El poder como ilusión
El poder como ilusión
Por: Ricardo Hernández
El poder rara vez se anuncia. Llega disfrazado de responsabilidad, de liderazgo, de admiración. Se instala lentamente hasta volverse parte de la voz, del paso, de la mirada. El que lo recibe se adapta, como si siempre hubiera estado destinado a mandar.
Pero el poder, más que una fuerza real, es una construcción colectiva. Su existencia depende de la percepción de los otros. Es decir: uno no tiene poder si nadie lo reconoce. No es algo que emane de la persona, sino algo que se le concede.
He aquí la paradoja: el poder da la ilusión de solidez, pero se sostiene en lo más frágil: la voluntad ajena. Basta que quienes obedecen dejen de hacerlo para que el poder se evapore. Es tan fuerte como la obediencia que provoca y tan débil como la confianza que pierde.
A lo largo de la historia, hemos confundido el poder con la virtud. Creemos que quien llega alto lo merece, que el cargo refleja calidad humana. Pero el poder no selecciona a los mejores, selecciona a los más funcionales, a los más aptos para el juego, no necesariamente a los más sabios.
Quien se enamora del poder suele perder el sentido de lo esencial. Se acostumbra al privilegio, a la voz que impone, a la reverencia. Olvida que todo eso puede desaparecer sin previo aviso. Y cuando eso ocurre, ya es tarde para reconstruirse sin el título.
¿Y si el poder fuera una ilusión sostenida por el miedo de muchos y la fantasía de uno solo? ¿Y si lo que creemos autoridad es apenas una puesta en escena? ¿Y si todo eso que tememos o admiramos es solo un reflejo de nuestra necesidad de que alguien mande?
El poder no se lleva bien con la humildad. No porque la rechace, sino porque la ignora. El que ostenta poder puede escuchar, pero ya no oye. Puede mirar, pero ya no ve. Lo que antes parecía importante —una amistad, una conversación, un gesto sencillo— pierde brillo frente a la maquinaria de la autoridad.
Quien tiene poder muchas veces cree que es invulnerable. Que su lugar es seguro, que su puesto es merecido, que nada puede moverlo. Vive como si el poder fuera un derecho ganado, no un privilegio temporal. Y entonces llega el día que el poder se va, y el vacío es absoluto.
He aquí el absurdo: vivir como si el poder fuera eterno, como si uno pudiera aferrarse a él para siempre. El absurdo está en construir toda una identidad sobre algo que depende de los demás. El cargo puede desaparecer, pero no todos saben sobrevivir sin él.
Hay caídas silenciosas, sin drama. El nombre deja de mencionarse, la puerta ya no se abre con la misma fuerza, el saludo ya no llega. De pronto, el que parecía imprescindible se vuelve invisible. Y no porque haya cambiado, sino porque el poder ya no lo acompaña.
La mayoría de las veces, el poder no se pierde por incompetencia, sino por circunstancias. Nuevos jefes, nuevas alianzas, nuevas prioridades. No hay lealtad eterna en el poder. Y sin embargo, seguimos creyendo que sí.
Algunos entienden esto desde temprano. Asumen el poder con mesura, como un instrumento. Lo ejercen con respeto, sabiendo que no les pertenece. Otros, en cambio, se funden con él. Se creen su reflejo, su causa, su centro.
Cuando el poder se va, no se lleva solamente el privilegio. También se lleva la voz, la presencia, la seguridad. El mundo ya no gira en torno a uno. Lo que antes parecía normal —ser escuchado, ser atendido, ser mirado— se desvanece.
Quien vivió para el poder, sin construir relaciones reales, queda solo. No por traición, sino por lógica. Quienes estaban cerca lo hacían por conveniencia, no por cariño. Y eso se nota en cuanto se apaga el foco.
Una vida dedicada al poder suele ser una vida olvidada pronto. Porque lo que se impone desde el miedo o la ventaja no deja raíces. Lo que sí permanece es el respeto ganado por la forma de ejercerlo, no por el puesto en sí.
Hay quienes, al dejar el poder, florecen. Recuperan amistades, se reconectan con su esencia, respiran sin presiones. Pero hay otros que se marchitan. Porque no saben quiénes son sin el entorno que los validaba.
Esos son los más tristes: los que no pueden hablar sin imponerse, los que no saben escuchar sin ordenar. Los que, sin el escudo del cargo, se sienten desnudos. Como si nunca hubieran existido sin ese rol.
En el fondo, el poder es una forma de distorsión. De uno mismo, de los otros, de la realidad. Cambia la manera en que uno es tratado, pero también cómo uno se trata a sí mismo. El riesgo no está en tener poder, sino en creer que uno es el poder.
Nadie se prepara para dejar de tener influencia. Todos quieren llegar, pero pocos saben irse. El problema no es ascender, es caer con dignidad. Y para eso se necesita algo más que poder: conciencia, equilibrio, carácter.
Muchos hablan de los costos de conseguir poder. Pocos hablan de los costos de perderlo. Y sin embargo, esa pérdida es más reveladora. Ahí se ve quién tenía sustancia y quién solo brillo prestado.
Quien fue alguien sin poder, lo seguirá siendo después. Su valor no depende de un escritorio, de un sello, de un lugar en la jerarquía. Pero quien solo fue alguien gracias al poder, se deshace cuando lo pierde.
El poder pone a prueba el alma. Algunos lo usan para servir, otros para dominar. Algunos lo viven como una etapa, otros como un pedestal. Los primeros dejan huella. Los segundos, rastro.
Uno debería ejercer el poder como si supiera que acabará. Con mesura, con límites, con humanidad. Porque cuando se va, no se despide. Y lo único que queda es lo que fuiste sin él.
Si el poder es una ilusión, lo real está en lo que hacemos con él. Cómo tratamos a los demás, cómo escuchamos, cómo decidimos. Eso es lo que permanece.
Porque al final, el poder no construye memoria. Lo hacen los actos. Lo hacen los gestos sencillos que se sostienen aún sin aplausos, aún sin títulos.
Y cuando se haya ido el cargo, y el nombre ya no tenga peso, serán esas acciones las que hablarán por nosotros. No lo que fuimos arriba, sino lo que hicimos mientras estuvimos ahí.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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