un pequeño acto de libertad dentro de la repetición constante, y los gestos más triviales tenían un peso inesperado cuando se vivían con conciencia.

El parque estaba casi vacío, y las sombras largas de los árboles dibujaban formas extrañas sobre la tierra húmeda. En esa quietud encontré una forma de libertad que no dependía de decisiones humanas, una aceptación tranquila del absurdo.

Cada respiración, cada movimiento, parecía revelar una coreografía silenciosa que sostenía la vida en equilibrio. Comprendí que el sentido no estaba en las acciones mismas, sino en la atención con que se vivían.

La noche llegó con su manto oscuro y silencioso, trayendo una claridad que solo ofrece la ausencia de distracciones. La ciudad se volvió introspectiva. Sonreí ante la contradicción que me acompañaba desde la mañana: saber que la vida podía carecer de sentido y aun así elegir caminar con atención.

La existencia se revelaba como un guion que no escribimos, pero que podíamos habitar con gracia, descubriendo belleza en cada gesto.

La paradoja permanece, un hilo invisible que une cada decisión con la inevitabilidad de lo que no podemos cambiar. Reconocerla no disminuye el valor de la vida, sino que lo potencia, ofreciendo un espacio donde libertad y absurdo coexisten.

Aceptar la irracionalidad de la existencia se convierte en un acto de coraje silencioso, una forma de vivir plena, consciente y abierta a lo inesperado. La vida es un guion que no escribimos, pero podemos recorrerlo con atención, descubriendo la poesía en lo cotidiano y, en ese reconocimiento, hallar la paz que tanto buscamos.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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