El peligro de pensar
Pensar no siempre libera. A veces, pensar complica. En un mundo que celebra la rapidez, detenerse a reflexionar puede parecer sospechoso. Se espera que uno funcione, no que se cuestione.
Pensar es interrumpir la marcha. Es mirar con sospecha lo que parecía claro. Es molestar con preguntas donde otros solo quieren respuestas. Por eso, pensar puede ser peligroso.
He aquí la paradoja: cuanto más pensamos, más nos alejamos de la comodidad de lo simple, y más cerca estamos de incomodar a quienes prefieren la quietud de la ignorancia.
Pensar no garantiza certezas. Puede conducirnos al desencanto, al aislamiento, al conflicto interior. Pero también nos permite descubrir lo que nadie nos enseñó, aunque eso tenga un precio.
Quien piensa no siempre encuentra la verdad. A veces sólo encuentra el límite de lo que puede soportar, o la grieta en lo que creía inquebrantable. Y, sin embargo, insiste.
¿Y si pensar no fuera una garantía de libertad, sino un acto que nos obliga a cargar con lo que ya no podemos ignorar, aunque nos pese?
No todos pueden soportarlo. Pensar desordena, incomoda, aísla. Hace que uno ya no encaje, que ya no pueda mirar con inocencia, que ya no pueda callar sin sentir culpa.
Pensar no es tener ideas. Es dejar que las ideas nos tengan. Que nos atraviesen, nos perturben y nos obliguen a cambiar de lugar, de mirada, de piel.
He aquí el absurdo: cuanto más pensamos, menos seguros estamos de tener la razón. El pensamiento no fortalece el ego: lo hace tambalear.
Pensar debilita dogmas y desarma certezas. Le quita el blindaje a la obediencia. Por eso, es visto con recelo por quienes necesitan que el mundo no se mueva.
Pensar es una forma silenciosa de desobediencia. Es negarse a repetir, a consumir sin digerir, a vivir en automático.
Quien piensa a fondo rara vez encaja del todo. A veces calla para evitar confrontaciones; a veces se queda solo, no por soberbia, sino porque ya no puede fingir.
Pensar es ver lo que otros prefieren ignorar, y lo que uno mismo preferiría no ver. Porque lo más difícil no es pensar el mundo, sino pensarse a uno mismo.
El pensamiento no pide permiso. Entra como un huésped inoportuno, derriba decoraciones, rompe rutinas. De pronto, uno ya no puede volver atrás.
Pero también hay belleza en ese riesgo. Pensar permite construir sentido. No respuestas definitivas, sino una lucidez que nos salva del adormecimiento.
Pensar puede doler. Pero más duele vivir sin haberlo hecho. Arrastrarse por una vida ajena, un pensamiento prestado, una fe heredada sin examen.
Hay quien prefiere no pensar. Lo dice con orgullo: “yo no me complico”. Tal vez tenga razón. Pensar complica. Pero vivir sin pensar, ¿es realmente vivir?
Pensar es una forma de presencia. De estar verdaderamente aquí, en el ahora. No repetir lo que se dijo, no actuar por reflejo. Elegir.
Hay pensamientos que liberan, sí, pero también pensamientos que destruyen, que arrancan raíces y dejan sin suelo ni respuestas.
Por eso muchos temen pensar. No porque no puedan, sino porque intuyen el riesgo: después de pensar, ya no se podrá seguir igual.
El pensamiento profundo no se lleva bien con el ruido. Necesita silencio, lentitud, vacío. Y eso, en estos tiempos, es casi revolucionario.
Pensar no da prestigio. A veces trae problemas, porque pone en evidencia lo que otros quieren mantener oculto, incluso en uno mismo.
Quien piensa demasiado, dicen, se vuelve gris, frío, distante. Pero a veces es al revés: se vuelve demasiado sensible, demasiado abierto al dolor.
Pensar puede ser un exilio. Quien piensa termina lejos de ciertos círculos, fiestas, conversaciones. Y eso duele.
Pero también permite otros vínculos, más honestos y profundos. Pensar no es cerrarse, sino abrir puertas que otros no ven o no se atreven a tocar.
El pensamiento no se hereda. Se construye. Muchas veces contra uno mismo, desmantelando ideas que sostenían, pero también limitaban.
Pensar es arriesgarse a no gustar, a ser incómodo, a parecer arrogante o extraño. Pero es también una forma de dignidad: no dejarse llevar sin preguntarse por qué.
Hay pensamientos que sanan, otros que desgarran. Pero todos devuelven la responsabilidad de estar vivos.
Pensar no es un privilegio, es una tarea, una obligación incluso. Porque si uno no piensa, alguien más lo hará por uno. Ese es el verdadero peligro.
Pensar exige coraje. No porque haya que gritar, sino porque hay que sostener la lucidez cuando todo invita a rendirse a lo fácil.
Pensar no es contrario a sentir. A veces es una forma más honda de sentir, una forma de honrar la complejidad de lo que nos habita.
Pensar es volver a hacerse preguntas, aunque duelan y no tengan respuesta. Aunque al final nos dejen en el mismo lugar, pero con los ojos abiertos.
A veces pensar no lleva a ningún lado. Pero el simple hecho de haberlo intentado nos transforma. Ya no somos los mismos.
No todos están dispuestos. Y está bien. Cada cual tiene su momento. Pero ojalá, cuando llegue, no lo dejen pasar. Pensar puede ser peligroso, pero también puede ser lo único que nos salve.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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