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El velo de Maya

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 18 de Agosto del 2025 a las 12:04

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El pensamiento humano ha buscado siempre una clave para descifrar la realidad. Desde los sabios de Oriente hasta los filósofos de Occidente, la pregunta es la misma: ¿qué hay detrás de lo que vemos? El mundo se nos ofrece como algo inmediato, pero basta detenerse un instante para sospechar que quizá solo estamos ante un disfraz.

El hinduismo nombró a ese disfraz “Maya”: el velo de la ilusión que cubre la verdad última. Vivimos como espectadores de un escenario cuidadosamente montado, creyendo que los decorados son eternos, cuando en realidad son transitorios, frágiles, pasajeros. Lo sensible no es lo absoluto, sino apenas su reflejo.

He aquí la paradoja: confiamos en nuestros sentidos como si fueran jueces imparciales, cuando en verdad se parecen más a un mago de feria que distrae con luces y gestos. Vemos, tocamos, escuchamos y gustamos con total seguridad, pero cada estímulo puede ser engaño, ilusión o simple truco perceptivo. La certeza es una función teatral.

Platón lo intuyó con la alegoría de la caverna: hombres encadenados que solo conocen sombras y creen que son la realidad. Descartes dudó de todo lo percibido porque sabía que los sentidos nos engañan. Y las tradiciones orientales insisten: lo que llamamos mundo es apenas un sueño del que tarde o temprano despertamos.

Vivimos convencidos de que el color es real, aunque no sea más que una interpretación cerebral de longitudes de onda. Confiamos en la solidez de una mesa, sin recordar que está compuesta en su mayoría de vacío. Nuestra percepción, que creemos roca firme, es en verdad arena movediza disfrazada de certeza.

¿Y si lo que llamamos realidad no fuera más que un espejismo colectivo, una alucinación compartida que nos mantiene dentro de un mismo sueño? Esa posibilidad sacude porque pone en duda no solo el mundo exterior, sino la identidad misma. Lo que creemos ser puede estar igualmente sujeto al engaño de Maya.

En ese punto se abisma la conciencia: no solo dudamos de lo que está afuera, sino de lo que somos dentro. ¿Es el yo una entidad sólida o solo un destello pasajero dentro del gran escenario? Maya no engaña únicamente a los ojos, sino también al corazón y a la memoria.

He aquí el absurdo: buscamos la verdad con herramientas que ya están contaminadas por la ilusión. Queremos tocar lo eterno con manos hechas de sombra. Intentamos desvelar el misterio de la vida a través de un lenguaje que, por definición, está atrapado en símbolos, metáforas y reflejos.

Pero quizá el velo no sea un enemigo. Tal vez es necesario para que podamos habitar esta dimensión. Como una cortina que tamiza la luz, Maya impide que nos deslumbre lo absoluto. Si viéramos todo al desnudo, tal vez no podríamos soportarlo. La ilusión, entonces, se vuelve protección.

Schopenhauer retomó el concepto oriental y lo trajo a la filosofía occidental: el mundo como representación. Lo que vemos es apenas una proyección en la pantalla de la mente, mientras la voluntad, ciega e insondable, actúa detrás. El escenario es bello, pero no hay que confundirlo con lo real.

La vida cotidiana nos ofrece miles de ejemplos: el espejismo en el desierto, el arco iris que nunca se deja atrapar, el sueño que parece real hasta que despertamos. Cada uno de esos episodios es un recordatorio de que habitamos una frontera inestable entre lo real y lo aparente.

En el teatro griego, los actores llevaban máscaras para representar a los dioses o a los héroes. Nadie confundía máscara con rostro, pero la representación se vivía como verdad durante la función. Así también Maya: un juego escénico en el que participamos sin advertir del todo que es montaje.

La pregunta no es si existe el velo, sino qué hacemos con él. ¿Lo ignoramos, viviendo como si fuera lo único? ¿O intentamos atravesarlo para vislumbrar lo que se esconde detrás? La tensión vital está ahí: entre la comodidad de la ilusión y la angustia de la verdad.

Las religiones, los mitos y la filosofía nos han dado múltiples caminos para acercarnos al misterio. Algunos proponen la fe, otros la razón, otros la contemplación interior. Pero todos coinciden en señalar que lo visible no agota lo real. Hay siempre algo más allá, como música apenas audible tras un muro.

Si lo pensamos bien, también la memoria es un velo. Recordamos los hechos a medias, los reordenamos, los adornamos. El pasado se nos presenta como una película editada, no como ocurrió realmente. Y aun así, vivimos como si fuera una roca firme, cuando en realidad es un eco movedizo.

En la era digital, Maya se multiplica. Las redes sociales son un laboratorio perfecto de ilusión: mostramos versiones maquilladas de nuestra vida, consumimos realidades filtradas y terminamos atrapados en un espejo interminable. Vivimos más en la representación que en la experiencia inmediata.

Las pantallas funcionan como nuevos velos. La luz azul sustituye al sol, las notificaciones reemplazan a las campanas del tiempo. Creemos estar conectados, pero en el fondo nos alejamos de lo tangible. El engaño ya no es un mito oriental, sino la textura cotidiana de nuestras horas.

Podríamos decir que vivimos en un teatro de espejos: cada reflejo proyecta otro reflejo, y entre tantas imágenes cuesta encontrar lo sólido. La realidad se fragmenta en mil pedazos, y nosotros jugamos a armar un rompecabezas que nunca tendrá una imagen definitiva. Así opera Maya en lo moderno.

Algunas culturas hablan del “gran despertar”: un instante en que el velo cae y el mundo se muestra como realmente es. Pero, ¿qué pasaría si no hubiera tal despertar, sino un tránsito continuo de velos? Quizá lo real no esté detrás, sino en el mismo juego de ocultar y mostrar.

El sueño, por ejemplo, es otro escenario de Maya. Dormimos y creemos vivir, despertamos y creemos haber soñado. ¿Cuál de los dos estados es el verdadero? Tal vez ninguno, tal vez ambos. La frontera se disuelve y quedamos suspendidos en un territorio intermedio donde verdad e ilusión se abrazan.

Shakespeare escribió: “El mundo es un escenario y todos somos actores”. Esa metáfora resume la experiencia del velo: cada uno representa un papel, se lo cree, lo defiende, lo sufre. Pero tras bambalinas, el actor sabe que es más que su personaje. La verdad se insinúa detrás del disfraz.

Borges, maestro de laberintos, escribió sobre tigres soñados, bibliotecas infinitas y espejos engañosos. En todos sus relatos vibra la misma sospecha: la realidad es un tejido de ficciones, y el hombre está condenado a perderse en ellas. Maya, dicho con voz argentina, es literatura pura.

La ciencia también nos recuerda los límites de la percepción. La física cuántica habla de partículas que son ondas y de observadores que alteran lo observado. La neurociencia nos dice que el cerebro reconstruye la realidad a partir de señales incompletas. No vemos el mundo: vemos una versión útil de él.

Incluso el amor puede ser un velo. Nos enamoramos de una imagen idealizada, de un reflejo que proyectamos sobre el otro. Y cuando el velo cae, no siempre sabemos cómo amar lo que queda. La ilusión nos eleva, pero también nos expone a la caída más dura.

La política no escapa al juego. Los discursos se construyen como escenografías que ocultan intereses y maquillan verdades. Las masas creen en las sombras proyectadas, mientras detrás se mueven fuerzas invisibles. El velo, en este caso, no es solo metafísico: es también estrategia de poder.

En el arte, en cambio, el velo se convierte en revelación. La pintura, la poesía, la música no nos muestran la realidad tal cual, pero nos hacen intuir lo que late detrás. Maya, cuando se vuelve estética, nos ofrece una transparencia parcial: vemos el engaño, pero lo aceptamos porque nos ilumina.

La paradoja final es que quizá nunca podamos arrancar el velo del todo. Tal vez la ilusión es constitutiva de la vida misma. Pero reconocerlo ya es un paso: saber que vivimos entre apariencias nos permite no aferrarnos demasiado, no tomarnos tan en serio el teatro.

Lo importante no es huir del velo, sino aprender a atravesarlo con conciencia. Vivir sabiendo que todo es fugaz, que lo estable es ilusión, que la certeza es prestada. Esa lucidez nos hace más humildes, pero también más libres. La libertad nace de mirar la máscara sin confundirla con el rostro.

Cada cultura, a su modo, ha intentado tocar la verdad detrás de Maya. Unos la llaman nirvana, otros iluminación, otros simplemente sabiduría. Pero todos coinciden en que la vida cambia cuando descubrimos que el escenario no es la totalidad, sino apenas un umbral.

Tal vez no se trata de arrancar el velo, sino de rozarlo con cuidado, dejar que nos muestre su textura y aceptar que la belleza del mundo está precisamente en su fragilidad ilusoria. La realidad, como un telón, se abre y se cierra. Y nosotros, espectadores y actores, aprendemos a habitar la obra.

El velo de Maya no es prisión ni condena. Es invitación. Vivimos dentro de un misterio que se disfraza para que podamos jugar. Lo eterno se oculta para que lo mortal tenga sentido. Lo absoluto se pliega en ilusiones para que aprendamos a despertar poco a poco.

Al final, lo esencial quizá no sea romper el velo, sino aprender a mirar a través de él. Como quien toca una tela fina y percibe la vibración del aire detrás, así podemos intuir que lo que llamamos mundo no agota la realidad. Detrás del velo, un universo silencioso nos espera.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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