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La necesidad de sentirnos indispensables

Por: Ricardo Hernández El Día Miercoles 16 de Julio del 2025 a las 18:38

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Queremos ser necesarios. No solo queridos o admirados, sino verdaderamente imprescindibles. Hay algo profundamente humano en desear que el mundo no funcione igual sin nosotros.

Desde pequeños, buscamos ser el centro de algo: del juego, de la conversación, del sistema familiar. De adultos, el deseo cambia de forma, pero no desaparece. Nos urge sentir que nuestra presencia es decisiva.

He aquí la paradoja: cuanto más luchamos por ser indispensables, más evidente se hace nuestra reemplazabilidad. El mundo no se detiene. La empresa sigue, la familia se acomoda, el proyecto continúa sin nosotros. Lo que creíamos insustituible, simplemente se reajusta.

Invertimos tiempo, energía y hasta salud en construir un lugar que no se derrumbe con nuestra partida. Pero la vida no responde con gratitud; responde con adaptación.

Lo que alguna vez parecía girar a nuestro alrededor, en realidad sigue su curso. Nuestra centralidad era, muchas veces, una ilusión amable.

¿Y si nuestra necesidad de ser indispensables no fuera otra cosa que un intento desesperado por darle sentido a una existencia que, en el fondo, sabemos pasajera y reemplazable?

Tal vez el deseo de ser necesarios no es una virtud, sino una forma elegante de negar nuestra fragilidad. Como si ser útiles bastara para no desaparecer.

El tiempo, con su ritmo firme, nos va enseñando lo contrario. Todo sigue. Todo se acomoda. Todo se llena.

He aquí el absurdo: soñamos con ser necesarios para no desaparecer, pero cuando descubrimos que no lo somos, no sabemos si sentir alivio o vértigo. Lo que el ego percibe como tragedia, a veces es libertad. Y, sin embargo, esa libertad nos resulta insoportable.

Es como si el mundo nos hiciera una broma: te esfuerzas, te entregas, y sin embargo, eres sustituible. Y lo sabes desde antes, pero finges que no.

Esta tensión constante no es nueva, pero sí dolorosa. No queremos cargas, pero tampoco queremos ser prescindibles. Nos quejamos del peso de las responsabilidades, pero nos duele profundamente no ser convocados.

Algunos incluso se ofenden cuando ya no se les pide ayuda. Se sienten desplazados, aunque por años hayan deseado descansar.

El deseo de ser necesarios se convierte, sin darnos cuenta, en una prisión de la que no sabemos cómo salir.

Cuando alguien nos dice “ya no te preocupes”, en lugar de sentir alivio, sentimos vacío. ¿Y ahora qué somos, si no somos útiles?

Es curioso cómo poco a poco nos vamos confundiendo con los roles que desempeñamos. Dejamos de ser personas para convertirnos en el que resuelve, el que organiza, el que cuida, el que trabaja.

Y cuando ese rol desaparece, el sentido se tambalea. Si ya no hay tareas que nos definan, ¿quién queda detrás?

La tecnología también ha intensificado esta paradoja. Mientras más automatizamos procesos, más comprobamos que lo que hacíamos puede ser hecho por otro —o por una máquina.

Y aun así, buscamos maneras de demostrar que "nadie lo hace como yo". Le añadimos estilo, cariño, entrega. No por vanidad, sino por miedo a desaparecer.

Muchos padres lo sienten cuando los hijos crecen. Muchos jefes lo viven al jubilarse. Muchos hijos lo enfrentan cuando ya no tienen a quién cuidar.

Ser indispensables es una forma de atarnos a la existencia. Mientras alguien me necesite, tengo lugar, tengo propósito.

Pero ese propósito, tan noble en apariencia, puede volverse un peso insoportable. Porque siempre vendrá el día en que ya no nos necesiten.

Y no es personal. Es la ley de la vida. Todo cambia. Todo se adapta. Todo sigue.

Lo vemos en las familias, en los trabajos, en los círculos de amigos. La ausencia duele un rato, pero el espacio se llena. La silla vacía no queda vacía por mucho tiempo.

Aceptar esto no es fácil. No porque seamos arrogantes, sino porque hemos sido educados para ser útiles, no para ser simplemente.

El sistema premia la utilidad, no la presencia. El rendimiento, no el ser. El hacer, no el estar.

Pero tal vez ahí está la clave: no se trata de ser indispensables, sino significativos.

Hay una gran diferencia entre ser útil y ser valioso. Uno puede dejar de ser necesario, pero seguir siendo amado.

Quizá la verdadera libertad llega cuando uno puede decir: "No soy necesario, pero soy querido." O incluso: "No soy indispensable, y está bien."

Aceptar eso no es resignarse. Es madurar. Es comprender que nuestra valía no depende de la función que cumplimos.

Significa soltar la necesidad de control, el ego inflado, la ilusión del protagonismo constante.

Y con suerte, también significa empezar a vivir de otro modo: no para ser indispensables, sino para ser presentes.

Al final, tal vez el mayor regalo que podemos dar no es ser necesarios, sino ser genuinos. Ser compañía, no engranaje. Ser mirada, no herramienta.

Porque cuando el amor es verdadero, no pregunta: “¿Para qué sirves?”, sino: “¿Cómo estás?”

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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