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El absurdo de vivir

Por: Ricardo Hernández El Día Lunes 07 de Julio del 2025 a las 09:42

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La vida parece tener un guion, o al menos eso nos hacen creer: estudiar, trabajar, enamorarse, tener hijos, ahorrar, jubilarse, morir. Y entre cada una de esas estaciones, se espera que uno le encuentre “sentido” a lo que hace, como si cada paso debiera conducir a una verdad más elevada, a una plenitud prometida. Pero hay momentos en los que todo se rompe: una pérdida repentina, un accidente absurdo, una traición inesperada… y entonces la vida ya no parece una historia con propósito, sino un caos disfrazado de rutina.

En esos momentos de ruptura, surge una pregunta antigua, incómoda, ineludible: ¿vale la pena vivir? No en términos dramáticos, sino profundamente humanos. ¿Tiene sentido seguir cuando el sentido no aparece por ningún lado? Esa pregunta, que en otros tiempos se resolvía con la fe o con la obediencia a las costumbres, hoy nos enfrenta cara a cara con el abismo. Y en ese abismo es donde nace la filosofía del absurdo.

He aquí la paradoja: el absurdo no es que la vida carezca de sentido, sino que los seres humanos estamos hechos para buscarlo —y no lo encontramos. El mundo, indiferente, no responde a nuestras preguntas. Pero nosotros no dejamos de hacerlas. Ahí está la tensión: una conciencia que desea comprenderlo todo, y una realidad que no le ofrece respuestas claras.

Albert Camus, uno de los pensadores clave del siglo XX, planteó que esta condición no debía resolverse con el suicidio —ni con el autoengaño religioso o ideológico. La salida, decía, era la rebelión: vivir sabiendo que la vida no tiene sentido, y aun así vivirla con intensidad. Aceptar el absurdo no como condena, sino como punto de partida.

Camus propuso la rebelión como respuesta. Yo propongo, además, una forma de ternura: vivir como si el sentido estuviera en cada gesto, no en una meta final.

Esa conciencia del absurdo puede ser dolorosa al inicio. Rompe con todas las narrativas que nos ofrecían consuelo. Pero también nos libera. Porque si no hay un sentido preestablecido, entonces somos nosotros quienes debemos crear el nuestro. Ya no estamos atados a lo que "debería ser", sino abiertos a lo que podemos construir.

El absurdo no nos pide resignación, sino lucidez. Nos invita a dejar de esperar respuestas externas, y a mirar hacia dentro. A vivir no por lo que viene después —el premio, la redención, el descanso eterno— sino por lo que hay ahora: este instante, este gesto, esta mirada, esta palabra.

Y es que, cuando uno deja de esperar que el universo nos justifique, comienza a descubrir la belleza de lo inmediato. Un amanecer ya no es un símbolo, es simplemente un regalo. El amor ya no es un contrato eterno, sino una complicidad frágil pero real. La amistad ya no es una obligación social, sino una elección que se renueva día con día.

Muchos creen que el absurdo conduce al nihilismo, a la desesperanza. Pero es todo lo contrario. Solo quien ha tocado el fondo del sinsentido puede empezar a vivir de verdad. Porque entonces cada acto, por más pequeño que sea, se vuelve un acto de resistencia. Un acto poético.

Tal vez lo verdaderamente absurdo no es que la vida no tenga sentido, sino que pasemos toda la vida buscándolo fuera de nosotros. En las doctrinas, en los premios, en los dioses, en los sistemas. Y no veamos que lo que da sentido no está allá lejos, sino aquí cerca: en la forma en que vivimos, en lo que decidimos cuidar.

El absurdo, cuando se asume, nos devuelve la libertad. Ya no vivimos para cumplir un destino trazado, ni para alcanzar una salvación prometida. Vivimos porque estamos vivos. Y eso, aunque suene simple, es profundamente revolucionario.

No se trata de negar el dolor, ni de fingir que todo está bien. Se trata de mirar de frente la oscuridad… y encender una luz. Aunque sea pequeña. Aunque apenas alcance para iluminar unos pasos. Pero que sea nuestra luz, no la heredada.

En el fondo, vivir en el absurdo es vivir sin garantías. Pero también sin cadenas. Es como caminar en la noche sin saber a dónde vamos, pero disfrutando del aire fresco, del sonido de nuestros pasos, de la compañía que elegimos llevar.

Quizá no haya un sentido último esperando al final del camino. Pero eso no importa. Porque el valor de la vida no está en su desenlace, sino en su trayecto. En cada momento en que, sabiendo que nada está garantizado, decidimos amar, ayudar, crear, esperar.

¿Y si el sentido no está en encontrar algo, sino en el simple acto de buscar? Tal vez no necesitamos una verdad última, sino la capacidad de maravillarnos por el hecho de estar aquí, respirando, sintiendo, pensando.

Quizá todo comienza a cambiar cuando dejamos de exigirle a la vida que nos dé respuestas, y empezamos a ofrecerle preguntas honestas. No para resolver el enigma, sino para habitarlo. No para controlar el caos, sino para danzar con él.

Porque al final, lo más humano que podemos hacer es aceptar que la vida es absurda… y aun así, sonreír. Amar. Caminar. Abrazar. Sembrar. Y vivirla como si tuviera sentido.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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