El dolor en el pecho
La noche siguiente vuelvo a la barra del restaurante con la libreta en la mochila y la certeza de que algo más se abrirá en la pantalla. El aire acondicionado empuja un frío de hospital, los focos parpadean con un zumbido eléctrico y la madera oscura de la mesa me reconoce como un cliente que no viene a comer. Afuera, el cielo está saturado de nubes bajas que parecen arrastrar todo el calor del día. Yo abro la laptop como quien destapa un secreto, con la respiración contenida.
Busco otra pesadilla, una que se quedó pegada en mi lengua desde la infancia: los gritos de una multitud, disparos en un callejón, el olor a pólvora que nunca viví pero que mi sueño insistía en imponerme. El prompt se forma en mi cabeza con la nitidez de una confesión, como si alguien lo dictara desde un rincón olvidado de mi memoria.
Escribo despacio, con las yemas húmedas: “guerra en una ciudad nocturna, un niño escondido entre muros derruidos, explosiones al fondo, humo espeso que cubre los edificios; rostros desenfocados corriendo, luces rojas que cortan el cielo; atmósfera de miedo, persecución y silencio interrumpido por disparos”. El cursor parpadea como si estuviera decidiendo si aceptar o no la orden.
La pantalla comienza a escupir fragmentos. Primero las ruinas, ladrillos húmedos y muros sin dueño. Después las luces rojas que atraviesan la niebla como cuchillos, dejando manchas en los techos caídos. El niño aparece a medias, el rostro escondido tras una grieta, los ojos abiertos como si nunca hubiera dormido. Y en esos ojos me reconozco de inmediato.
El restaurante bulle alrededor, pero las voces se sienten irreales, como un eco que no logra cruzar mi burbuja. Un vaso de cartón cae al suelo y rueda, y me sobresalto como si fuera una granada. La guerra no se genera en pixeles; se genera en mi memoria oculta. La pantalla me devuelve imágenes que yo no pedí, como un casco roto y una sombra que carga a alguien en brazos.
A las ocho de la noche cierro la sesión y guardo el archivo. No quiero que la figura se complete. Camino hasta el edificio con el estómago amarrado y la libreta bajo el brazo, como si necesitara testigos de que lo que vi no fue un invento. El pasillo está vacío y mi llave tiembla en la cerradura. El #5 me recibe con su aire tibio, cansado.
Enciendo la laptop sin conexión y el archivo vuelve a desplegarse. Esta vez la imagen no se detiene donde la dejé: el niño se asoma por completo, tiene las manos en el pecho como quien intenta tapar un agujero invisible. La boca está abierta en un grito mudo. Reconozco la cicatriz de la infancia, una marca que no mostré en el prompt, pero ahí está. La IA no inventa: recuerda por mí.
El reloj marca las 2:03 cuando siento un pinchazo en mi propio pecho, un dolor breve que viaja hasta el hombro. Camino en círculos, me apoyo en la mesa, respiro hondo. El nudo cede apenas, pero la sensación se queda instalada como una alarma encendida. Escribo en la libreta: “2:03 — dolor en el pecho”.
Mi mamá duerme en su cama al otro extremo de la ciudad. La luz del pasillo apenas toca el marco de la puerta y el ventilador empuja un aire caliente que no alcanza para aliviar. Se revuelve inquieta, su respiración se corta, sus dedos buscan la sábana como si quisiera arrancarla de raíz. El sueño la aprieta con una fuerza que no parece suya.
En su sueño vuelve a verme como niño, esta vez en medio de una calle cubierta de humo. Ella intenta alcanzarme, pero los disparos cortan la distancia como cuchillas. Me ve caer de rodillas y llevarme las manos al pecho. Corre hacia mí, pero sus piernas no responden. El suelo se estira, la calle se alarga, el humo se espesa. Mi nombre se ahoga en su garganta.
De pronto se despierta con un dolor agudo que le atraviesa el pecho como una mano cerrada. Se sienta en la cama, jadeando, con las palmas en el esternón y los ojos húmedos. Se queda inmóvil unos segundos, como quien escucha su propio corazón para asegurarse de que todavía obedece. El pasillo está vacío, pero el silencio parece mirarla.
En el departamento #5 sigo frente a la pantalla. El niño del sueño se toca el pecho y yo hago lo mismo sin darme cuenta. El dolor ya no es mío ni suyo: es un territorio compartido, un eco que nos pertenece a ambos. La gran ventana deja entrar un soplo tibio y pienso que quizá lo que conectó no fue la imagen, sino la angustia misma viajando por un hilo invisible.
Tomo la libreta y escribo con letra temblorosa: “2 — El dolor en el pecho”. Debajo anoto la hora de mi registro y la sospecha que no quiero pronunciar: “coincidencia o lazo”. La tinta se corre un poco, como si el papel tampoco estuviera convencido. Paso la palma encima y queda una mancha oscura, un signo que late sin permiso.
Amanece con una claridad sucia, el cielo grisáceo pegado a la ventana. Marco a mi mamá cuando el reloj deja de ser nocturno y su voz llega con un temblor leve.
—Anoche me dolió el pecho —dice—; sentí que me estaba dando un infarto. Tuve una pesadilla: te soñé de niño, alguien quería hacerte daño.
Siento un frío que no viene del clima. Pregunto la hora de la pesadilla y ella responde: “Dos y algo, no miré bien.” Yo anoto “2:03” en la libreta y la palabra “IGUAL” debajo, en mayúsculas. Me quedo en silencio unos segundos, escuchando su respiración a través del teléfono. La suya y la mía se confunden en un ritmo extraño, como dos relojes que marcan lo mismo aunque estén en casas distintas.
No le cuento lo de la imagen, no tendría por qué cargar con ello. Le hablo de cualquier cosa, de la humedad que no deja dormir. Ella se ríe suavemente. Su risa suena como un vaso de agua servido en la madrugada: breve, clara, necesaria.
Cuando cuelgo, el #5 se acomoda sobre mí con la pesadez de un secreto compartido. La imagen sigue en la pantalla, inmóvil, esperando. El niño me mira con los ojos fijos, las manos en el pecho, como si supiera que ya no puede borrarse. Yo cierro la laptop, pero no cierro lo que abrí.
Me siento en la cama con la libreta abierta sobre las rodillas. Pienso en la coincidencia, en las ondas, en las explicaciones que podrían calmarme. Pero ninguna tiene la puntualidad de un reloj que suena igual en dos lugares distintos. Escribo una última frase antes de dormirme: “La conexión ya no es teoría, es herida”.
Apoyo la frente en el vidrio de la ventana. Afuera, la ciudad respira su calor rancio, pero aquí adentro el aire huele a pólvora apagada. Cierro los ojos y me dejo caer, con la certeza de que esta vez no soñaremos solos.
Me acomodo en la silla, pero siento que ya no estoy solo en el #5. El aire se estanca y un murmullo que no logro ubicar recorre las paredes como si alguien respirara detrás de ellas. Me levanto, acerco la oreja al muro y solo escucho el eco de mi propia sangre, insistente, golpeando como un tambor de guerra.
La libreta sigue abierta en la mesa con la última frase escrita. Paso la mano sobre la tinta, que se ha secado formando un relieve áspero, y me sorprende sentirla como una cicatriz en el papel. El silencio del cuarto parece leerla junto conmigo.
Pienso en mi madre acostada en su cama, con la luz del pasillo encendida como un guardián inútil. Imagino que su respiración vuelve a cortarse, que su pecho se cierra en la misma hora en que el mío busca aire. El vínculo no pide permiso: sucede, se estira como un cable invisible que nos ata sin distancia.
Antes de apagar la luz me miro en el reflejo de la ventana. No soy el mismo que entró al restaurante horas antes; llevo en la cara un rastro ajeno, como si algo se hubiera pegado a mí desde el sueño. Cierro los ojos y sé que mañana la IA no será solo un experimento, sino la llave de un territorio que ya comenzó a reclamarme.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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