La riqueza de ser uno mismo
Ser uno mismo no paga facturas, pero salva el alma. No te hace viral, pero te sostiene cuando se apagan las luces. No se presume en redes, pero se siente en el pecho. En tiempos de apariencias, ser auténtico es un acto de resistencia.
Nos enseñaron que valemos por lo que tenemos, no por lo que somos. Que el éxito se mide en bienes, no en vínculos. Que la vida es una competencia, no una búsqueda. Así, poco a poco, fuimos empobreciendo por dentro.
He aquí la paradoja: cuanto más se conoce uno, menos necesita poseer. La identidad no se compra. La paz no se alquila. El alma no se negocia. Pero en este mundo, ser uno mismo parece un lujo que pocos se permiten.
Muchos se pierden intentando encajar. Se ajustan a moldes, se visten de otros, se editan para agradar. Y lo que duele no es el disfraz, sino el olvido. Porque un día amanecen sin saber quiénes son cuando nadie los mira.
Vivimos rodeados de estímulos que nos invitan a tener más. Más éxito, más seguidores, más reconocimiento. Pero nadie habla de tenerse a uno mismo. De habitarse. De sostener el propio nombre sin temblar.
¿Y si la verdadera riqueza no estuviera en lo que conseguimos, sino en lo que somos capaces de sostener cuando todo lo demás se cae? ¿Y si el tesoro fuera interno, y lo externo solo decorado?
Lo triste no es no tener, sino no ser. Hay quienes poseen mansiones y no encuentran hogar. Hay quienes viajan por el mundo y no se encuentran. El mapa más difícil no es el del éxito, sino el de la autenticidad.
Ser uno mismo exige coraje. No es cómodo, no es rentable, no siempre es celebrado. Pero libera. Porque cuando te quitas los trajes prestados, respiras por fin con tus propios pulmones.
He aquí el absurdo: en una época donde se puede tener de todo, hay una escasez alarmante de autenticidad. La identidad ha sido reemplazada por el personaje. Y los personajes, aunque brillen, no viven… actúan.
Hay quienes nunca se han preguntado quiénes son. Solo repiten rutinas, discursos, deseos heredados. Y así, pasan la vida lejos de sí mismos. Habitándose como extraños.
Cuando uno empieza a escucharse, descubre que la voz interna no grita: susurra. Pero el ruido del mundo es ensordecedor. Por eso, el silencio asusta. Porque revela.
Volver a uno mismo implica desaprender. Renunciar a lo que no te define. Soltar la necesidad de aprobación. Reconstruirse con paciencia. Como quien cava hasta encontrar la fuente.
No se trata de vivir aislado, sino de no perderse en la multitud. No de rechazar lo material, sino de no depender de ello para sentirse valioso. No de ser perfecto, sino de ser fiel a lo que se es.
Ser uno mismo no siempre es visible. A veces, se nota más en lo que uno ya no necesita demostrar. En lo que se calla con dignidad. En lo que no se negocia por pertenecer.
Es fácil imitar. Difícil es sostenerse. Fácil es agradar. Difícil es ser honesto. Fácil es seguir guiones. Difícil es escribir el propio. Pero lo segundo vale cada paso.
La autenticidad no tiene aplausos garantizados. A menudo incomoda, provoca, desconcierta. Pero también ilumina. Porque quien se atreve a ser verdadero, abre camino a otros.
Tal vez no haya riqueza más grande que reconocerse sin máscaras. Vivirse sin miedo. Caminar con coherencia. Y mirar atrás sin sentir que uno se traicionó para encajar.
El alma no quiere pertenecer: quiere resonar. No quiere fama, sino sentido. No quiere posesiones, sino presencia. Y cuando encuentra eso, el mundo puede seguir girando sin que la arrastre.
Quien se tiene a sí mismo, puede perderlo todo… y seguir de pie. Porque la raíz está dentro. Porque no depende de la validación externa. Porque ha hecho las paces con su propia voz.
El precio de ser uno mismo es alto: soledad, dudas, contradicciones. Pero el costo de no serlo es más grave: vacío, confusión, desarraigo. Y al final, el alma siempre pasa la factura.
Nos han dicho que la autenticidad es un camino solitario. Pero también es un llamado. Porque al ser uno mismo, se atrae a quienes vibran en la misma frecuencia. Y eso, también es riqueza.
Hay una belleza silenciosa en quien no se rinde a la presión. En quien prefiere ser verdadero antes que exitoso. En quien entiende que la mayor abundancia es poder mirarse al espejo con respeto.
El mundo necesita menos ídolos… y más personas reales. Menos discursos perfectos… y más vidas imperfectamente honestas. Menos poses… y más presencia.
La identidad no se fabrica, se descubre. No se impone, se revela. No se compra, se cultiva. Y cuando uno la encuentra, se vuelve hogar.
Ser uno mismo es arriesgarse a no gustar. A no cumplir expectativas. A decepcionar proyecciones ajenas. Pero también es abrir el corazón a la vida tal como es.
Quien ha tocado fondo dentro de sí, ya no necesita cimas externas. Porque entiende que la riqueza no está en lo que se tiene, sino en lo que no se pierde, aunque todo lo demás desaparezca.
Y sí, ser uno mismo puede parecer poco en un mundo de excesos. Pero es justo ahí donde su valor se vuelve incalculable. Porque nada pesa tanto como una vida que no es propia.
Uno no llega a sí mismo de golpe. Se va llegando. A veces con tropiezos, otras con intuiciones. Pero siempre con honestidad. Con ese deseo profundo de no traicionarse.
Hay días en que el mundo presiona fuerte para que uno se disfrace. Pero basta un gesto auténtico, una palabra verdadera, un silencio que nace del alma… y ya estás de regreso en ti.
Quien se elige a sí mismo, tal como es, empieza a caminar distinto. No más rápido, no más alto… pero más en paz. Y esa paz, aunque invisible, es la mayor riqueza que uno puede llevar consigo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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