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La identidad como construcción imaginaria

Por: Ricardo Hernández El Día Jueves 31 de Julio del 2025 a las 10:15

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La identidad parece sólida. Un nombre, una historia, un rostro que se refleja cada mañana en el espejo. Y, sin embargo, hay algo inestable en todo eso. Porque somos distintos según el lugar, la compañía, la hora del día. No hay un “yo” idéntico al de ayer, ni uno que garantice ser el mismo mañana.

Los gestos aprendidos de la infancia, las frases que repetimos sin pensar, las ideas que absorbimos sin saber de dónde vinieron… ¿de verdad son nuestras? Nos definimos como si fuéramos obra terminada, pero lo cierto es que estamos en constante edición. A veces incluso escrita por otras manos.

He aquí la paradoja: lo más íntimo que creemos poseer —la identidad— no nos pertenece del todo, porque se va formando con retazos ajenos. Actuamos en el teatro social con la convicción de ser “auténticos”. Pero ¿quién nos enseñó esa autenticidad? ¿Qué parte de nosotros es verdaderamente original?

Lo más íntimo se parece sospechosamente a lo que otros dijeron que debíamos ser. La voz interior no siempre es tan nuestra como suponemos. Vivimos explicándonos. Haciendo listas de gustos, creencias, afectos. Como si esas etiquetas fueran suficientes para decir quiénes somos.

Pero el problema no es solo que cambiemos, sino que incluso lo que recordamos de nosotros mismos está filtrado por la memoria —caprichosa, selectiva, imaginativa. A veces creemos tener claridad sobre lo que nos define, pero basta una crisis, una pérdida o una traición para que se desmorone todo.

¿Y si no fuéramos más que un personaje que otros van esculpiendo en nuestra carne, mientras creemos ser los autores de nosotros mismos? La identidad no es un lugar donde se habita, sino un trayecto sin mapa. Un relato que se va escribiendo a medida que se camina. Y, sin embargo, necesitamos esa ficción para no desintegrarnos.

El relato de quiénes somos nos da una estructura, aunque sea endeble. No somos el “yo” que describimos, sino el acto de narrarnos constantemente. Una especie de autor que va improvisando el argumento. A veces esa narrativa es generosa. A veces, tiránica.

Nos obliga a mantener un personaje, aunque ya no nos quepa el disfraz. Hay personas que viven atrapadas en versiones de sí mismas que ya caducaron. Otros, simplemente dejan de contar su historia. ¿Es posible vivir sin identidad? Tal vez no. Pero quizá se puede vivir sin aferrarse a una sola.

He aquí el absurdo: cuanto más tratamos de afirmarnos como individuos únicos, más dependemos del reconocimiento ajeno para existir. Aceptar que somos muchos a la vez: el que fuimos, el que otros creen que somos, el que aún no ha despertado. Hay algo liberador en reconocer que no tenemos una esencia fija.

Somos más bien un proceso abierto. Y como todo proceso, hay errores, giros inesperados, capítulos que preferimos no releer. Pero también hay espacio para la transformación, para dejar de fingir ciertas versiones y abrirle paso a otras más honestas.

No se trata de saber quién soy, sino de atreverme a cambiar la pregunta: ¿quién estoy siendo ahora? Porque lo peligroso no es no saber quién soy, sino pretender que ya lo sé para siempre. Las certezas sobre la identidad suelen volverse jaulas. La duda, en cambio, abre puertas.

No todos pueden tolerar esa incertidumbre. Por eso hay tantos fanatismos: son refugios ante el vértigo de no saber quién se es. Pero hay belleza en ese vértigo. Porque solo quien se pierde, puede encontrarse de otra manera. Hay días en los que uno no se reconoce.

Días en los que el espejo parece mostrar a un extraño. No hay que huir de eso. A veces, lo más honesto, es decir: “no sé quién soy… pero estoy en ello”. Y permitir que ese “en ello” sea una forma de vivir, no una etapa a superar.

Porque no somos una identidad, sino un intento. Una búsqueda. Una historia siempre en reescritura. Tal vez eso sea lo más verdadero que podamos decir de nosotros mismos.

No hay un yo verdadero esperando a ser descubierto. Hay muchos yoes posibles esperando ser vividos. Y en medio de esa pluralidad, uno puede descansar un poco: sin máscaras definitivas, sin nombres tallados en piedra.

Algunos se definen por lo que hacen. Otros, por lo que piensan. Hay quienes son lo que aman o lo que perdieron. Cada identidad es una mezcla de elecciones y accidentes, de lealtades invisibles y olvidos necesarios.

A veces creemos ser lo que decimos, pero nuestras acciones nos contradicen. Otras veces, somos más fieles a quienes fuimos que a quienes deseamos ser. Hay un tirón hacia atrás en la memoria que no siempre deja avanzar.

Las heridas también forman parte del relato. Las negamos, pero ahí están, modelando nuestra voz, nuestra postura, nuestras defensas. Ser uno mismo no es una conquista, es un campo de batalla donde a veces ganamos y otras, simplemente resistimos.

La sociedad pide que seamos coherentes. Pero ¿cómo serlo si lo humano es cambio? ¿Qué sentido tiene vivir si no podemos desmentirnos, reinventarnos, transformarnos? La identidad fija es cómoda… pero está muerta.

Nacemos sin nombre, sin ideas, sin un yo. Luego nos van poniendo etiquetas: niño bueno, niña inteligente, rebelde, tímido, fuerte, débil. Cada palabra se queda flotando en nosotros y a veces termina siendo destino.

Quizás el verdadero acto de libertad sea desafiar esas etiquetas. Decir: “yo no soy eso que tú dijiste que era”. Y comenzar a escribir un nuevo capítulo con tinta propia, aunque tiemble la mano.

Hay quienes se aferran tanto a lo que fueron que ya no pueden cambiar. Viven con miedo de perderse a sí mismos, sin notar que ya están perdidos en un molde viejo. Romper la forma puede doler, pero también libera.

A veces hace falta desaprenderse. Olvidarse un rato de uno mismo. Callar el relato, suspender la explicación. Solo así aparece una identidad más real: aquella que no busca validación sino presencia.

Lo que somos no está solo en la cabeza ni en los papeles ni en las redes. Está en cómo tratamos a los demás, en las decisiones pequeñas, en las renuncias silenciosas. En el modo en que miramos y somos mirados.

No hay identidad sin otredad. No se puede ser sin los otros. Lo que creemos ser también depende de cómo el mundo nos reconoce, nos nombra, nos espera o nos rechaza. El yo es una negociación constante.

Y, sin embargo, hay algo que resiste en medio de todas las máscaras. Una semilla indescifrable. Una sensación de ser que no se puede explicar, pero que nos acompaña en silencio cuando todo lo demás se cae.

Eso que queda cuando uno se derrumba. Eso que observa incluso el derrumbe. Tal vez ahí haya algo más verdadero que el nombre, que la historia, que la imagen. Algo que no se puede poseer, pero que nos sostiene.

No sé si se llama alma, conciencia o simplemente vacío. Pero a veces, en la soledad más honda, uno lo percibe. Y no hace falta entenderlo. Basta con saber que está. Y que no necesita definirse.

Entonces, quizá no se trata de encontrar la identidad correcta, sino de soltar la obligación de tener una. Dejar de preguntarse quién soy, y empezar a vivir con la belleza de no saberlo.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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