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¿Somos el que se refleja en el espejo?

Por: Ricardo Hernández El Día Martes 19 de Agosto del 2025 a las 11:51

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¿Somos el que se refleja en el espejo?

Por: Ricardo Hernández

El espejo nos acompaña desde siempre, no solo como objeto, sino como símbolo. Frente a él, nos encontramos con una imagen familiar y al mismo tiempo extraña. Lo que vemos parece decirnos quiénes somos, pero también oculta lo que no puede mostrar.

Mirarse al espejo es un acto cotidiano cargado de misterio. Ver nuestra cara, nuestros gestos, nuestras marcas de vida nos da sensación de continuidad. Pero la imagen nunca es completa; siempre deja un espacio vacío donde habita lo desconocido.

He aquí la paradoja: el espejo nos revela y nos oculta al mismo tiempo. Nos devuelve un rostro reconocible, pero no nuestras emociones, contradicciones ni deseos. Creemos conocernos, aunque intuimos que lo que somos no cabe en un reflejo.

Cada arruga, cada sonrisa que devuelve el vidrio es apenas superficie. La identidad se escapa. Lo que creemos sólido en el reflejo es frágil, y lo que sentimos en lo profundo nunca se refleja. El espejo nos engaña con su aparente certeza.

Nos miramos y buscamos coherencia, como si un instante detenido pudiera resumir la vida entera. Pero la imagen es fugaz, un presente que ignora el pasado y no anticipa el futuro. Somos historia y proyección a la vez, aunque el espejo no lo sepa.

Y si lo que vemos frente al espejo no es lo que somos, sino apenas un fragmento sin vida propia, ¿qué lugar ocupa nuestra verdadera existencia?

El reflejo nos tranquiliza: nos dice que seguimos aquí, que existimos. Pero esa seguridad es engañosa; nos aferra a la superficie y nos impide tocar lo invisible. El espejo devuelve forma, pero no esencia.

A veces evitamos mirarnos demasiado tiempo. El espejo puede devolvernos un otro inesperado, un rostro que nos pertenece y a la vez nos resulta extraño. Allí surge la inquietud: ¿somos realmente nosotros o solo la imagen que aceptamos?

He aquí el absurdo: depender de un objeto para definir lo que somos, cuando ni siquiera nuestra conciencia puede atrapar el misterio de la identidad.

El espejo refleja el instante, pero ignora la memoria. No muestra las huellas de los días, las cicatrices internas ni los sueños aún no realizados. Lo que nos forma queda fuera de su alcance.

Sin embargo, nos atrae inevitablemente. Queremos vernos completos, aunque el vidrio solo ofrezca fragmentos. Nos tranquiliza y nos inquieta a la vez, porque nos recuerda que la identidad nunca se cierra.

El otro se convierte en un espejo más fiel. En la mirada ajena descubrimos gestos, actitudes y secretos que el propio vidrio no nos devuelve. La identidad se reconstruye también en el reflejo de los demás.

Como enseñó Lacan, reconocernos en un reflejo no es solo ver, sino construir un yo que es ya imagen y ficción. La tensión entre lo que vemos y lo que somos nos acompaña desde la infancia y marca nuestro desarrollo.

Pero esos espejos humanos son frágiles. Dependemos de sus interpretaciones, afectos y juicios. Aun así, nos ofrecen algo que el vidrio no puede: profundidad y resonancia de lo vivido.

El espejo y el otro forman un juego de reflejos donde nuestra identidad se multiplica. Cada imagen devuelve una versión distinta de nosotros mismos, y ninguna es completa.

El paso del tiempo añade otra capa. Lo que vemos hoy cambiará mañana; lo que parecía firme se transforma. El espejo nos recuerda la finitud y la impermanencia de la apariencia.

Aun así, su misterio no nos detiene. La imposibilidad de abarcar todo lo que somos se vuelve fuente de libertad. No podemos encerrarnos en una sola imagen, y en eso reside una forma de crecimiento.

El espejo fascina a poetas y filósofos porque simboliza la tensión entre apariencia y esencia, entre lo visible y lo invisible. Cada reflejo es un enigma que invita a pensar más allá de lo evidente.

Frente al espejo podemos quedarnos en la superficie o adentrarnos en el fondo. Lo primero nos da calma; lo segundo nos inquieta. Pero es en la inquietud donde nace la reflexión y el pensamiento se despliega.

El espejo se vuelve entonces un umbral hacia la conciencia. Nos recuerda que la identidad es múltiple, que lo que vemos no agota lo que somos, y que nuestra esencia escapa a toda representación.

El reflejo no es verdad ni mentira. Es la materia prima de la interpretación. Nosotros damos significado a lo que aparece, y en ese acto revelamos algo más de lo que somos.

El espejo también nos recuerda nuestra soledad. Por más que devuelva una imagen, solo nosotros podemos experimentarla desde adentro. Nadie más comparte la misma percepción de nuestro ser.

Esa soledad, lejos de ser trágica, abre un espacio de autenticidad. Nos confronta con lo irreductible de nuestra identidad y nos obliga a aceptar nuestra singularidad.

Mirarse al espejo es enfrentarse a la pregunta por la verdad. No la verdad absoluta, sino la verdad que construimos, limitada y condicionada, siempre incompleta.

El vidrio no miente, pero tampoco puede decirlo todo. La interpretación nace en nosotros, en cómo recibimos y procesamos el reflejo que nos devuelve.

Aceptamos el espejo y el otro como instrumentos que nos confrontan. Somos fragmentos de reflejos, tensiones entre lo que mostramos y lo que somos, multiplicidades que se cruzan sin cesar.

Cada mirada, cada gesto, cada reflejo añade una capa de sentido. La vida puede verse como un juego de espejos donde lo real y lo ilusorio conviven, donde cada reflejo nos enseña algo distinto de nosotros mismos.

Lo evidente no siempre es confiable. La claridad aparente esconde contradicciones, y el espejo nos obliga a sospechar de lo que parece seguro.

Nos recuerda también la temporalidad: cada rostro cambia, cada expresión se desvanece, cada instante es irrepetible. Lo que vemos nunca será igual, ni siquiera mañana.

Y sin embargo, seguimos buscándonos en el vidrio. Cada reflejo es un encuentro, cada mirada una oportunidad de reconocer fragmentos de nuestro ser disperso.

No se trata de encontrar una respuesta definitiva. Se trata de convivir con la pregunta, de aceptar que nuestra identidad nunca estará contenida en un solo reflejo, y que eso no disminuye nuestra existencia.

El espejo nos devuelve inquietud y presencia. Nos recuerda que somos más que lo visible, pero también que somos lo visible, y que entre esas dos dimensiones habita nuestra condición humana.

Al final, mirarnos es recordar que la vida no se reduce a la apariencia. Somos un cruce de reflejos, memorias y relaciones. El espejo no agota lo que somos, pero nos invita a seguir explorándonos.

Quizá lo esencial no sea definirnos ante el vidrio, sino aceptar la multiplicidad de reflejos que nos constituyen. En esa aceptación reside nuestra libertad y nuestra humanidad.

El espejo nos devuelve más que un rostro: nos devuelve la inquietud de existir, la paradoja de reconocernos y, sobre todo, la certeza de que somos siempre algo más que lo que se refleja.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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