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El vértigo de mirar al abismo

Por: Ricardo Hernández El Día Jueves 07 de Agosto del 2025 a las 09:03

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No todos los abismos son físicos. Algunos se abren dentro de nosotros, sin tierra ni borde. Los más temibles no tienen fondo, solo un eco que nos devuelve nuestra propia voz. Mirar al abismo no es mirar hacia afuera: es asomarse a lo que uno evita, a lo que duele, a lo que no sabemos nombrar.

El abismo no es amenaza exterior, sino una grieta interna. No se trata de caer, sino de reconocer el lugar donde tambaleamos. Nos asusta la desnudez que revela. Nos asusta, sobre todo, no poder huir de lo que muestra.

He aquí la paradoja: no es el abismo lo que aterra, sino la posibilidad de habitarlo. Porque hay algo de atracción en el vacío, un llamado oscuro que no viene de fuera, sino de una parte silenciada en nosotros.

Muchos retroceden ante el borde. Otros se paralizan. Y algunos, los más locos o los más lúcidos, se quedan. No para saltar, sino para comprender. Para saberse vulnerables, sin más armaduras que su temblor.

El vértigo no es miedo a la altura, sino conciencia del precipicio interior. Es el estremecimiento de quien ha llegado al límite y empieza a preguntarse qué hay más allá de todo lo conocido.

¿Y si el abismo no es una amenaza, sino una posibilidad…? ¿Y si el vértigo no es un síntoma de debilidad, sino una forma de lucidez? ¿Y si mirar al vacío fuera el primer paso para reencontrarse?

El vértigo comienza cuando uno deja de aferrarse. Cuando ya no sirven los discursos, ni las justificaciones, ni las máscaras. Y el alma, desnuda, tiembla frente al eco de su propia voz.

El abismo no es otra cosa que la ausencia de certezas. Ese lugar donde lo que dábamos por hecho se desmorona. El borde de uno mismo. El umbral entre lo vivido y lo que aún no nace.

He aquí el absurdo: el abismo, lejos de devorarnos, puede también sostenernos. Porque al mirarlo de frente, descubrimos que no es una fuerza externa lo que amenaza, sino el miedo a ver lo que somos.

Quizá por eso el vértigo no debe temerse, sino escucharse. Es el lenguaje de lo más hondo. Una sacudida del alma que anuncia una verdad. El temblor que precede al despertar.

No hay claridad sin vértigo. No hay salto sin duda. No hay profundidad sin el estremecimiento de mirar hacia lo incierto. Solo en los bordes uno recuerda que está vivo.

Vivimos huyendo del abismo. Tememos pensar demasiado, sentir demasiado, elegir demasiado. Porque cada pensamiento profundo se parece a un salto. Y cada elección libre nos arranca de la tierra firme.

A veces basta una palabra para abrir un abismo. Un gesto, una ausencia, una pregunta demorada. El vértigo llega cuando se quiebra la continuidad, cuando la superficie ya no puede sostenernos.

Nos educan para no mirar. Para seguir rectos, sin distraernos con lo que nos duele. Pero hay momentos en que el borde nos encuentra, y entonces ya no hay regreso posible.

Hay quienes prefieren seguir dormidos, mantenerse lejos del filo. Pero algunos aprenden a danzar sobre él. A no temer su eco, a no huir de su sombra. A habitar la fragilidad como un espacio sagrado.

El vértigo es también un maestro. Nos dice que algo dentro de nosotros está por romperse o por nacer. Nos obliga a detenernos, a dejar de fingir, a escucharnos con radical honestidad.

El abismo está en lo que no decimos. En lo que pensamos antes de dormir. En lo que callamos cuando alguien nos pregunta cómo estamos. Es ahí donde comienza el temblor.

No todos los vértigos son señales de caída. Algunos anuncian transformación. Porque en el fondo del abismo no siempre hay ruina: a veces hay claridad. Una forma nueva de mirar la vida.

Quien ha sentido el vértigo y ha permanecido en pie, ya no vuelve a ser el mismo. Porque ha tocado la intemperie de sí mismo. Porque ha mirado su sombra sin apartar la mirada.

Hay belleza en el borde. Pureza en el temblor. Solo en el abismo desaparecen las máscaras. Allí no hay “yo debería”, solo “yo soy”. Allí no hay ficción, solo verdad.

Mirar al abismo no es renunciar. Es preguntarse si uno quiere seguir viviendo a medias. Es dejar de fingir que no pasa nada. Es dejar que lo verdadero hable.

Quien se atreve a mirar, ya ha dado un paso. Quien se queda un poco más, quizá comience a comprender. Y quien vuelve del borde, nunca regresa igual.

Porque el abismo no da respuestas, pero hace las preguntas correctas. Y el vértigo no es enfermedad, sino despertar. Una advertencia de que algo dentro de nosotros pide nacer.

Tal vez no haya que evitar el vértigo. Tal vez haya que habitarlo. Como quien se asoma al misterio sin exigir certezas. Como quien camina hacia sí mismo sin más mapa que su temblor.

Solo así el abismo deja de ser amenaza y se vuelve posibilidad. Solo así el temblor se transforma en decisión. Solo así, mirando hacia abajo, comenzamos a elevarnos.

Quien habita el vértigo aprende a confiar en lo incierto. No porque tenga garantías, sino porque ha descubierto que la rigidez es más peligrosa que el riesgo. La vida se vuelve más plena cuando se renuncia al control. La libertad comienza donde termina la pretensión de certeza.

El borde nos obliga a soltar lo superfluo. Nos empuja a dejar las versiones que ya no nos contienen. Lo que no sirve cae, lo que pesa se quiebra. Solo lo esencial permanece. Solo lo verdadero atraviesa la intemperie.

El vértigo no es una debilidad, sino una señal de profundidad. Lo siente quien se ha atrevido a mirar dentro. Lo padece quien ya no puede vivir de apariencias. El vértigo es la honestidad temblando en la garganta.

Hay que mirar el abismo sin apuro. Sin esperar respuestas inmediatas. Como quien contempla un lago oscuro en medio de la noche. Como quien respira hondo antes de cruzar una puerta que no se abrirá dos veces.

A veces, el abismo nos habla con silencios. No con ideas, sino con vacíos. No con certezas, sino con estremecimientos. Hay que aprender a escucharlo con el cuerpo, con la piel, con la presencia.

No se trata de romantizar el vértigo, sino de entender su función. No viene a destruirnos, sino a despertarnos. Es una invitación radical a vivir con mayor conciencia. A mirar sin anestesia, a sentir sin evasión.

Solo quien ha temblado profundamente sabe lo que es estar de pie con humildad. El vértigo deja cicatrices invisibles, pero también una mirada más honda. Más sobria. Más compasiva.

Y cuando el alma regresa del abismo, lo hace distinta. No mejor, no más fuerte, simplemente más real. Ya no necesita convencer a nadie. Ya no teme su sombra. Ha aprendido a caminar con ella.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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