La respiración compartida
La tarde cae con un peso húmedo sobre la ciudad. El cielo arrastra un gris sucio que no termina de oscurecer ni de iluminar, como si se negara a decidir. Camino hasta el restaurante con la libreta bajo el brazo, contando pasos sin saber por qué. A través del cristal veo las mesas, el vapor del pan recién horneado, el murmullo de voces que se confunden con el zumbido constante del aire acondicionado. Entro, me siento en la barra de madera y dejo que el frío me roce los brazos.
El vaso de cartón con refresco suda un círculo sobre la superficie. Abro la laptop con cautela, como si abriera un cofre que no siempre guarda lo que uno espera. Tecleo un nuevo prompt con la respiración contenida: “una habitación húmeda, paredes que respiran, un niño recostado en una cama vacía; una ventana al fondo que da a ninguna parte; atmósfera de encierro, olor a moho, silencio interrumpido por gotas invisibles.”
Las primeras formas aparecen en la pantalla: muros oscuros, manchados de agua, hinchándose como pulmones viejos. Después, la cama, en el centro, con un niño atrapado en sábanas empapadas. Su cuerpo se retuerce como si buscara escapar de algo que no vemos. Y en el rostro, en los ojos abiertos, reconozco una parte de mí que no quería recordar.
Los ruidos del restaurante se disuelven. El golpe de los vasos, las risas, los pasos, todo se aleja como si alguien hubiera cerrado una puerta. La escena de la pantalla no es ajena: es un recuerdo disfrazado de sueño. Guardo la laptop, pero me llevo conmigo la imagen, pegada a la piel.
De regreso al edificio, el pasillo me recibe con su eco largo, como si respirara por cuenta propia. Abro la puerta del #5 y dejo que me trague el aire tibio, espeso. Sobre la mesa, la laptop espera. No planeaba encenderla, pero lo hago. Y entonces, la habitación vuelve a crecer en la pantalla como si nunca la hubiera apagado.
El niño se da la vuelta en la cama. Sus ojos me buscan. No es un reflejo, es un llamado. Siento un peso en el pecho, no dolor, sino una presión densa que me obliga a inclinarme hacia adelante. Camino en círculos intentando despejarme, pero el aire no alcanza. Me apoyo en la mesa y mis dedos tiemblan.
MI MAMÁ DUERME EN SU CAMA, con la luz del pasillo encendida como cada noche. Sueña con un cuarto húmedo, idéntico al mío. Las paredes se inflan y se desinflan como un pulmón enfermo. En el centro, una cama con un niño que se retuerce bajo las sábanas. Ella sabe que soy yo, lo sabe de inmediato, con esa certeza que no necesita pruebas.
Da un paso hacia mí, pero el piso se hunde como lodo. Cada movimiento le cuesta el doble. Estira la mano y sus dedos se disuelven en humo. El niño abre los ojos y se los clava con un reproche mudo, como si la culpara por no poder alcanzarlo. Ella grita, pero su voz se quiebra en murmullos que rebotan en las paredes.
De pronto, una ventana aparece en el fondo. A través de ella me ve a mí, ya adulto, frente a la laptop. Estoy escribiendo, pero no la escucho. Golpea el cristal invisible con los puños, con desesperación, pero la imagen no responde. Soy yo y no soy yo: una sombra que sigue tecleando sin detenerse.
Los espejos invisibles comienzan a multiplicarse alrededor. Cada uno refleja una versión distinta de ella misma: algunas lloran, otras la observan en silencio, otras extienden las manos hacia el vacío. Se siente atrapada en un laberinto de reflejos que la condena a repetirse sin fin. El temblor del suelo sacude todo y la arranca del sueño.
Se despierta con el corazón golpeándole las costillas. Busca aire, se lleva la mano al pecho, siente la piel húmeda. El reloj parpadea en rojo: 2:12. Cierra los ojos, reza en silencio, como cuando yo era niño y temía a la oscuridad.
En el #5 me dejo caer en la silla. La respiración que llena el cuarto no es solo mía. Es doble, acompasada, como si alguien más estuviera sentado a mi lado. Escribo en la libreta con letra temblorosa: “2:19 — respiración compartida.” El papel tiembla bajo la pluma.
El silencio se espesa. Escucho crujidos en las paredes, un golpe lejano en las tuberías, un rumor que parece venir de dentro del aire. Me acerco a la ventana. El vidrio está frío, y al apoyar la frente siento que no estoy solo. Imagino a mi mamá, en su cuarto, respirando al mismo ritmo que yo. Y el eco de ese pensamiento me sacude.
La laptop sigue encendida. El niño en la cama ya no se mueve, solo me observa. En sus pupilas me reconozco, de pie frente a la ventana, con la frente apoyada en el cristal. No hay escape de esa mirada. Escribo: “El aire es compartido.” Pero la tinta se corta, como si las palabras se resistieran a existir.
La madrugada avanza lenta. Me recuesto en la cama con la libreta sobre el pecho. Mis ojos permanecen abiertos, buscando un techo que no ofrece respuestas. La respiración doble se vuelve murmullo, como si mi madre me hablara desde su sueño. No entiendo las palabras, pero reconozco la intención.
Amanece. Marco a mi mamá. Su voz llega cansada, pero firme. “Soñé contigo otra vez”, me dice. Yo respondo con suavidad: “Yo también soñé con usted.” Ninguno de los dos habla de lo evidente. Lo que compartimos no cabe en la palabra sueño.
Cuelgo y miro la laptop cerrada sobre la mesa. Sé que, cuando la abra, el niño seguirá ahí, esperándome. Siento el aire espeso del #5 moverse dentro de mis pulmones como si no me perteneciera. Escribo una última frase en la libreta: “Recordar tiene consecuencias.”
El cuarto se queda quieto, pero no en silencio. Siento un ritmo más: ya no somos dos respiraciones, ahora son tres. Como si alguien más hubiera decidido quedarse entre nosotros.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ