La jaula mental
A veces la mente no es un refugio, sino un encierro invisible. No hay barrotes de hierro, pero sí pensamientos que se repiten hasta volverse paredes. No hay cerradura visible, pero sí un hábito de vivir siempre dentro del mismo esquema. Así, el cautiverio se confunde con la comodidad.
Creemos que pensamos libremente, pero muchas veces solo repetimos lo que nos han enseñado. Llamamos elecciones propias a lo que fue sembrado en nuestra infancia. Llamamos criterio a lo que aprendimos a defender sin haberlo cuestionado. Y todo eso lo confundimos con libertad.
He aquí la paradoja: cuanto más creemos ser libres, más obedecemos a patrones invisibles. El prisionero que ignora su encierro no busca salida. El pensamiento que no se reconoce limitado se jacta de su amplitud. Y así, el ego se convierte en carcelero.
En la jaula mental, los barrotes son creencias fijas. Cada una parece protegernos de lo incierto, pero al mismo tiempo nos impide descubrir lo desconocido. Nos acostumbramos tanto a su forma que tememos abrir la puerta, aunque esta no esté cerrada. La costumbre es un candado sin llave.
A veces basta una grieta para que entre la luz. Una conversación, un libro, un fracaso. La grieta no siempre libera, pero incomoda lo suficiente como para mirar más allá. Sin embargo, muchos prefieren taparla, no vaya a ser que el aire nuevo cambie el clima interior.
Y si la jaula no está fuera, sino dentro, ¿cómo escapar sin huir de uno mismo? ¿qué puerta abrir cuando el encierro es la forma en que pensamos? ¿de qué sirve correr si la prisión nos acompaña en cada paso? Tal vez no se trate de huir, sino de transformar.
El pensamiento puede ser un guardián celoso. Se disfraza de prudencia para impedirnos cruzar fronteras internas. Sus excusas suenan razonables: “No es el momento”, “No te arriesgues”, “Así son las cosas”. Pero detrás de esas frases, hay miedo.
El miedo es el alambre que refuerza los barrotes. No lo vemos, pero sentimos su presión cuando intentamos movernos. Cada vez que cedemos, el metal se endurece. Cada vez que lo enfrentamos, se oxida un poco. Y en ese desgaste silencioso empieza la libertad.
He aquí el absurdo: nos aferramos a las paredes que nos impiden crecer. Nos sentimos seguros en el espacio reducido que conocemos, aunque sepamos que más allá hay aire. Preferimos lo estrecho pero familiar, antes que el riesgo de lo ancho y desconocido.
A veces, la llave no es algo que se encuentre, sino algo que se fabrica. La paciencia y la duda son herramientas para limar el cerrojo. La curiosidad es la lima que desgasta el metal. Y el coraje, el impulso final para empujar la puerta.
Pero fabricar la llave no es tarea rápida. Hay que conocer bien el candado para abrirlo. Hay que entender de qué está hecho y por qué lo mantenemos cerrado. El autoanálisis no siempre es cómodo; abre heridas que preferimos olvidar. Sin embargo, es necesario.
El mundo exterior puede ayudar, pero no puede hacer el trabajo por nosotros. Podemos leer, escuchar consejos, viajar lejos. Todo eso es útil, pero si el interior no cambia, la jaula sigue viajando con nosotros. La verdadera fuga es interior.
El silencio es un maestro paciente. Cuando lo escuchamos, nos muestra la forma de los barrotes. Nos señala los rincones oxidados y las bisagras flojas. Nos recuerda que el ruido externo muchas veces es solo una excusa para no escucharnos.
Romper la jaula mental no siempre es un acto grandioso. A veces es tan simple como decir “no” donde antes decíamos “sí”. Como mirar una idea y atreverse a pensar lo contrario. Como abrir un libro que jamás habríamos considerado. La ruptura puede ser silenciosa.
Y en ese silencio, descubrimos que no estamos solos. Otros han roto barrotes similares. Sus cicatrices cuentan historias de encierros y liberaciones. Nos inspiran, no para imitarlos, sino para encontrar nuestra propia puerta.
La jaula mental tiene muchas formas: prejuicios, miedos, hábitos, certezas absolutas. Algunos barrotes se disfrazan de virtudes. Otros se camuflan de sentido común. Todos tienen algo en común: temen al cambio.
Pero el cambio es el aire que oxida las rejas. Llega sin pedir permiso, como una corriente inesperada. Puede asustar, pero también limpia. Abre ventanas donde antes solo había paredes. Y nos recuerda que el mundo es más grande que la celda que habitamos.
Aceptar el cambio no es garantía de libertad, pero sí es el primer paso. La libertad mental no se decreta, se construye día a día, con pequeñas grietas en la estructura. Cada duda bien sembrada es una palanca. Cada certeza cuestionada, un golpe al candado.
A veces no hay que derribar toda la jaula de golpe. Basta con dejarla sin techo para que entre la luz. Basta con un agujero por donde pase el viento. La mente necesita respirar para no pudrirse en el encierro.
Esa respiración es la curiosidad. Preguntar, explorar, probar. No por rebeldía, sino por amor a lo desconocido. La curiosidad no siempre libera, pero siempre expande. Y una mente expandida difícilmente regresa a su tamaño anterior.
Pero cuidado: la jaula puede reconstruirse. A veces, cuando nos sentimos libres, creamos otra prisión con nuevas ideas fijas. La mente humana es hábil para disfrazar el encierro con nombres nuevos. La vigilancia interior nunca termina.
Quizá la verdadera libertad no sea derribar todas las paredes, sino aprender a caminar entre ellas sin sentirnos atrapados. No dejar que definan nuestro horizonte. No permitir que nuestras propias ideas se conviertan en muros.
En ese sentido, la libertad es más un estado que un lugar. Es la forma en que habitamos nuestra mente, más que el paisaje que nos rodea. No es la ausencia de límites, sino la conciencia de que podemos cruzarlos cuando decidamos.
A veces, para encontrar esa libertad, hay que volver al inicio. Preguntarnos cuándo fue la primera vez que aceptamos un pensamiento sin cuestionarlo. Y decidir si aún queremos vivir con él o dejarlo ir.
Porque dejar ir un pensamiento puede doler tanto como perder una posesión querida. Nos hemos identificado con él, le hemos dado un lugar en nuestra historia. Pero la libertad exige renuncias.
Renunciar no siempre es perder. A veces es ganar espacio para lo nuevo. Es vaciar una habitación para que pueda entrar otra luz. Es permitir que la mente cambie de forma.
Y al cambiar, descubrimos que la jaula nunca fue tan fuerte como creíamos. Que sus barrotes eran más frágiles de lo que imaginábamos. Que lo único que los mantenía firmes era nuestro propio apego.
Quizá por eso, la última puerta se abre sola. No con esfuerzo, sino con la simple comprensión de que nunca estuvo cerrada. Y al cruzarla, entendemos que la jaula mental no era un lugar, sino una costumbre.
Y en ese momento, más que un triunfo, sentimos una calma. Porque la libertad no es huir de algo, sino volver a habitar la mente como un espacio abierto. Donde cada pensamiento puede entrar y salir sin convertirse en muro.
Entonces, más que romper la jaula, aprendemos a dejarla atrás. Y al mirar hacia atrás, ya no la vemos como enemiga, sino como maestra. Porque en su encierro aprendimos el valor de la apertura.
Y así, con cada paso fuera, recordamos que toda libertad verdadera empieza en silencio, crece en conciencia y se mantiene en vigilancia. Porque la jaula mental siempre intentará reconstruirse, pero ahora sabemos que podemos salir.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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