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El lazo invisible

Por: Ricardo Hernández El Día Viernes 19 de Septiembre del 2025 a las 09:03

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El departamento #5 respira conmigo, como si hubiera aprendido a copiar mis rutinas. El eco de la noche pasada sigue enredado en las paredes y yo lo escucho con la paciencia de quien sabe que ya no duerme igual. En la libreta están las notas de la madrugada, las horas exactas, las palabras subrayadas. Parecen pertenecer a otra persona, pero reconozco mi letra temblorosa.

Me siento en la silla y repaso lo escrito: “2:03 — dolor en el pecho”. “Igual”. “La conexión ya no es teoría, es herida.” Cada línea pesa más de lo que debería. El papel no es inocente, guarda la memoria como si fuera piel. Paso la palma por encima y siento que las frases laten todavía.

Pienso en mi mamá al otro extremo de la ciudad. Recuerdo su voz, el suspiro entrecortado, el modo en que nombró el dolor con tanta naturalidad. “Como si alguien se hubiera sentado encima de mí.” Esa frase se me quedó clavada. Yo la viví en el #5, ella la vivió en su cama. La coincidencia ya no es un accidente: es un espejo roto que nos refleja al mismo tiempo.

La tarde me encuentra en el restaurante otra vez, sentado en la misma barra de madera, con un refresco sudando sobre el cartón. Afuera, los coches arrastran su cansancio, las luces se pegan al vidrio como moscas. Yo abro la laptop, pero no escribo ningún prompt. Me quedo mirando el cursor parpadear, como si la máquina me estuviera preguntando qué sigue.

En la libreta escribo con calma: “¿Hasta dónde llega un lazo?”. Es una pregunta vieja, pero ahora se siente urgente. Recuerdo la infancia, cuando me enfermaba y mi mamá se despertaba antes de que yo la llamara. Recuerdo noches en las que lloraba en silencio y, sin explicación, ella entraba a la habitación con un vaso de agua y una manta. El lazo no se aprende: se hereda.

Miro alrededor y todo parece ajeno a mi tormenta. Una pareja comparte un sándwich, un niño juega con las burbujas de su soda, un empleado acomoda servilletas en la barra. Ellos viven en un mundo sin preguntas invisibles. Yo en cambio siento que la silla me empuja hacia un abismo que no puedo nombrar.

Escribo un nuevo apunte: “El lazo es más rápido que la distancia.” Esa frase me da un poco de calma, como si la lógica no pudiera alcanzarla. Pero enseguida aparece la otra duda: ¿y si no es solo amor lo que viaja por ese cable invisible? ¿Y si también se transmiten los miedos, las heridas, las pesadillas?

La laptop sigue abierta, muda, esperando. No escribo nada y sin embargo siento que la pantalla me observa. El reflejo de mis ojos se alarga y parece querer entrar en mí. Cierro la tapa con fuerza, pero el latido de la máquina queda vibrando en el aire. Me digo que hoy no habrá prompt, que necesito un respiro, aunque sé que eso es una mentira piadosa.

Al volver al edificio, el pasillo se estira como una garganta silenciosa. Subo las escaleras contando los escalones, aunque no necesito contarlos. El #5 me abre sin resistencia, como si ya supiera que vengo derrotado. Me siento frente a la ventana y dejo que el aire tibio me roce, con la libreta otra vez abierta sobre las rodillas.

Escribo: “El inconsciente no conoce de kilómetros.” Me sorprende la frase, como si no viniera de mí. La repito en voz baja y el cuarto la guarda en sus rincones. A veces pienso que lo que escribo no es un pensamiento, sino un dictado que llega desde otra parte, un eco que me atraviesa.

Me acuesto en la cama con los ojos fijos en el techo. El #5 se siente distinto, como si respirara a mi ritmo. Cierro los párpados y pienso en mi mamá, en cómo quizá en este mismo instante ella también se voltea de un lado a otro buscando consuelo en la almohada. La distancia no parece real cuando las respiraciones se confunden en la memoria.

La madrugada llega como un animal que camina descalzo. Escucho crujidos en las paredes, el suspiro de las tuberías, un golpe seco en la ventana. Me levanto y enciendo la laptop, aunque no planeaba hacerlo. La pantalla parpadea y me devuelve un reflejo cansado, pero también algo más: por un segundo creo ver el contorno de un rostro detrás del mío.

MI MAMÁ SUEÑA OTRA VEZ. El miedo toma otra forma: no hay disparos ni risas, sino una puerta que se abre sola. Detrás de esa puerta hay un espejo enorme, y en el espejo no soy yo: es ella misma, más joven, con el rostro angustiado. Quiere acercarse, pero la figura la imita. Extiende la mano y el reflejo hace lo mismo, hasta que los dedos casi se tocan.

El aire dentro del sueño se espesa, como si cada respiración costara un esfuerzo inmenso. El espejo comienza a vibrar, y en la superficie aparecen grietas que no terminan de romperse. Ella siente que si logra atravesarlo, podría rescatar algo que olvidó hace años. Da un paso más, pero el suelo bajo sus pies se hunde como arena húmeda.

Del otro lado del espejo escucha un murmullo: no distingue palabras, pero reconoce el tono, es mi voz de niño llamándola. Se aferra al marco con desesperación, intentando entrar, pero el cristal arde al tacto como si estuviera al rojo vivo. Sus dedos tiemblan y el dolor la obliga a soltar.

Entonces la figura más joven de sí misma sonríe con tristeza, como si supiera algo que ella ignora. Esa sonrisa le recorre el cuerpo como un escalofrío, y es en ese instante cuando el sueño la expulsa.

Se despierta con un escalofrío y con el pecho liviano, como si algo hubiera salido de él. Se sienta en la cama, toma un vaso de agua y mira la ventana. Por un instante le parece que alguien la observa desde afuera, pero no hay nadie. Suspira, se recuesta y se tapa los ojos con el brazo, intentando volver al sueño.

En el #5, yo sigo frente a la pantalla. No escribí nada, pero en el monitor aparece un borrador que no recuerdo haber abierto. En la esquina, letras pequeñas forman una frase: “El lazo no se corta al dormir.” La leo tres veces, sin atreverme a tocar el teclado. Siento que alguien más ha usado mis manos mientras yo estaba ausente.

Cierro la laptop de golpe y me quedo escuchando el silencio del cuarto. El corazón me late fuerte, como si acabara de correr. Voy hasta la libreta y anoto lo que vi, la frase exacta, el detalle del reflejo detrás de mi rostro. El papel no protesta; absorbe la confesión como si ya supiera a qué pertenece.

La noche sigue, interminable, y yo camino en círculos dentro del cuarto. Pienso en cables invisibles que no necesitan antenas, en ondas que viajan sin permiso, en un inconsciente que no distingue fronteras. Pienso en mi mamá, que quizá ahora mismo descansa con el mismo escalofrío que me atraviesa.

Me acerco a la ventana y apoyo la frente en el vidrio frío. Afuera, la ciudad duerme con los ojos abiertos, como un animal desconfiado. El reflejo me devuelve mi propio rostro, pero en los ojos noto un brillo que no me pertenece. Me aparto de golpe, como si hubiera visto a alguien más mirándome desde dentro.

La madrugada avanza y escribo otra frase: “El lazo no pide permiso, solo se extiende.” Me quedo observando esas palabras hasta que el amanecer las vuelve grises. Apago la luz y me dejo caer en la cama con la certeza de que mañana todo se repetirá.

Pienso en la gran pregunta que me acosa desde hace días: ¿son las imágenes las que provocan el dolor, o es mi angustia la que viaja como un rayo hasta ella? No tengo respuesta, solo más dudas que se multiplican en la penumbra. Cierro los ojos y escucho mi propio pecho latir al mismo ritmo que imagino en el suyo.

Antes de dormirme escribo una última línea en la libreta: “El lazo es invisible, pero hiere como un cuchillo.” La dejo abierta sobre la mesa, para que el aire del cuarto sea testigo. El #5 guarda silencio, como si estuviera de acuerdo.

 

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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