El miedo a vivir
No tememos a la muerte como creemos. Le tememos a la vida. A su intensidad, a su vértigo, a su capacidad de rompernos y reconstruirnos. Nos asusta más el abismo de lo posible que la tumba de lo definitivo.
Hay quien evita el amor para no sufrir. Quien pospone decisiones para no fracasar.
Quien no se lanza al agua, aunque sepa nadar. Confunde vivir con no perder. Cree que evitar es ganar, pero no vivir también es una forma de derrota.
He aquí la paradoja: llamamos prudencia a lo que en el fondo es temor, y renuncia a lo que en realidad es cobardía. Nos protegemos tanto del dolor que nos vamos quedando vacíos de experiencias que valgan la pena.
Vivimos en modo defensivo, como si la vida fuera un campo minado y no una pista de baile. Cada paso se mide. Cada gesto se contiene. Y cuanto más nos cuidamos, más lejos estamos de sentirnos vivos.
Pero vivir, realmente vivir, implica asumir el riesgo de perder. De ser herido. De equivocarse. Nada intenso ocurre sin un precio, y sin embargo, todo lo valioso exige ese pago.
¿Y si lo que más tememos no es el dolor, sino la intensidad del gozo que nos haría cambiar por completo? Tal vez lo que nos asusta es transformarnos, soltar la vieja piel y aceptar una versión nueva de nosotros mismos.
Quizá por eso muchos prefieren una vida pequeña, predecible, donde nada duela demasiado… pero tampoco brille demasiado. Optan por una calma que es resignación disfrazada de equilibrio.
El miedo a vivir no se nota. Se camufla en ocupaciones, en excusas, en un supuesto realismo que no es más que evasión. Se vuelve rutina, cansancio, distracción constante.
He aquí el absurdo: soñamos con una vida plena, pero huimos de todo lo que podría dárnosla. Le ponemos nombre a nuestros deseos, pero les cerramos la puerta cuando llaman.
Amamos con reservas. Reímos con límites. Nos salvamos por mitades. Y llamamos madurez a ese encierro elegante. Nos hemos vuelto expertos en amputarnos posibilidades.
Nos enseñaron a cuidarnos tanto del dolor, que se nos olvidó cómo entregarnos al asombro. La protección excesiva nos robó el temblor de lo incierto, que también es donde nace la belleza.
Vivir no es solo resistir. Es abrir el pecho, aunque llueva por dentro. Es dar pasos sin saber si hay suelo, pero con la fe de que lo habrá. No se trata de certeza, sino de coraje.
Nos volvimos expertos en evitar el riesgo, pero analfabetas del gozo. No sabemos leer el lenguaje de lo espontáneo, ni traducir el temblor en maravilla. Queremos certezas en un mundo que solo ofrece caminos. Esperamos garantías cuando lo único posible es la entrega.
Aspiramos a la calma sin haber cruzado la tormenta. Y por temor a equivocarnos, terminamos viviendo vidas ajenas, decisiones prestadas, emociones recicladas que no nos transforman.
Más que una crisis de sentido, atravesamos una crisis de coraje. A menudo no nos falta claridad, sino valentía. No es que no sepamos qué queremos: es que no nos atrevemos a ir por ello.
El miedo a vivir es sutil. Se esconde en la lista de pendientes, en el falso deber ser, en los silencios cómodos que nos alejan de la verdad. Se disfraza de equilibrio, de cordura, de conveniencia.
Pero debajo hay una rendición silenciosa. Hay quienes se especializan en postergar. Esperan el momento perfecto, la señal inequívoca, el permiso de alguien que nunca llegará.
Esperan tanto, que cuando por fin se deciden, ya es tarde. Y, aun así, creen que hicieron lo necesario. Se convencen de que fue sabio esperar, cuando en realidad fue miedo disfrazado de juicio.
Vivir es desobedecer las seguridades heredadas. Es desafiar el molde, incluso si eso nos deja fuera del aplauso. Es sostener la incomodidad de ser fiel a uno mismo.
La vida no recompensa al que obedece sin pensar, sino al que se arriesga a ser. A ser auténtico, vulnerable, impredecible. A exponerse sin garantía de éxito.
No hay mapa para vivir. Solo brújula. Solo el temblor interior que nos dice si vamos hacia lo verdadero. La única certeza es el movimiento.
Pero escuchar esa brújula implica silenciar los ruidos del miedo. Implica atreverse a fracasar, a perder, a desilusionar. La brújula no grita: apenas susurra. Por eso hay que hacer silencio.
El miedo a vivir se cura con una sola medicina: vivir. Dar el paso. Abrir la puerta. Decir que sí. También decir que no. Porque vivir es también poner límites y cerrar ciclos.
Vivir es morder la fruta sin saber si está dulce. Mojarse sin paraguas. Cantar, aunque no haya público. Y seguir, incluso cuando nadie aplaude.
No es valentía sin miedo. Es acción a pesar del miedo. Y entonces algo cambia. La vida, que parecía lejana, comienza a responder. Se abre, se ablanda, se muestra.
No porque la hayamos conquistado, sino porque al fin nos mostramos dispuestos. La vida no quiere héroes sin heridas, sino humanos con hambre de verdad.
Lo trágico no es equivocarse, sino no haberlo intentado. El error más grande no es fallar, sino no haberse movido por temor al fallo. No hacer también es una forma de fallar.
El tiempo no espera a los cautos. Pasa. Se va. Y lo que no se vive, se pudre dentro. Lo que no se arriesga, se encierra en la jaula del “qué hubiera pasado si…”.
Todos tenemos un territorio inexplorado. Una zona de fuego. Ahí donde arde el deseo, el miedo y la posibilidad. Muchos lo miran de lejos. Algunos entran. Pocos se quedan.
El arte de vivir no se enseña. Se intuye. Se improvisa. Se encarna. No hay fórmulas, solo presencia. Y aunque duela, vivir sigue.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ