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Cuando las máscaras de la sociedad nos cansan

Por: Ricardo Hernández El Día Martes 22 de Julio del 2025 a las 23:07

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La vida social se parece a una obra que nunca termina. Cada día salimos a escena, ensayamos nuestras líneas, saludamos al público. En ese teatro invisible, cada quien lleva su máscara: el jefe severo que no puede mostrar debilidad, la madre que sonríe, aunque esté agotada, el amigo que siempre cuenta chistes para ocultar su tristeza. Los personajes se suceden, y tras bambalinas, alguien dirige la función, asignando roles y marcando cuándo reír, cuándo callar.

Y es que la sociedad no premia la verdad, sino la funcionalidad. No quiere ver lo que somos, sino lo que encaja. Aprendemos a representar, a disimular, a vestirnos con lo que esperan de nosotros. Es actuar o quedar fuera.

He aquí la paradoja: cuanto más logramos ser aceptados, más lejos quedamos de nosotros mismos.

Uno se va llenando de aplausos ajenos y vaciando por dentro. “Qué educado”, “qué profesional”, “qué correcto”, nos dicen. Pero ese reconocimiento no siempre se siente como orgullo. A veces pesa como una traición silenciosa.

Porque un día, sin saber por qué, todo agota. Agota el papel que no escribimos. Agota la sonrisa automática. Agota fingir alegría frente al mundo cuando por dentro solo hay niebla.

¿Y si después de quitar todas las máscaras no quedara nada… quién soy, en el silencio?

La pregunta no es fácil. A veces hemos fingido tanto, tan bien, tan seguido, que cuando el mundo se apaga por un momento, no sabemos con quién nos hemos quedado. Solo hay eco. Solo hay vacío.

He aquí el absurdo: pasamos la vida interpretando papeles para que nos quieran, y cuando por fin queremos ser nosotros… ya no sabemos cómo hacerlo.

Y entonces comienza el verdadero cansancio. No el físico, no el emocional. Es uno más profundo. El desgaste de sostener una versión nuestra que ya no nos representa.

No se trata de rebeldía. No es un grito. Es un susurro tras bambalinas: “Ya no puedo seguir actuando”. Es la voz interior que por fin se atreve a hablar cuando el teatro cierra por un instante.

Pero la sociedad no lo entiende. Nos quiere de vuelta, sonrientes, útiles, consistentes. No tolera los silencios, ni los quiebres, ni los rostros reales.

Y ahí estamos nosotros, entre el deseo de pertenecer y la necesidad de respirar. Porque hay momentos en que fingir se vuelve asfixiante. Como si cada palabra dicha por costumbre fuera un ladrillo más en nuestra celda.

Nos volvemos hábiles para simular. Pero ser hábil no es lo mismo que estar en paz. La paz, muchas veces, empieza cuando dejamos de ser hábiles.

Y eso da miedo. Porque al quitar la máscara, también se caen algunas relaciones, algunas seguridades, algunos aplausos. Descubrimos qué era auténtico… y qué solo nos toleraba si jugábamos bien el papel.

Muchos viven con la sospecha de que no están viviendo su vida, sino la versión editada que aprendieron a reproducir. Como si el guion estuviera escrito por todos menos por uno mismo.

Y en ese momento llega el silencio. No como un castigo, sino como una oportunidad. Un espacio donde no hace falta actuar, ni gustar, ni explicarse.

El silencio no exige postura. No pide argumentos. Solo te deja estar. Y estar, sin más, puede ser más sanador que cualquier reconocimiento.

Al principio ese silencio da vértigo. Es como quitarse el maquillaje y no saber si alguien seguirá mirando. Pero después… aparece una calma rara, una ternura con uno mismo.

No es que descubramos un “yo” glorioso y perfecto. Al contrario. Descubrimos un yo herido, contradictorio, inestable. Pero al menos es nuestro.

Y desde ahí, desde ese reconocimiento humilde, algo comienza a sanar. No por grande, sino por real. No por brillante, sino por verdadero.

Entonces uno entiende que no hay que estar siempre fuerte, ni siempre alegre, ni siempre interesante. A veces basta con estar. Respirar. Sostenerse con dignidad en lo frágil.

Pero incluso esa fragilidad genuina incomoda. Porque desarma el juego social. Descoloca. Invita a otros a quitarse también su máscara, y no todos están listos.

Algunos se van. No lo toleran. No entienden que el amor también implica acompañar al otro sin maquillaje. Que la amistad real no exige brillo, sino presencia.

Pero otros se quedan. Y en su quedarse, nos devuelven una fe nueva: la fe en lo no fingido. La fe en lo que no necesita espectáculo.

A veces uno no necesita que lo entiendan. Solo necesita que lo escuchen sin urgencia, sin juicio, sin libreto.

Y para eso, el silencio vuelve a ser clave. Porque en el silencio, por fin, el alma puede hablar sin intermediarios.

No es una solución mágica. No arregla todo. Pero por primera vez, uno se escucha a sí mismo sin tener que gustar, ni convencer, ni encajar.

Y esa escucha interna no grita, no exige. Solo murmura con ternura: “Aquí estás. No perfecto. No resuelto. Pero real”.

Y entonces, sin saber cómo, uno se reconoce. No como quien era, ni como quien debía ser. Sino como quien simplemente es.

Ahí comienza otra forma de estar en el mundo. Más liviana. Más honesta. Más cansada, tal vez… pero libre.

No se trata de renunciar a la sociedad. Se trata de aprender a estar en ella sin perderse. De participar sin entregarle el alma.

Las máscaras seguirán existiendo. A veces habrá que usarlas. Pero ahora sabremos que no somos la máscara, ni el personaje, ni el guion.

Somos lo que queda cuando el telón cae. Lo que respira en el camerino. Lo que permanece, aun cuando ya no hay nadie mirando… y ese eco que respira, también somos nosotros.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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