El ego disfrazado de liderazgo
Vivimos en una época que idolatra al líder como si fuera una figura mítica. Se nos repite desde pequeños que debemos destacar, sobresalir, ser los primeros. Pero rara vez se nos enseña a mirar el costo de esa carrera.
El liderazgo se ha convertido en un disfraz aceptable del ego. Decir “quiero ser líder” es más cómodo que decir “quiero que me admiren”. Hay quien no busca servir, sino brillar. Hay quien no guía, solo necesita un escenario.
He aquí la paradoja: cuanto más se persigue el liderazgo por reconocimiento, menos liderazgo verdadero hay. El deseo de guiar a otros se vuelve, en muchos casos, un modo refinado de alimentar la vanidad.
Se nos enseña que ir adelante es lo correcto. Que quien llega primero tiene la razón. Que quien habla más fuerte debe ser escuchado. Pero el volumen no es sabiduría. Y la prisa no es profundidad.
A menudo, los que van más rápido no saben a dónde van. Corren por miedo a quedarse solos. Corren para no mirar hacia adentro. Corren porque la quietud los haría enfrentarse a su vacío.
¿Y si el verdadero liderazgo no consistiera en sobresalir, sino en saber acompañar? ¿Y si guiar no fuera imponerse, sino abrir caminos en silencio? ¿Y si no se tratara de llegar primero, sino de llegar consciente?
El ego quiere visibilidad, aplauso, control. El liderazgo auténtico busca presencia y responsabilidad. El ego exige, el liderazgo escucha. El ego se adelanta, el liderazgo espera. El ego brilla, el liderazgo sostiene. El ego domina, el liderazgo comparte.
Muchos quieren liderar para evitar sentirse invisibles. Lideran porque no soportan no tener razón. Lideran porque creen que sin seguidores no son nada. Lideran, pero no saben amar.
He aquí el absurdo: admiramos a los que gritan “síganme”, pero no escuchamos a quienes susurran “estoy contigo”. Ponemos al frente al que alza la voz, no al que sabe sostener el silencio.
Cuántas veces confundimos liderazgo con arrogancia. Con protagonismo. Con dominio. Nos venden la idea de que para valer hay que destacar. Pero el alma no crece desde la cima, sino desde la raíz.
Hay quienes guían sin decirlo. Quienes lideran sin necesidad de aplausos. Quienes sostienen a otros desde atrás, sin figurar. Esos son los que verdaderamente transforman.
El liderazgo auténtico es una forma de humildad. No se trata de tener la última palabra, sino de hacer las preguntas correctas. No de dar órdenes, sino de dar ejemplo. No de subir, sino de bajar con otros.
Muchos de los grandes líderes de la historia no buscaron serlo. Gandhi no gritó, pero su silencio cambió imperios. No eran los primeros en la fila, pero sí los más humanos.
Pero en este mundo apresurado, se premia al que se impone. Al que se vende mejor. Al que presume su camino. Como si llegar primero fuera sinónimo de tener razón.
Nos hacen creer que quien no lidera es débil. Que quien no sobresale está fallando. Pero no todos vinimos a dirigir. Y está bien. El liderazgo no es un deber universal. Es un rol, no una identidad.
A veces, es más valiente no tomar la delantera. Quedarse atrás puede ser un acto de amor. No liderar puede ser una forma de cuidar. De permitir que otros también florezcan.
Liderar por ego es peligroso: se convierte en una forma sutil de esclavitud. Una trampa disfrazada de virtud. Un escenario donde la máscara se confunde con el rostro.
Detrás de muchos que “inspiran” hay una fatiga invisible. Detrás de muchas “figuras” hay personas rotas que solo buscan no derrumbarse. El personaje del líder se vuelve una jaula.
El ego se alimenta de jerarquías. Necesita estar por encima. Necesita que otros miren hacia arriba para sentirse válido. Pero eso no es liderazgo. Es solo hambre disfrazada.
El verdadero líder se pone a la altura del otro. No busca ser admirado, sino comprendido. No necesita tener razón, necesita estar presente. No guía por deber, sino por amor.
El liderazgo no es una carrera. Es un vínculo. No es una meta, sino una responsabilidad. No es brillar, sino iluminar. No es convencer, sino acompañar.
Quien lidera con humildad no busca seguidores, busca compañeros de camino. Sabe que el verdadero cambio no ocurre desde arriba, sino a nivel de suelo.
Pero también hay una responsabilidad de quienes eligen líderes. Porque no solo lidera quien quiere, sino quien es elevado por los ojos de los demás. Si premiamos el ego, el ego subirá.
El liderazgo no debería ser una ambición, sino una consecuencia. No se trata de querer estar al frente, sino de responder a lo que el momento necesita.
Quien necesita ser líder todo el tiempo, probablemente tiene miedo de no ser nada sin ese rol. El ego se aferra a los títulos, el alma no los necesita.
El problema no es liderar, sino desde dónde. No es ir adelante, sino por qué. No es ser visible, sino para qué. No es tener voz, sino saber qué decir con ella.
A veces, el acto más valiente es no liderar. Dejar que alguien más lo haga. Reconocer que no lo sabemos todo. Ser parte sin querer ser el centro.
El liderazgo que nace del ego destruye. El que nace de la conciencia construye. El primero necesita aplausos. El segundo se conforma con silencio y verdad.
Aprender a no ser el primero puede ser un acto de sabiduría. Renunciar al protagonismo es un gesto revolucionario. Callar cuando se espera que hables, también es liderar.
Porque a veces, el verdadero líder camina entre todos en silencio. No lleva estandartes, ni discursos, ni títulos. Solo su presencia… y aun sin ser visto, sostiene el rumbo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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