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El vértigo de la eternidad

Por: Ricardo Hernández El Día Miercoles 20 de Agosto del 2025 a las 08:22

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Cuando levanté la vista, la escalera ya estaba allí, como si me hubiera estado esperando desde siempre. Surgía de la tierra y se perdía entre nubes densas, cada peldaño iluminado por un resplandor que parecía respirar. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda mientras el viento me traía aromas de lluvia reciente y hojas húmedas. Cada paso que imaginaba dar me hacía sentir vivo y frágil al mismo tiempo, consciente de que algo me esperaba en lo alto.

El aire era espeso, cargado de un silencio que parecía contener secretos de otras vidas. Los peldaños vibraban bajo mis pies, aunque aún no los tocaba; la escalera parecía latir, como si conociera mis miedos y esperanzas. La bruma se arremolinaba a su alrededor, dibujando formas que desaparecían antes de entenderlas. Cada instante era un soplo de vértigo, y sentí que mi respiración se mezclaba con el del mundo entero.

He aquí la paradoja: deseaba subir, y al mismo tiempo temía que cada peldaño me alejara de algo que no sabía nombrar. La cima se alejaba con cada paso imaginado, y me pregunté si era ambición lo que me empujaba o simple ilusión. La escalera parecía jugar conmigo, tentándome con la promesa de algo que nunca podría alcanzar.

A cada paso, la tierra se tornaba un recuerdo difuso y el cielo un desafío visible. Voces que no eran mías susurraban desde la bruma, como si antiguos viajeros me aconsejaran o me advirtieran. La luz cambiaba, cálida y fría, dorada y gris, confundiéndome y excitando mis sentidos. Cada peldaño parecía guardar una historia que yo debía descubrir.

Sentí miedo y deseo al mismo tiempo; cada tramo era un enigma, y mis pensamientos se mezclaban con emociones que no sabía contener. Subir era un acto de introspección, una conversación silenciosa con mi propio ser. Las sombras avanzaban conmigo, como reflejos de lo que era y de lo que quería ser. Cada tramo era un espejo de mis dudas y mis sueños.

Y si la escalera no tenía sentido en llegar, sino en enseñarme quién era mientras subía, ¿sería la búsqueda misma nuestra verdadera recompensa? La pregunta me atrapó, y me vi dudando, contemplando cada peldaño con reverencia y ansiedad. Comprendí que cada paso no era solo físico, sino un acto que me transformaba desde adentro.

El viento apenas se percibía, pero cada susurro parecía pesar toneladas. La bruma ocultaba y revelaba al mismo tiempo, y mis pies dudaban, como si temieran traicionar mi impulso. Cada instante exigía atención y reflexión; cada peldaño me obligaba a mirarme, a preguntarme por qué continuaba.

La luz del cielo cambiaba con capricho; unos momentos cálida, otros fría y distante. Cada peldaño parecía una emoción concreta: miedo, asombro, curiosidad, éxtasis. La escalera no juzgaba; simplemente existía, y yo debía seguirla, a veces con fe, a veces con duda.

He aquí el absurdo: subir sin garantía de alcanzar, perseguir sentido que se escapa, mientras cada paso nos recuerda nuestra fragilidad. La escalera era meta y espejo a la vez, y me sentí atrapado entre deseo y conocimiento, entre fascinación y vértigo.

La altura me mostró detalles que desde abajo eran invisibles: texturas, luces y sombras que solo se revelan a quien se atreve. Cada peldaño era un aprendizaje y un desafío. Sentí cómo mi cuerpo y mi mente cambiaban al subir; la respiración se volvía consciente, el corazón recordaba su fuerza.

La neblina se espesaba, haciendo de la escalera un sendero misterioso. Cada sombra parecía tener vida propia, cada luz insinuaba otro mundo. Todo era palpable y a la vez imposible. Mi corazón latía acelerado, y aún así avanzaba, obligado por curiosidad y un impulso que no podía explicar.

La inmensidad me rodeaba: cielo, tierra, aire y tiempo parecían un mismo tejido. Cada paso enseñaba que la experiencia era más valiosa que la meta; los movimientos de la bruma acompañaban mi asombro y mi duda. Cada peldaño era un puente entre lo tangible y lo intangible.

Las sombras se alargaban y encogían según mi posición; la luz cambiaba como recordándome que nada permanece. Cada instante parecía distinto y único, pero todo formaba un flujo continuo que me transformaba mientras subía.

El recorrido se volvió diálogo silencioso conmigo mismo; cada paso me preguntaba quién era, qué buscaba y qué temía. La bruma sostenía mis límites, y la escalera parecía conocer mis pensamientos mejor que yo. Cada instante exigía atención, reflexión y entrega.

Los sonidos eran mínimos, pero su impacto inmenso: un viento que rozaba, un eco que se perdía, un silencio denso. Cada peldaño era metáfora y experiencia, y yo avanzaba consciente de la temporalidad de cada instante.

Cada peldaño era descubrimiento; cada sombra un testigo de mis emociones. La altura me enseñaba que el vértigo podía ser belleza, y que el miedo y la fascinación podían coexistir. Subir no era solo físico, sino un acto de conocimiento interior.

Los halos de luz y bruma sugerían portales a otros tiempos y espacios. Cada paso se volvía reflexión y aprendizaje; mirar atrás y adelante era necesario. Cada instante enseñaba a valorar lo alcanzable y lo inalcanzable, y la altura revelaba lo invisible.

La escalera parecía infinita, pero cada peldaño tenía su peso y su lección. La bruma acompañaba mi asombro y mi curiosidad. Cada paso recordaba que lo finito toca lo infinito, que el viaje es en sí mismo eterno.

La luz y la bruma creaban paisajes imposibles, donde percepción e imaginación se confundían. Cada paso invitaba a meditar sobre lo necesario y lo inalcanzable. La escalera se volvió puente entre acción y contemplación, entre deseo y ser.

Cada peldaño simbolizaba esfuerzo, curiosidad y ambición. La altura transformaba cuerpo y pensamiento; cada respiración se volvía consciente y formativa. La escalera era guía, espejo y testigo; cada instante enseñaba y maravillaba.

El aire fresco traía claridad; cada exhalación generaba reflexión. La escalera se convirtió en espacio donde tiempo y espacio se dilatan, donde lo finito toca lo infinito, y cada peldaño es oportunidad y memoria.

La neblina suavizaba los contornos, dando forma a lo imposible; estar suspendido entre mundos provocaba fascinación y miedo. La escalera, el cielo y la luz desafiaban la razón y exigían contemplación. Cada instante era metáfora; cada paso, invitación a la reflexión.

Al final comprendí que la escalera no necesitaba destino; su valor estaba en ser y ser contemplada. He aquí el absurdo: ascender sin fin, aprendiendo a valorar cada paso, disfrutando el viaje en su infinitud, misterio y belleza suspendida entre cielo y tierra.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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