El barco de Teseo en el ser humano
A lo largo de la vida, nuestro cuerpo y nuestra mente se transforman de manera constante. Las células mueren y se regeneran, las ideas cambian, los recuerdos se reorganizan. Lo que un día parecía inmutable, al siguiente puede parecer ajeno. Y, sin embargo, seguimos llamándonos por el mismo nombre, sintiéndonos un solo ser.
Podríamos pensar que hay un núcleo intangible que nos define, un centro que resiste a la erosión del tiempo. Pero al mirar más de cerca, descubrimos que ese supuesto núcleo es tan mutable como la carne que nos sostiene. Incluso las creencias que nos parecían eternas se desmoronan o se reinventan.
He aquí la paradoja: si todas nuestras partes cambian, si nuestros pensamientos y emociones son reemplazados una y otra vez, ¿qué nos permite decir que seguimos siendo la misma persona?
El dilema del barco de Teseo nos ofrece un espejo inquietante. En la leyenda, un barco sustituye sus tablas una a una hasta que ninguna pieza original queda. La pregunta es inevitable: ¿sigue siendo el mismo barco o es otro completamente distinto?
Trasladado al ser humano, el problema se vuelve más profundo. Nuestros cuerpos son reemplazados célula por célula, y nuestras experiencias nos reescriben mentalmente. Somos un flujo, no una roca. Y, sin embargo, nos aferramos a la idea de un “yo” constante.
¿Y si la identidad no fuera algo fijo, sino una narración que nos contamos para no perdernos en el río del cambio?
En este sentido, el yo no sería un objeto sólido, sino un relato en permanente edición. Cada capítulo puede contradecir al anterior, pero la historia sigue siendo “nuestra” porque nosotros la contamos.
Al aceptar esta idea, no estamos diciendo que la identidad sea una ilusión en el sentido más banal. Más bien, es una construcción frágil pero necesaria para navegar por la vida. Sin ese relato, seríamos fragmentos sueltos flotando en un mar sin coordenadas.
He aquí el absurdo: buscamos certezas sobre algo que, por definición, es cambiante e inasible.
Quizá la clave esté en dejar de buscar una esencia eterna y, en su lugar, abrazar la transformación como parte de lo que somos. Cambiar no significa dejar de ser, sino desplegar nuevas formas de ser.
En esta visión, la identidad se parece menos a un objeto y más a una melodía. Una canción puede variar su tempo, su armonía y su letra, pero sigue siendo reconocible porque mantiene un hilo conductor invisible.
Ese hilo conductor puede ser la memoria, aunque esta sea falible; puede ser la conciencia de que existimos; o simplemente, la sensación de continuidad que sentimos al despertar cada mañana, como si el sueño no hubiera roto la historia.
Pero la memoria también engaña. Olvidamos más de lo que recordamos y, aun así, creemos que somos la suma de lo vivido. Tal vez lo que nos mantiene unidos no sea la fidelidad a los hechos, sino la consistencia emocional de nuestro relato.
Es por eso que, cuando miramos una foto de hace veinte años, podemos reconocer a alguien que ya no existe y, a la vez, afirmar que ese alguien somos nosotros. Es una reconciliación entre el cambio y la permanencia.
En el fondo, lo que defendemos cuando hablamos de “ser uno mismo” es la coherencia de una historia, no la inmovilidad de una sustancia.
Aceptar esta realidad puede ser liberador. Nos permite cambiar de opinión, reinventarnos, sanar viejas heridas sin sentir que estamos traicionando un “yo” inmutable.
Pero también plantea una inquietud: si podemos cambiarnos hasta el punto de no parecer quienes fuimos, ¿qué nos impide perdernos del todo?
Tal vez la respuesta esté en la relación con los demás. Los otros actúan como testigos de nuestra historia, recordándonos fragmentos que podríamos olvidar. Sin ellos, la reconstrucción del yo sería mucho más incierta.
Sin embargo, depender de la mirada ajena para sostener la identidad puede ser un riesgo. Los demás también nos ven con sus propios filtros y distorsiones.
Esto nos lleva a un equilibrio delicado: necesitamos a los demás para construirnos, pero no podemos dejar que ellos dicten por completo quiénes somos.
Volviendo al barco de Teseo, podemos imaginar que no es solo un objeto, sino que también navega con una tripulación que lo reconoce. Aunque cambien las tablas, mientras haya alguien que lo llame por su nombre, seguirá siendo “el mismo”.
Quizá nosotros funcionamos igual: no importa cuántas piezas cambien, mientras mantengamos el relato y el reconocimiento, la identidad sobrevive.
Pero si el relato se rompe o si los testigos desaparecen, el barco podría quedar sin nombre, a la deriva, irreconocible incluso para sí mismo.
En este sentido, el cambio no es el enemigo de la identidad. El verdadero riesgo es el olvido total, la ruptura del hilo narrativo que nos conecta con lo que fuimos.
Esto explica por qué la pérdida de memoria, como en ciertas enfermedades, nos conmueve tanto: no es solo un deterioro físico, es la disolución del barco que hemos sido.
Aun así, incluso en esos casos, algo permanece. Un gesto, una emoción, una reacción ante la música o una voz conocida. Fragmentos que resisten la marea del cambio.
Esa resistencia nos recuerda que, aunque la identidad sea un relato, no es solo invención. Está anclada en la experiencia, en la materia, en la biología que también nos define.
Por eso, tal vez la pregunta no deba ser si seguimos siendo el mismo barco, sino si seguimos siendo capaces de navegar.
El viaje, más que el puerto, parece ser lo que sostiene la noción de identidad. Mientras haya travesía, hay historia; y mientras haya historia, hay un “yo” que la protagoniza.
Aceptar que somos como el barco de Teseo es aceptar que el cambio es inevitable, pero también que la continuidad no es una ilusión completa.
No somos las mismas piezas que hace años, pero somos el mismo viaje. Esa es nuestra forma de resistir la disolución.
Quizá ahí radique el consuelo: no importa cuántas veces nos reconstruyamos, siempre habrá un hilo que conecte nuestras versiones, y ese hilo, aunque cambie de color, sigue siendo nuestra vida.
Y tal vez, al final, la pregunta no sea si seguimos siendo los mismos, sino si seguimos siendo capaces de reconocernos en el reflejo que nos devuelve el mar.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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