La razón como máscara del miedo
Nos enseñaron a confiar en la razón como el más alto peldaño del espíritu. Nos dijeron que el pensamiento claro nos alejaría del error, del dolor, de la locura. Aprendimos a ordenar el mundo como si cada cosa pudiera tener su sitio, su explicación y su porqué. Y así, entre certezas, construimos la idea de que pensar nos haría libres.
Pero en el fondo de ese pensamiento brillante, habita una sombra que rara vez miramos de frente. Detrás de cada razonamiento hay un impulso primitivo, una sacudida emocional que intenta disfrazarse de lógica. Pensar nos hace sentir seguros. Nos aleja, aunque sea por poco, del vértigo.
He aquí la paradoja: usamos la razón para protegernos del miedo, pero nos da miedo aceptar que es solo eso: una protección. Lo racional aparece cuando todo dentro tiembla. Argumentar es una forma de levantar murallas. Y sin embargo, nada tan humano como eso: disfrazar de inteligencia lo que en el fondo es puro temblor.
A menudo justificamos decisiones que ya están tomadas en lo profundo. Decimos que fue “lo lógico”, “lo más sensato”, “lo racional”. Pero lo que hubo antes fue miedo. Miedo al rechazo, miedo al dolor, miedo al cambio. Razonamos después de haber sentido. La inteligencia llega siempre tarde.
Hay quienes no entienden por qué los filósofos le dan tantas vueltas a una idea. Por qué se preguntan cosas que no tienen respuesta. Quizá porque esas preguntas sin salida nos permiten no tocar el fondo real del abismo. La razón da vueltas, pero rara vez desciende. Nos mantiene en la superficie del vértigo.
Y si todo pensamiento no fuera más que una estrategia de defensa, ¿qué queda del pensamiento mismo? ¿Si razonamos para no sentir, la inteligencia es una fuga o una cárcel de lujo? Tal vez no somos tan racionales como creemos. Tal vez lo que nos mueve no es el entendimiento, sino el temor a no entender.
Pensar es noble, pero pensar para huir del miedo es otra forma de disfraz. Razonar es vital, pero razonar para no sentir es una estrategia peligrosa. Porque un día la emoción reprimida toca la puerta. Y no hay teoría que la detenga. Lo sentido no negocia.
El miedo no es irracional. A veces es más real que cualquier argumento. Pero lo escondemos. Le damos nombres suaves. Lo convertimos en cálculo. En estrategia. En plan de vida. Y así, sin darnos cuenta, el miedo dirige el timón, mientras nosotros jugamos a ser capitanes racionales.
He aquí el absurdo: adoramos la razón como si fuera un dios, pero la usamos como se usa una venda. La envolvemos en palabras elegantes, en conceptos brillantes, en teorías exquisitas. Pero lo que esconde no es luz, sino temblor. Lo que protege no es sabiduría, sino una fragilidad disfrazada de rigor.
Pensar es como encender una linterna en la oscuridad. Pero no elimina la noche. Solo la aplaza. Solo la dibuja con sombras más definidas. Hay un alivio en aferrarse a ideas claras. A fórmulas. A planes. Pero eso no es libertad, es estrategia.
Nombrar lo que duele es una forma de sujetarlo. Decir "esto es ansiedad" tranquiliza más que sentir simplemente el miedo. Decir "esto es pérdida", "esto es frustración", da una ilusión de control. Pero ¿y si solo estuviéramos nombrando para no hundirnos? ¿Y si el lenguaje fuera un salvavidas más?
Lo racional a veces no es el origen de nuestras decisiones, sino su coartada. Decidimos desde el miedo, desde el deseo, desde la herida. Luego argumentamos. Luego decoramos. Decimos que lo pensamos bien. Pero en verdad solo lo disfrazamos bien.
Hemos convertido la razón en juez. En árbitro. En salvavidas. Pero también la hemos convertido en celda. ¿Cuántas veces hemos silenciado lo que sentimos por no saber cómo explicarlo? ¿Cuántas veces lo racional ha sido la excusa perfecta para no arriesgar, para no amar, para no caer?
Los niños no razonan: sienten. Los animales no razonan: huelen, intuyen, corren o se detienen. El ser humano inventó la razón como quien inventa un refugio. No porque no haya tormentas, sino porque hay demasiadas. La razón nace del miedo a quedar expuestos a lo real.
La lucidez no está en acumular ideas. Está en saber cuándo el pensamiento está al servicio del miedo. Saber cuándo la mente está funcionando como una coraza. Darnos cuenta de que hay verdades que no se piensan: se sienten. Y no por eso dejan de ser menos profundas.
Pensar todo es como mirar el mar desde la orilla. Razonar todo es evitar mojarse. Y hay momentos que solo se entienden cuando uno se lanza al agua. Cuando el cuerpo tiembla. Cuando no hay más lógica que el oleaje. Y ahí, solo ahí, se siente de verdad.
El conocimiento nos sirve, pero no nos salva. Nos da herramientas, pero no sentido. Nos permite explicar por qué lloramos, pero no impide el llanto. Pensar es importante, sí. Pero pensarlo todo puede volverse una manera elegante de no vivir nada del todo.
Hay una forma de valentía que no consiste en pensar, sino en callar. En no tener respuestas, en mirar de frente la tormenta sin intentar explicarla. Es ahí donde la razón se queda corta, donde el lenguaje se disuelve. Y sin embargo, también ahí comienza otra forma de sabiduría: la de no huir.
A veces la mente es ruidosa no porque busca respuestas, sino porque quiere acallar preguntas. Porque el silencio, ese silencio donde uno se encuentra con lo que duele, se vuelve insoportable. Así, pensar mucho es una forma de no escucharse. O de distraerse de uno mismo.
La racionalidad nos da un marco, pero la vida siempre rebasa los marcos. Amamos con contradicciones. Elegimos sin certeza. Creemos sin pruebas. Dudamos de lo evidente. La razón es un mapa, pero no el territorio. Nos orienta, sí, pero no nos transporta.
Hay personas que viven encerradas en su propia lógica. Nunca hacen nada que no puedan explicar. Nunca dicen nada que no hayan calculado. Pero se les nota el cansancio. Se les nota el vacío. La vida entendida no es necesariamente una vida vivida.
Una emoción negada no desaparece: se disfraza. Se cuela en gestos, en palabras, en decisiones. Muchas veces lo racional no es otra cosa que lo emocional bien disfrazado. Un dolor bien argumentado. Un deseo escondido detrás de una fórmula elegante.
Nos volvimos expertos en explicar, pero torpes para sentir. Ingeniosos para pensar, pero lentos para perdonar. Hábiles con ideas, pero torpes con el alma. Y mientras más nos protegemos con razones, más le tememos al simple acto de estar vulnerables.
Hay momentos en que la razón estorba. Cuando alguien sufre, no necesita razones: necesita presencia. Cuando alguien ama, no necesita explicarse: necesita entregarse. Y cuando alguien se rompe, no necesita un análisis: necesita ternura.
Lo más profundo en la vida no se puede entender. Se toca. Se intuye. Se vive. No hay teoría que explique un suspiro. Ni lógica que abarque una lágrima. Las cosas más verdaderas no necesitan ser entendidas. Solo necesitan ser habitadas.
Hay días en que pensar es útil. Pero hay otros en que lo mejor que uno puede hacer es rendirse. No ante el caos, sino ante la verdad de que no todo se puede ordenar. Aceptar que el corazón no sigue reglas. Que el alma no responde a ecuaciones.
Razonar puede ser un puente, pero no siempre lleva a casa. A veces solo da vueltas. A veces solo aleja. No toda pregunta necesita respuesta. No toda emoción necesita explicación. A veces basta con sentir. Y quedarse ahí. Respirando. Viviendo.
Los grandes cambios no vienen siempre de grandes ideas. A veces vienen de pequeños silencios. De decisiones que no se explican, pero se sienten. De pasos que no se entienden, pero se dan. La razón se convence. El alma, en cambio, se mueve.
Nos cuesta aceptar que no todo tiene sentido. Que hay cosas que duelen sin razón. Que hay amores que acaban sin motivo. Que hay pérdidas que no se entienden. Pero eso también es la vida. Y vivirla exige más valentía que comprenderla.
Ser racional no es malo. Pero ser únicamente racional, sí. Porque nos empobrece. Nos vuelve espectadores de nuestra propia vida. Nos convierte en narradores, no en protagonistas. Y estamos aquí para sentir, no solo para explicar.
Tal vez haya que pensar menos y escuchar más. Escuchar al cuerpo. Al suspiro. A la angustia que no encuentra palabras. Escuchar lo que no dice la mente, pero que el alma grita. Porque a veces la única verdad es la que no se puede nombrar.
Detrás del impulso de entenderlo todo, suele haber un miedo a perder el control. Pero el control es un espejismo. Lo que importa no se controla. Se abraza. Se acompaña. Se deja ser. Y eso, aunque suene simple, es lo más difícil.
Pensar es importante. Pero más importante es vivir. Y vivir de verdad implica abrazar lo que no entendemos. Aceptar lo que no podemos controlar. Honrar lo que sentimos, aunque no sepamos explicarlo. Y seguir caminando, sin necesidad de razones.
A veces la verdadera inteligencia está en saber cuándo detenerse. Cuándo callar. Cuándo dejar de pensar. Cuándo rendirse con dignidad ante el misterio. Porque hay preguntas que no se responden, pero que nos transforman al hacérnoslas.
Quizá no se trata de elegir entre pensar o sentir. Sino de aprender a pensar desde el corazón. Y sentir con la mente abierta. De usar la razón no como escudo, sino como puente. No como refugio, sino como forma de volver al mundo más humanos.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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