El autoengaño: ¿escudo o prisión?
Nos cuesta admitirlo, pero todos en algún momento nos hemos mentido a nosotros mismos. No por cobardía, sino por necesidad. Hay verdades que duelen más de lo que estamos preparados para soportar.
Hay quien se dice que todavía hay amor, cuando en el fondo sabe que ya no queda nada. Hay quien insiste en que todo va a estar bien, aunque el mundo se le esté desmoronando. Hay incluso quien se convence de que su vida tiene sentido, cuando por dentro se siente vacío.
He aquí la paradoja: ese pequeño engaño puede ser, en ciertos momentos, un acto de amor propio. Una especie de refugio emocional que nos da tiempo. Tiempo para entender. Tiempo para sanar. Tiempo para reconstruirnos.
No se trata de justificar el autoengaño como forma de vida, sino de comprender su papel en ciertos tramos oscuros del camino. Uno no cura una herida arrancándose la costra a diario. A veces, hay que esperar para poder ver con claridad.
El dolor, cuando llega sin anestesia, puede paralizar. Y ahí, el autoengaño funciona como una venda mental, un velo tenue que, aunque ilusorio, protege de un impacto que podría ser devastador.
¿Y si engañarse por un momento no fuera un error, sino una necesidad emocional? ¿Y si mentirse no siempre es una muestra de debilidad, sino un lenguaje de supervivencia que el alma emplea cuando no encuentra palabras más amables?
Nos enseñaron que la verdad siempre debe imponerse, sin matices. Pero hay momentos en que la verdad, dicha a destiempo, puede destruir en vez de liberar. No todo el mundo está listo para verla. Hay verdades que, sin preparación, nos desfondan.
Incluso los más sabios han necesitado refugios. Sócrates tuvo preguntas sin respuestas. Nietzsche habitó sombras que nunca terminó de comprender. Nadie está exento de necesitar, en ciertos momentos, una versión más soportable de la realidad.
El problema no es engañarse. El problema es quedarse a vivir ahí. Lo que fue un puente puede volverse un muro si se convierte en costumbre. Por eso es tan importante saber cuándo quitarse el velo: cuando la herida ya puede respirar.
No se trata de romantizar el autoengaño, sino de entenderlo en su contexto. Como muchas cosas humanas, es una herramienta frágil pero útil. No es el destino, pero a veces es parte del trayecto.
Hay quien reza sin fe, solo por costumbre, y esa costumbre lo sostiene. Hay quien se aferra a una esperanza absurda, y esa absurda esperanza lo mantiene vivo. No es mentira: es supervivencia. Es la forma en que el alma pide un respiro.
La mente también se defiende. Lo hace como puede. No siempre de forma racional, pero sí profundamente humana. Incluso el instinto de ocultar ciertas verdades internas forma parte de un mecanismo mayor de preservación.
A veces, lo que llamamos engaño es apenas una pausa entre el naufragio y la orilla. Una tregua con uno mismo. Una máscara momentánea que permite reunir las fuerzas necesarias antes de volver a mirar de frente.
No todas las verdades deben asumirse al primer golpe. Algunas se reciben en cuotas, otras se revelan con el tiempo. Y hay que aprender a ser compasivos con ese proceso, incluso cuando no nos gusta admitirlo.
Muchas veces, el autoengaño empieza en la infancia. Los niños imaginan que los padres todo lo pueden, que el mundo es justo, que el amor es eterno. Y en esa ficción inicial crecen con la fuerza necesaria para enfrentarse después a una realidad mucho más cruda.
Incluso en la fe religiosa hay espacio para el autoengaño funcional. Hay quien cree que todo tiene un propósito, aunque por dentro sepa que no entiende nada. Y aun así, esa creencia le salva la vida cada día.
En el ámbito de la política, las sociedades también se engañan. Se aferran a promesas imposibles, a líderes inconsistentes, a símbolos vacíos. No porque sean ingenuas, sino porque necesitan esperanza para resistir la dureza de lo real.
También nos mentimos frente al espejo. Decimos que estamos bien, que no duele tanto, que podemos solos. Y esa mentira sostenida con valentía muchas veces se convierte en una pequeña verdad: nos mantiene en pie.
En el duelo, el autoengaño puede ser un colchón. Nos repetimos que quien se fue sigue con nosotros, que no ha muerto del todo, que quizá solo está lejos. Y aunque lo sepamos irreal, necesitamos ese consuelo para continuar respirando.
Hasta el amor, a veces, necesita una pizca de ficción. Ver al otro con cierta ilusión, exagerar virtudes, minimizar defectos. No siempre por manipulación, sino por necesidad de preservar algo frágil que vale la pena cuidar.
El autoengaño también tiene que ver con el tiempo. No siempre es una evasión: a veces es un compás de espera. Un modo en que el alma se da permiso para madurar una verdad antes de asumirla con toda su carga.
No hay que temerle al autoengaño cuando sabemos que es temporal. Hay que temerle solo cuando lo usamos como escondite permanente. Mientras nos sirva de puente, mientras no borre del todo el camino, puede ser un aliado silencioso.
La psicología lo sabe: hay mecanismos de defensa que evitan que colapsemos. El autoengaño, bien comprendido, es uno de ellos. No lo elegimos conscientemente, pero aparece como una forma espontánea de protección interior.
Tal vez el mayor engaño es creer que siempre estamos listos para la verdad. No lo estamos. Y eso no nos hace menos humanos. Nos hace más complejos, más frágiles, más reales.
Aceptar que a veces nos mentimos no es rendirse, sino reconocer que también el alma cicatriza con pausas. Con silencios. Con verdades a medias. Con una piedad que empieza por uno mismo.
Y quizás ahí, en esa frontera difusa entre la mentira y el consuelo, descubramos algo inesperado: que también el autoengaño, en dosis pequeñas y en momentos precisos, puede tener una dignidad secreta.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ