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La obediencia del pensamiento

Por: Ricardo Hernández El Día Miercoles 30 de Julio del 2025 a las 10:32

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El pensamiento suele ser presentado como el emblema máximo de la libertad. Pensar, nos dicen, es ser uno mismo. Pero incluso eso puede estar condicionado por fuerzas invisibles. Tal vez no pensamos tanto como creemos.

Desde pequeños se nos enseña a razonar, pero también a obedecer. Ambas cosas pueden convivir sin estorbarse. El problema aparece cuando dejamos de distinguir entre pensar y repetir. La línea entre juicio y costumbre es delgada.

He aquí la paradoja: creemos que pensar es un acto de libertad, pero muchas veces no hacemos más que repetir lo que otros ya pensaron por nosotros. La mente puede ser obediente incluso cuando se siente libre. La obediencia intelectual suele venir disfrazada de autonomía.

A menudo creemos estar ejercitando el juicio cuando en realidad solo estamos repitiendo el eco de otros. Pensamos lo que aprendimos, lo que nos dijeron, lo que conviene pensar. La autonomía se vuelve una ilusión bien disfrazada.

Es normal obedecer ciertas ideas. Hay pensamientos que protegen, que ordenan, que ofrecen sentido. Pero el pensamiento que nunca se revisa puede volverse una jaula. Pensar sin cuestionar es obedecer con elegancia.

¿Y si la verdadera libertad no consiste en pensar distinto, sino en saber cuándo estamos pensando por costumbre? ¿Y si las ideas más peligrosas no son las falsas, sino las que nadie se atreve a discutir? ¿Y si el pensamiento también se cansa?

No es fácil detectar la obediencia mental. No viene con uniforme ni se impone con látigo. Se cuela en el lenguaje, en las opiniones compartidas, en la necesidad de pertenecer. Pensar diferente es costoso.

El precio es la incomodidad, el aislamiento, la sospecha. Y, sin embargo, sin ese precio no hay pensamiento verdadero. Todo lo demás es repetición disfrazada de certeza. Pensar es también un acto de valor interior.

He aquí el absurdo: incluso nuestras rebeldías pueden ser obedientes. Incluso la crítica puede ser la forma más cómoda de seguir la corriente. No todo inconforme es libre. No todo libre ha aprendido a dudar.

Hay quien cambia de ideas sin cambiar de sumisión. Se va de un extremo a otro, pero sigue repitiendo lo que otros piensan. La desobediencia superficial es apenas una forma más de obedecer sin notarlo.

El pensamiento libre no grita. No necesita imponerse ni ganar. Más bien se retira, se observa a sí mismo, se interroga. Y en ese silencio incómodo encuentra su dignidad.

Pensar no es solo argumentar. Es también desaprender, desarmarse, renunciar a tener siempre la razón. Pensar con libertad es exponerse al vacío de no saber.

Porque la ignorancia asumida es más honesta que la certeza impostada. Y a veces, una sola duda vale más que cien respuestas automáticas.

Hay quienes piensan para defenderse. Otros piensan para descubrir. Los primeros construyen fortalezas. Los segundos se lanzan al mar abierto.

Las ideas más profundas son las que duelen. No porque sean agresivas, sino porque nos obligan a soltar aquello que ya habíamos hecho parte de nosotros.

Algunas ideas nos sostuvieron durante años. Otras nos anestesiaron. Las más peligrosas fueron las que jamás nos atrevimos a revisar. Porque eran sagradas, intocables, cómodas.

Pensar desde uno mismo no es pensar contra los demás. Es pensar con honestidad, sin escudos, sin copiar posturas. Es vivir en examen constante.

La conciencia que se interroga no necesita enemigos. Basta con su propia inquietud para seguir moviéndose. La mente libre no se asienta, respira en el cambio.

La obediencia del pensamiento es dulce. Es segura. Nos hace sentir parte del grupo. Nos evita el ridículo, la burla, el rechazo. Pero también nos vacía.

Pensar diferente exige valor. Exige la posibilidad del error. La humillación de descubrir que estabas equivocado. Y, aun así, volver a pensar.

¿Y si el mayor acto de libertad no fuera elegir ideas nuevas, sino desprendernos de las viejas con humildad? ¿Y si pensar bien fuera, al final, un ejercicio de desapego?

Porque no somos las ideas que sostenemos. Somos la forma en que las examinamos, las dejamos ir, las dejamos transformarse. El pensamiento libre no es un dogma, es un río.

Y si somos río, fluimos. Dudamos. Nos contradecimos. Y aprendemos. No para ser originales, sino para ser verdaderos. Aunque duela. Aunque nos deje solos.

El pensamiento no necesita seguidores. Necesita silencio. Un silencio activo, donde la conciencia se permita no entender, no dominar, no concluir antes de tiempo.

Obedecer sin saberlo es la forma más común de esclavitud. Pero incluso esa esclavitud puede romperse. Basta con detenerse y mirar hacia adentro.

No todo pensamiento autónomo es rebelde. A veces, es manso, discreto, pero profundamente libre. Porque no necesita gritar para saberse suyo.

Lo más valiente no es pensar distinto. Es pensar de verdad. Aunque eso implique quedarse sin certezas por un tiempo. Aunque implique empezar de nuevo.

Y si empezamos de nuevo, que no sea para repetir, sino para crear. Para habitar el pensamiento como un territorio que no se posee, sino que se recorre con humildad.

El pensamiento libre no se impone. Se cultiva. Se cuida. Se sostiene en la duda fértil, en la apertura constante, en la disposición a cambiar de piel.

Así, pensar se vuelve una forma de verdad. No una verdad fija, sino viva. No una trinchera, sino una búsqueda. Y ahí, quizás, comienza la auténtica libertad.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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