La seducción del discurso político
Hay palabras que no necesitan ser verdad para ser efectivas. Basta con que suenen bien, que despierten algo, que acaricien la esperanza. El discurso político lo sabe.
En política, las palabras no siempre buscan comunicar, sino encantar. No pretenden informar, sino alinear emociones. En lugar de reflejar la realidad, la fabrican.
He aquí la paradoja: el discurso político no necesita ser verdadero, solo verosímil. No necesita transformar el mundo, basta con alterar la percepción de quien escucha.
Lo que importa no es el contenido, sino el efecto. Un político puede repetir lo mismo por años, aunque nada cambie, y aun así seguir convenciendo. Porque el lenguaje, cuando se convierte en espectáculo, disfraza la inacción.
Los grandes discursos no se recuerdan por su lógica, sino por sus metáforas. “Un país para todos”, “vamos a transformar la historia”, “el pueblo unido jamás será vencido”. Ninguna frase dice nada concreto, pero todas encienden algo.
¿Y si lo que más admiramos no es el cambio, sino la promesa del cambio…? ¿Y si el discurso político nos seduce precisamente porque nos evita actuar, porque nos adormece con esperanza?
Entonces el problema no sería solo quien pronuncia las palabras, sino quien las necesita. No quien miente, sino quien desea ser dulcemente engañado, como quien prefiere un sueño bonito a una realidad incómoda.
La política se ha vuelto el arte de decir lo que se espera oír. El político, un hábil intérprete de anhelos difusos. El público, un auditorio deseoso de ser encantado.
He aquí el absurdo: nos dejamos enamorar por palabras que ya sabemos que no se cumplirán. Pero preferimos el consuelo de la ilusión al vértigo de la verdad.
El discurso político opera como un hechizo. Tiene ritmo, tono, pausas estudiadas. Sabe cuándo indignar, cuándo ilusionar, cuándo fingir humildad. Es teatro con micrófono.
Y como todo encantamiento, exige un pacto: yo finjo que te creo, tú finges que te importa. Nadie rompe el juego, porque romperlo implicaría despertar… y despertar duele.
Quien domina el lenguaje, domina los miedos. Nombra enemigos, ofrece soluciones mágicas, invoca futuros espléndidos. Todo con palabras que flotan, que brillan, que no se manchan.
Pero ¿qué ocurre cuando el discurso reemplaza a la acción? ¿Cuando el lenguaje se convierte en fin y no en medio? Lo que ocurre es que habitamos una promesa perpetua, un presente suspendido.
Las palabras se vuelven sustitutos del cambio. Se anuncian leyes, no se aplican. Se proclaman derechos, no se garantizan. Se inauguran obras con discursos… aunque la obra no esté terminada.
En esa lógica, el político no necesita transformar nada: solo necesita narrarlo mejor. Y así, quien domina la narrativa domina la percepción de la realidad, aunque la realidad permanezca intacta.
Los discursos no solo mienten: también moldean. Hacen creer que el país avanza porque la voz que lo dice suena segura. Que hay justicia porque alguien la invoca con solemnidad.
Lo más peligroso no es el discurso vacío, sino el discurso eficaz. El que manipula sin levantar sospechas. El que inspira obediencia sin exigir pensamiento. El que conquista desde la emoción.
Cabe decirlo: no todo discurso político es perverso. Hay palabras que iluminan, que movilizan, que convocan la conciencia. Pero incluso esos discursos se vuelven peligrosos si no se contrastan con hechos, si se repiten como cánticos sin contenido.
Porque hay palabras que tranquilizan sin resolver. Que emocionan sin explicar. Que embriagan sin alimentar. Son palabras dulces como promesas de madrugada: bellas, pero frágiles.
La seducción del discurso político se sostiene en su ambigüedad. Promete sin concretar. Nombra sin definir. Señala sin argumentar. Y eso lo hace resistente, casi indestructible.
Mientras el lenguaje funcione, nada parece urgente. Todo está "en proceso", "por resolverse", "en camino". El lenguaje se vuelve refugio. Pero también excusa.
Y entonces vale preguntarse: ¿nos molesta más la mentira o el silencio? ¿Preferimos palabras falsas a verdades incómodas? ¿Somos adictos al discurso porque tememos al vacío?
Lo cierto es que el discurso político no solo dice: también oculta. Esconde decisiones, encubre errores, maquilla derrotas. Es el arte de lo no dicho.
En este juego de seducciones, el político no actúa solo. Necesita un público dispuesto a ser seducido. Que valore el estilo sobre el contenido. Que confunda retórica con inteligencia.
Y ese público existe. Está cansado, sí. Pero también habituado a escuchar sin exigir, a emocionarse sin verificar, a compartir sin cuestionar.
Por eso, a veces, el político más exitoso no es quien mejor gobierna, sino quien mejor habla. El que pone en palabras nuestros deseos… sin convertirlos en hechos.
Así, el discurso político se convierte en un espejo roto: nos muestra lo que queremos ver, pero nunca nos permite tocarnos. Refleja sin transformar.
Despertar de esa seducción requiere más que escepticismo. Requiere pensamiento. Exige dejar de repetir frases huecas, escuchar con desconfianza, mirar más allá del aplauso.
Porque cuando un discurso nos gusta demasiado, tal vez debamos desconfiar. No por rencor, sino por salud. Porque el lenguaje, como el poder, se corrompe cuando no se examina.
Hay que aprender a hacer preguntas incómodas: ¿qué significa realmente esa promesa? ¿cómo se va a cumplir? ¿quién gana si yo me emociono pero no actúo?
El verdadero pensamiento político no nace de la seducción, sino de la sospecha. No se deja llevar por frases bonitas, sino que rastrea los hechos detrás de ellas.
La política necesita menos encantadores y más servidores. Menos frases y más principios. Menos narrativa y más responsabilidad.
Porque al final, lo que transforma el mundo no es el discurso, sino la acción. Y si el discurso no desemboca en acción, no es servicio: es espectáculo.
Entonces, la próxima vez que escuches un gran discurso, no te preguntes si te gustó. Pregúntate si movió algo. Si no lo hizo, fue solo una caricia al oído. Y el oído no cambia el mundo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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