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El peso invisible de la humildad

Por: Ricardo Hernández El Día Domingo 06 de Julio del 2025 a las 23:11

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En un mundo que premia la ostentación, la humildad parece un arte en extinción. Se confunde con debilidad, con sumisión o con falta de carácter. Vivimos rodeados de discursos que exaltan el ego, que nos dicen que debemos sobresalir, brillar, imponernos, aunque sea a costa del otro. Y, sin embargo, algo en nosotros resiste: una parte callada que se siente incómoda ante la vanidad y que encuentra belleza en lo discreto, en lo que no se anuncia.

La humildad no consiste en rebajarse, sino en dejar de ser el centro de todo. Es reconocer que todo lo que somos —nuestros talentos, nuestras ideas, incluso nuestras conquistas— no nos pertenecen del todo. Que el mérito personal siempre va acompañado de contextos invisibles: una mano que nos tendió ayuda, un maestro que nos guió, un azar que jugó a nuestro favor.

He aquí la paradoja: cuanto más grande es una persona, más humilde se vuelve. Lo contrario del ruido no es el silencio, sino la profundidad. Las almas verdaderamente sabias no tienen necesidad de proclamarse. Es la arrogancia la que grita; la humildad, en cambio, susurra. Y susurra con tanta fuerza que transforma. Porque cuando alguien elige no aplastar con su peso, sino hacerse ligero para que el otro respire, se vuelve, sin quererlo, inolvidable.

La historia ofrece ejemplos que valen más que cualquier definición. Recuerdo a un hombre en el mercado, un panadero de edad avanzada. Atendía con amabilidad, daba un pan extra al que veía cansado, limpiaba su pequeño mostrador con esmero y se despedía de cada cliente con una sonrisa sincera, sin importar si le compraban o no. Nunca hablaba de su esfuerzo, nunca se quejaba de sus madrugadas, pero todos sabían que, sin él, algo faltaba. Su humildad no estaba en lo que decía, sino en cómo habitaba su oficio.

Pero no hace falta ir tan lejos. También está esa señora mayor que limpia discretamente la iglesia y que nadie nota, pero cuya ausencia hace falta cuando no está. O ese maestro que, pudiendo brillar con arrogancia, elige escuchar a sus alumnos con paciencia. Esos actos humildes, casi invisibles, construyen un tipo de dignidad que no busca reflectores, pero que da luz.

Ser humilde no es renunciar a nuestra luz, sino aprender a compartirla sin encandilar. Es caminar con la conciencia de que todos somos pasajeros, que nadie es indispensable, y que incluso las montañas más altas se forman de pequeños granos de polvo. La humildad no necesita discursos porque su fuerza no está en la apariencia, sino en la autenticidad.

Quien ha sido verdaderamente humilde no necesita recordar que lo fue. Porque no se trata de una postura, sino de un estado interior: un equilibrio entre saberse valioso y, al mismo tiempo, saberse pequeño ante el misterio de la vida. La humildad no se practica para ser admirado, sino para vivir en paz.

A veces pensamos que debemos demostrar constantemente nuestro valor, pero la vida nos da lecciones inesperadas: quien se calla a tiempo, quien cede con dignidad, quien reconoce sus errores sin vergüenza, es quien más sabiduría acumula. No es que renuncie a la lucha, sino que sabe elegir batallas que no destruyan.

Humilde es quien no necesita tener la razón todo el tiempo. Quien se permite decir “no lo sé” sin sentirse menos. Yo mismo he tenido que aprender, a fuerza de errores, que a veces una duda bien aceptada vale más que una certeza mal impuesta. Y no ha sido fácil. Pero ahí, justo ahí, se abre un espacio nuevo: uno donde es posible crecer sin pisar.

La humildad también se manifiesta en la gratitud: en reconocer que no llegamos solos a donde estamos, que alguien nos tendió una escalera cuando más lo necesitábamos. Ser humilde es, de algún modo, recordar sin resentimiento, y agradecer sin hacer ruido.

Quizá por eso la humildad es tan escasa: requiere de una fuerza invisible. No es fácil inclinar la cabeza sin perder la dignidad. No es fácil aceptar los límites sin sentirse derrotado. No es fácil dejar de hablar cuando uno cree tener la razón. Pero todo eso, sin alardes, es un acto de valentía interior.

En el fondo, la humildad nos conecta con lo más humano. Nos recuerda que no somos dioses, que no tenemos todas las respuestas, y que cada persona que encontramos puede enseñarnos algo. Vivir con humildad es vivir en apertura, en escucha, en aprendizaje.

Quizá la más difícil forma de humildad es aquella que se practica en lo íntimo, sin testigos. Cuando uno admite sus propias sombras, cuando se atreve a reconocer lo que aún no ha sanado o lo que aún no entiende del todo. La humildad interior no es autocrítica destructiva, sino conciencia despierta: aceptar que somos un proceso, no un producto terminado.

También hay una humildad silenciosa en saber retirarse a tiempo. En no pelear lo que no tiene sentido. En saber cuándo hablar y cuándo guardar silencio. Es ahí donde la humildad se vuelve sabiduría práctica. Porque no basta con tener razón, hay que saber cuándo soltarla.

Y quizá lo más bello de la humildad es que no puede fingirse. Se nota cuando es auténtica. Como el aroma de una flor que no pretende ser olida, como el río que fluye sin preguntar si alguien lo está mirando. Por eso, quien aprende a vivir con humildad, aprende a vivir con verdad. Y en estos tiempos, no hay mayor rebeldía que esa.

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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