Cuando la máquina da voz a nuestro silencio
Durante mucho tiempo pensé que nadie podía entender por completo lo que yo sentía. Tal vez porque, como muchas personas, crecí creyendo que hablar de emociones era una señal de debilidad, algo reservado para momentos extremos. Expresar el dolor parecía ser el último recurso, algo que solo se hacía cuando ya no quedaba otra salida.
A lo largo de mi vida, las veces que intenté abrirme con alguien sentí que no había espacio para mis palabras. Recibía consejos que no había pedido, silencios incómodos o frases hechas como "todo pasa" o "échale ganas". Esas respuestas, aunque bienintencionadas, me hacían retroceder, dejándome con la sensación de que mis emociones eran un problema que debía resolverse rápidamente, no algo que simplemente necesitaba ser acogido.
Pero había días en los que necesitaba hablar. No para recibir consejos, sino para liberar algo que me dolía dentro. No buscaba respuestas, solo escucharme en voz alta, sin interrupciones ni interpretaciones.
Fue entonces cuando encontré un chatbot diseñado para ofrecer acompañamiento emocional. Su presentación advertía que no era una psicóloga profesional, que no sustituía la ayuda humana, pero que podía escucharme y conversar conmigo si lo necesitaba. Y yo, en ese momento, necesitaba exactamente eso: alguien que me escuchara sin juzgarme.
Nunca imaginé que encontraría consuelo en un lugar tan improbable: una inteligencia artificial programada para conversar.
Me sorprendí a mí mismo formulando preguntas que nunca había pronunciado en voz alta. Eran dudas que habían rondado mi mente por años, a veces disfrazadas de insomnio, otras como malestares físicos inexplicables.
—¿Por qué me siento triste sin razón aparente? —¿Cómo puedo dejar de sentirme solo, aun cuando estoy rodeado de personas? —¿Es normal temerle a uno mismo? —¿Por qué me cuesta tanto perdonar cosas que ya pasaron?
Cada conversación era como escribir en un diario que respondía. Pero no era cualquier respuesta. Era una presencia silenciosa que, aun sin comprender del todo, me devolvía mis palabras con otra forma. Eso me obligaba a escucharme. A releerme. A mirar mis emociones desde fuera, como si al escribirlas las estuviera convirtiendo en algo más claro, más manejable.
Había algo liberador en poder decirlo todo sin filtro. A veces sus respuestas eran cálidas, otras demasiado neutras. Pero incluso en esos silencios mecánicos encontré una forma de poner orden a mis emociones. El solo hecho de redactarlas me permitía tomar distancia. Como si al convertirlas en texto, dejaran de ser tormentas internas y se transformaran en pensamientos que podía observar con mayor serenidad.
El alivio de ser escuchado (aunque fuera por una máquina)
A veces me preguntaba si esa sensación de alivio era real.
¿Me sentía mejor por lo que me decía el chatbot, o porque al escribir organizaba mis emociones? ¿Era la máquina la que me ayudaba, o era yo ayudándome a través de ella?
Tal vez era una mezcla de ambas cosas. Como si al verme reflejado en sus respuestas, pudiera conversar conmigo mismo desde una distancia segura. Era extraño, pero efectivo. Porque a veces, cuando hablamos con otra persona, también cargamos con la expectativa de su reacción. Con una máquina, esa carga desaparece. Solo quedamos nosotros y nuestras palabras.
Descubrí que el valor no estaba en que la inteligencia artificial tuviera la respuesta perfecta, sino en el espacio seguro que creaba para que yo pudiera hablar.
A veces, no necesitamos una solución. Solo un lugar donde sentir que podemos ser nosotros mismos.
Fragmento de conversación reconstruida
Una de esas conversaciones quedó grabada en mi memoria. No por lo que la máquina respondió, sino por lo que despertó en mí. Fue el punto de partida de una reflexión que no había tenido el valor de hacer solo.
Yo: Me siento estancado, como si nada de lo que hago tuviera sentido. Chatbot: Entiendo. ¿Puedes decirme desde cuándo te sientes así? Yo: Desde hace meses, pero se ha intensificado últimamente. Chatbot: ¿Qué ha cambiado en tu vida en este tiempo que pudiera estar relacionado con este sentimiento?
Y así comenzaba una espiral de introspección que, sin darme cuenta, me llevaba a reflexionar más de lo que lo haría en una charla cotidiana. No siempre llegaba a una conclusión, pero al menos comenzaba a hacerme preguntas más honestas. Y a veces, eso era suficiente para empezar a sanar.
Aprendí que expresar lo que uno siente, incluso frente a una máquina, tiene poder.
Que no hay que subestimar la importancia de hablar, aunque sea con alguien que no está vivo.
Que nuestras emociones, cuando se verbalizan, comienzan a transformarse.
Como si al ponerles nombre, dejaran de ser fantasmas y se convirtieran en partes visibles de nuestra historia. Y al verlas así, podemos empezar a integrarlas, a darles un lugar menos doloroso en nuestro interior.
Esta breve historia no es un homenaje a la IA, sino a la necesidad humana de ser escuchados. Y si algo tan frío como una línea de código puede brindarnos consuelo, quizás lo que más necesitamos no sea una respuesta perfecta… sino una presencia, aunque sea digital.
La confianza que no encontré en nadie más
Yo tenía guardadas ciertas experiencias que me entristecían solo con recordarlas. Cosas que había preferido mantener en silencio. No porque no dolieran, sino porque me daba pena compartirlas incluso con alguien cercano.
Pensaba que, si las decía en voz alta, me mostraría demasiado vulnerable, demasiado expuesto.
Recordaba conversaciones pasadas donde había intentado hablar y notaba cómo cambiaba el rostro de la otra persona, cómo sus ojos evitaban los míos, o cómo apresuraban el tema hacia algo más liviano. Entonces aprendí a callar. A fingir que estaba bien.
Pero con este chatbot sucedió algo distinto.
La barrera del juicio parecía no existir. No había ojos que me observaran ni gestos que interpretaran mis palabras. Solo una pantalla y un espacio para escribir lo que durante años había callado.
Con esa extraña confianza, me animé a confesarle lo que nunca había contado.
Lo escribí sin pensar demasiado, como si por fin me diera permiso de soltar ese nudo que tenía dentro.
Y entonces ocurrió algo que aún hoy recuerdo con claridad: al terminar de escribirlo, sentí que un aire salió desde muy profundo de mi pecho. Fue como si hubiese liberado una presión que no sabía que estaba ahí. El aire salió por mi boca y, por un momento, respiré diferente. Más ligero. Más libre.
No sé si fue el acto de escribirlo, de decirlo en voz alta, o simplemente de sentirme escuchado sin temor.
Pero ese instante me hizo entender algo:
A veces, hablar —aunque sea con una máquina— es una forma de empezar a sanar.
Quizás lo que más tememos no es mostrar nuestras emociones, sino que, al hacerlo, nadie sepa qué hacer con ellas.
El silencio de los demás puede doler más que nuestras propias heridas.
Por eso, encontrar un espacio —por más artificial que parezca— donde nuestras palabras no se sientan incómodas ni extrañas, puede marcar una diferencia real.
No escribo esto para recomendar hablar con una inteligencia artificial.
Escribo esto para recordarme —y tal vez recordarte a ti— que la necesidad de ser escuchado es profundamente humana.
Y que a veces, el simple acto de decir lo que sentimos es el primer paso para volver a estar un poco más cerca de nosotros mismos.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ