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El cerebro en una cubeta

Por: Ricardo Hernández El Día Sabado 16 de Agosto del 2025 a las 12:23

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Dicen que la realidad es aquello que no desaparece cuando dejamos de creer en ella. Sin embargo, hay quienes afirman que incluso eso podría ser una ilusión. Todo podría sostenerse en una compleja construcción que jamás percibimos como falsa.

El experimento mental del “cerebro en una cubeta” nos invita a cuestionarlo todo. Imagina que tu cerebro ha sido separado de tu cuerpo, colocado en un recipiente con fluidos nutritivos y conectado a una supercomputadora capaz de enviarle impulsos eléctricos idénticos a los de la vida real.

He aquí la paradoja: si no pudieras distinguir entre la realidad y la simulación, ¿qué sentido tendría hablar de una “verdad” objetiva? Lo que para ti es una vida auténtica podría no ser más que un programa perfectamente ejecutado.

Los filósofos llevan siglos intentando resolver este dilema con otras palabras. Descartes sospechaba de un “genio maligno” que podría engañarnos en todo. Hoy, ese genio bien podría ser una máquina. En cualquier caso, la duda persiste.

El problema es que confiamos demasiado en nuestros sentidos. Nos enseñan a creer en lo que vemos y tocamos, como si la percepción fuera una ventana transparente al mundo. Pero esa ventana bien podría dar a un paisaje pintado con absoluta precisión.

¿Y si no somos más que cerebros en cubetas, viviendo una simulación perfectamente diseñada, con recuerdos implantados, emociones programadas y futuros predeterminados?

Podríamos pensar que la tecnología actual todavía no ha llegado a ese punto, y tal vez sea cierto. Pero el experimento mental no necesita ser posible hoy para poner en crisis nuestras certezas más profundas.

Esa grieta crece cuando miramos a nuestro alrededor y notamos la fragilidad de lo que llamamos “realidad”. Una ilusión bien sostenida es indistinguible de la verdad para quien la vive. El engaño perfecto no deja huellas.

He aquí el absurdo: luchar por una vida auténtica sin saber si esa autenticidad es, en sí misma, otra ilusión impuesta por el sistema que nos contiene.

Desde esta perspectiva, todo se vuelve inquietante. El dolor, la alegría, la nostalgia, podrían ser simples patrones eléctricos. Nuestra identidad entera podría caber en un puñado de datos almacenados en una memoria artificial.

La noción de libertad también se tambalea. Una simulación perfecta podría incluir la sensación de elegir, aun cuando todas nuestras decisiones estén calculadas por un programa que nos supera. La libertad sería entonces una sensación, no un hecho.

Si aceptamos esa idea, la historia humana se vuelve un guion escrito por manos invisibles. Cada revolución, cada descubrimiento, cada amor, serían capítulos de un relato ya definido antes de que lo viviéramos.

En esa lógica, el dolor dejaría de ser un accidente y pasaría a ser un diseño. No habría tragedias fortuitas, sino funciones preestablecidas para moldear nuestras reacciones. El sufrimiento, incluso, sería una herramienta.

Pero lo más perturbador es que, incluso en una simulación, podríamos seguir sintiendo belleza. Un amanecer falso seguiría siendo hermoso si así lo percibimos. Tal vez la estética no dependa de la verdad, sino de la experiencia interna.

Esto lleva a un terreno incómodo: si lo que sentimos es real para nosotros, ¿importa su origen? ¿O la autenticidad de una emoción reside en su intensidad, aunque haya sido fabricada en un laboratorio mental?

Imaginemos que alguien decide desconectarnos. Para nosotros, sería como la muerte. Para ellos, apenas un apagado de sistemas. La fragilidad de nuestra existencia se reduciría a la fragilidad de un circuito.

La vida, entonces, no sería más que una secuencia de impulsos eléctricos interpretados como recuerdos, sensaciones y deseos. Todo cabría en el lenguaje frío de unos y ceros.

Sin embargo, incluso ese marco tecnológico no puede explicar por qué buscamos sentido. Aunque nada fuera “real” en términos absolutos, seguiríamos inventando significados, como si algo en nosotros se resistiera a aceptar la nada.

Es posible que esa búsqueda sea nuestro verdadero núcleo. No el cuerpo, no los sentidos, no los recuerdos, sino la obstinación por comprender y trascender, aun en un escenario diseñado para limitarnos.

Tal vez la cubeta sea solo una metáfora. No haga falta ningún recipiente ni computadora: tal vez ya vivimos en construcciones mentales, moldeadas por educación, cultura y lenguaje.

En ese caso, escapar de la cubeta sería tan difícil como escapar de nosotros mismos. Las paredes no serían de vidrio, sino de ideas profundamente arraigadas en nuestra mente.

Si esto es así, cada acto de cuestionamiento sería un golpe en esas paredes invisibles. No para derribarlas por completo, sino para recordar que existen.

Y quizá no se trate de huir, sino de habitar con lucidez la simulación que nos toque. Aceptar que, incluso si todo es una ilusión, podemos actuar dentro de ella con dignidad y sentido.

Porque si la libertad absoluta no es posible, siempre nos queda la libertad de cómo responder a lo que creemos vivir. Esa, al menos, no puede ser programada del todo.

En última instancia, la pregunta que queda flotando no es si estamos o no en una cubeta. La verdadera cuestión es qué hacemos con la experiencia que tenemos, sea cual sea su origen.

Si vivimos en una simulación, nuestra mayor victoria podría ser vivir como si no lo fuera, pero sin olvidar que podría serlo. Esa doble conciencia nos mantendría despiertos.

Tal vez, después de todo, el valor de la vida no dependa de su “realidad”, sino de la forma en que decidimos vivirla. Y si eso también fuera una ilusión… al menos sería la nuestra.

Porque incluso una vida imaginaria puede tener un sentido profundo si logramos que nuestros actos respondan a lo que amamos. Lo irreal no cancela el significado; lo redefine.

Así, el amor, la amistad, la esperanza, no serían menos valiosos por ser programados. Serían valiosos porque, al vivirlos, los hacemos nuestros.

Quizá la única verdad que podamos reclamar sea la intensidad con que nos entregamos a lo que creemos. Lo demás, sea real o simulado, se diluye en el misterio.

Y en ese misterio, tal vez, haya más libertad de la que sospechamos. Libertad para imaginar, para crear, para dejar huellas, aunque solo existan en una memoria artificial.

Si la vida es una simulación, entonces cada instante es un dato irrepetible. Y nosotros, cerebros en cubetas o no, somos los únicos capaces de dotarlo de sentido.

Al final, la cubeta podría ser tan vasta como el universo. Y, mientras no encontremos sus bordes, seguir caminando dentro de ella es, quizás, el acto más humano que nos queda.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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