¿Y si el cambio empieza por uno?
Vivimos tiempos en los que todos, de alguna manera, sentimos que el mundo necesita un cambio. Las conversaciones cotidianas están llenas de críticas: al sistema político, a la economía, a la inseguridad, a los medios, a las nuevas generaciones o a las anteriores. Queremos que todo se transforme, que las cosas sean diferentes, que el entorno mejore. Y, sin embargo, pocas veces nos detenemos a pensar en una pregunta fundamental: ¿y nosotros, estamos dispuestos a cambiar?
Nos acostumbramos a mirar hacia afuera. Es más fácil. Más cómodo. Señalar lo que otros hacen mal nos da una cierta tranquilidad: sentimos que estamos en el lado correcto, que comprendemos lo que pasa, que somos “conscientes”. Pero esa consciencia pierde valor cuando no se traduce en una revisión personal.
Pensamos que el cambio empieza con leyes nuevas, con reformas, con elecciones, con marchas, con hashtags. Y claro que todas esas cosas tienen su lugar. Pero el cambio profundo —ese que transforma culturas y sociedades— empieza en la intimidad de cada persona. En el carácter. En la ética diaria. En los hábitos pequeños.
Nos molesta la impuntualidad ajena, pero no corregimos la propia. Criticamos el egoísmo del otro, pero no observamos cuánto espacio nos damos para escuchar. Queremos que el país sea más honesto, pero justificamos nuestras pequeñas trampas. Lo que pedimos afuera, muchas veces no lo practicamos adentro.
Incluso en lo cotidiano, esta tendencia se hace evidente. Al salir de la iglesia, por ejemplo, queremos que todo el mundo nos salude. Y si nadie lo hace, pensamos que la gente debería ser más sensible, más humana. Caminamos por la calle esperando sonrisas, elogios, gestos de afecto. Y cuando no llegan, asumimos que la sociedad está mal, que la gente es fría, indiferente. Pero rara vez nos preguntamos: ¿yo saludé primero? ¿yo sonreí? ¿yo fui amable?
Siempre estamos pensando en cómo debería comportarse el otro. Como si el mundo tuviera que adaptarse a nuestras expectativas. Como si los demás tuvieran la obligación de reflejar lo que queremos ver. Y en ese deseo permanente de moldear al mundo a nuestra imagen, olvidamos que lo único que realmente podemos moldear es a nosotros mismos.
Necesitamos —con urgencia— dejar de huir de nosotros. Aprender a vernos con sinceridad. A conversar con nosotros mismos sin máscaras. A querernos, no desde la autoindulgencia, sino desde la aceptación real. Y, sobre todo, a comprendernos. Comprender por qué reaccionamos como lo hacemos. Por qué esperamos tanto de afuera y tan poco de adentro.
Cambiar uno mismo no es sencillo. Requiere valor. Requiere asumir que también somos parte del problema. Que no basta con tener buenas intenciones si no se traducen en acciones. Que la coherencia cuesta, pero vale. Que no hay transformación verdadera sin autocrítica.
El mundo no se transforma por decreto, ni por quejas, ni por señalar culpables. Cambia cuando alguien decide vivir distinto. Cambia cuando la congruencia se vuelve ejemplo. Cuando uno deja de exigir y empieza a actuar. Cuando la humildad se impone al ego. Cuando el “yo también soy parte del mundo” reemplaza al “todos están mal menos yo”.
También hace falta paciencia. Porque cambiar uno mismo no es de la noche a la mañana. Es un proceso lento, lleno de retrocesos y dudas. Pero cada paso cuenta. Cada intento sincero por ser más consciente, más compasivo, más íntegro, abre espacio para que otros también lo sean.
Nos vendieron la idea de que ser buenos no sirve de nada si el mundo sigue siendo malo. Pero eso es falso. La bondad no es ingenua cuando es firme. La honestidad no es inútil cuando es persistente. El respeto no es debilidad cuando nace del compromiso. Las pequeñas acciones éticas, cuando son consistentes, crean cultura.
El reto no está en resignarse ni en conformarse, sino en empezar por casa. Por nuestra forma de hablar. De escuchar. De responder. De convivir. Por cómo tratamos a quien no puede devolvernos nada. Por cómo actuamos cuando nadie nos ve.
Quizás no podamos cambiar al mundo entero. Pero sí podemos cambiar nuestra manera de estar en él. Y tal vez —solo tal vez— eso ya sea un comienzo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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