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Nadie se salva de la contradicción

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 14 de Julio del 2025 a las 09:18

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Vivimos intentando ser coherentes, como si eso fuera sinónimo de virtud. Desde pequeños nos enseñan a no contradecirnos, a mantenernos firmes en nuestras ideas, a seguir una sola línea como si la vida fuera un renglón recto. Pero pronto descubrimos que la vida, más que línea, es un garabato.

Somos contradicción en movimiento. Decimos una cosa y hacemos otra. Sentimos una emoción y mostramos la contraria. Defendemos valores que no siempre practicamos. No es cinismo, no siempre. Es complejidad. Es humanidad. Es esa mezcla de anhelos, miedos y circunstancias que nos vuelve impredecibles incluso ante nosotros mismos.

He aquí la paradoja: exigimos coherencia en un mundo donde todo cambia, donde nosotros mismos cambiamos a cada rato. Queremos que los demás no se contradigan, pero nosotros lo hacemos a diario. Pedimos fidelidad a las ideas, aunque sabemos que cada idea, si se madura, termina mutando.

El problema no es contradecirse, sino no darse cuenta. La contradicción consciente puede ser evolución; la inconsciente, hipocresía. Pero incluso esta última tiene matices: a veces nos defendemos mintiendo, porque decirnos la verdad sería insoportable.

Hay días en los que creemos con firmeza en algo, y al día siguiente lo dudamos todo. No siempre porque hayamos cambiado, sino porque el contexto nos obliga a mirar desde otro ángulo. Y eso también es válido.

¿Y si pensar distinto fuera la única forma de ser fiel a uno mismo? La fidelidad no es una estatua: es un puente en movimiento. No podemos exigirle quietud al pensamiento sin convertirlo en prisión.

Muchos confunden coherencia con rigidez. Se amarran a una idea como a una tabla en medio del mar, aunque la tabla esté podrida. Por miedo a caer, prefieren hundirse con ella. No se permiten cambiar de opinión, ni cambiar de dirección.

Hay quienes ven en la incoherencia una falta imperdonable. Señalan con el dedo al que cambia, como si cambiar fuera una traición, y no una forma de crecer. Olvidan que todos estamos improvisando en un mundo que nadie entiende del todo.

He aquí el absurdo: nos exigimos consistencia en medio del caos, le pedimos al otro claridad cuando ni nosotros la tenemos, y fingimos certezas para no espantar a quienes tampoco saben qué hacer con sus propias dudas.

Contradecirse puede ser señal de honestidad. Solo quien se atreve a dudar de sí mismo demuestra que está despierto. Solo quien acepta sus propias fisuras es capaz de reconstruirse con más verdad.

Lo peligroso es ocultar la contradicción tras el discurso bonito. Es decorarla para que no se note. Hay contradicciones sanas, sí, pero también hay las que se convierten en máscaras, en negación, en autoengaño crónico.

Hay quien predica el amor y trata mal a quien más lo ama. Quien habla de justicia pero no paga a tiempo a su gente. Quien se llena la boca de paz, pero incendia su casa con palabras que arden como cerillos. Esas contradicciones no se resuelven pensando bonito. Se enfrentan con coraje y humildad.

Y, sin embargo, todos lo hacemos. Nadie se salva. La contradicción es un signo de que estamos vivos, no terminados. El que no se contradice quizás es porque ya se rindió, o porque se volvió tan ciego que dejó de verse.

También nos contradicen los afectos. A veces queremos a quien no deberíamos. O nos duele lo que no tiene sentido que duela. El corazón contradice la razón, y viceversa. Pero ¿qué sería de nosotros si todo cuadrara siempre?

Vivimos en una especie de teatro donde queremos ser consistentes en nuestros papeles, pero el guion cambia a media función. No es fácil adaptarse, y aún así lo intentamos. A veces con gracia, otras con torpeza. A veces como actores que olvidan sus líneas, pero siguen en escena.

Y luego están los que se castigan por contradecirse. Como si fuera un pecado imperdonable. Como si haber cambiado de opinión fuera señal de debilidad. No se dan cuenta de que cambiar también es crecer, también es cuidar de uno mismo.

¿Acaso no se contradicen también los días? A veces llueve con sol. A veces reímos llorando. La vida no es pura lógica; es una danza entre extremos. Ahí es donde habita lo real.

Las relaciones humanas están llenas de contradicciones. Decimos “te amo” y luego herimos. Decimos “confío en ti”, pero dudamos. No porque seamos falsos, sino porque somos frágiles. Y porque el otro también cambia, también lucha, también teme.

Incluso nuestras aspiraciones se contradicen. Queremos libertad, pero también seguridad. Queremos ser únicos, pero también pertenecer. Queremos tiempo libre, pero nos llenamos de compromisos. Y no pasa nada. Es parte del juego.

Quien se ha mirado de verdad sabe que no es unívoco. Que dentro de uno habitan muchas voces. Algunas se contradicen, otras se ignoran, otras se repiten. Pero todas son uno mismo en distintas etapas.

Madurar no es dejar de contradecirse, sino aprender a convivir con esas tensiones internas. Es dejar de exigirse perfección para empezar a ejercitar la honestidad.

Claro que hay que aspirar a cierta coherencia, pero no a costa de negarse. Porque hay coherencias que matan, que aprietan como camisa de fuerza. Y hay contradicciones que salvan, que abren espacio para respirar.

El arte está en discernir. No todas las contradicciones son iguales. Algunas son trampas, otras puentes. Algunas nos hunden, otras nos empujan a ver más hondo.

A veces decimos “ya no soy el mismo” y sentimos culpa. Como si traicionar a nuestro yo pasado fuera algo malo. Pero crecer es, en el fondo, eso: traicionar versiones anteriores de uno mismo.

También hay que saber cuándo callar una contradicción. No todo hay que exponerlo. A veces se necesita silencio para acomodar las piezas. Las respuestas vienen después, no siempre de inmediato.

Es curioso: mientras más buscamos autenticidad, más topamos con nuestras incoherencias. Y eso está bien. La autenticidad no es un estado puro, es una tarea constante, una negociación diaria.

Somos cambiantes, y ese cambio muchas veces se expresa como contradicción. Pero ¿no es mejor contradecirse que mantenerse fiel a una mentira?

Nadie se salva. Ni el sabio, ni el poeta, ni el que escribe columnas. Lo importante no es no caer en contradicción, sino saber qué hacer con ella cuando llega. Porque llegará. Siempre.

El mundo está lleno de contradicciones, y nosotros también. Y no es para alarmarse. Es una invitación a mirar más profundo, a pensar más despacio, a sentir más hondo.

Decir una cosa hoy y otra mañana no siempre es una traición. Puede ser señal de que seguimos en camino. De que seguimos aprendiendo. De que no nos dimos por vencidos.

Y si nos vamos a contradecir, que sea con conciencia. Que sea con el corazón abierto. Porque solo así las contradicciones no nos destruyen: nos revelan.

Quizás ahí está la clave: no tenerle miedo a nuestras contradicciones, sino escucharlas. No negarlas, sino habitarlas. No esconderlas, sino volverlas parte de nuestro relato.

Que nadie se salva, es cierto. Pero también es cierto que en esas grietas es donde entra la luz.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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