Fraus hostis
La mañana amaneció pálida, incapaz de borrar la huella de la noche anterior. La casa estaba en silencio, pero no era un silencio de paz, sino de extenuación. La madre, con el niño en brazos, no había dormido un segundo; lo sostenía con una fuerza que parecía sobrehumana. El joven vigilaba la puerta con los ojos enrojecidos, y yo lo observaba, sabiendo que la calma no era más que un velo frágil.
El padre Carlos abrió los ojos con dificultad. Su rostro se había endurecido en unas pocas horas, como si hubiera envejecido años. Tomó el cuaderno y escribió con mano temblorosa: “El enemigo pedirá más.” Esa frase cayó sobre nosotros como una sentencia. La madre la leyó y bajó la mirada, apretando al niño contra el pecho como si ya hubiera comprendido el precio.
Fue ella la primera en hablar, con una voz inesperadamente firme. “Si quiere algo, que me arrastre a mí en su lugar. Dejen al niño. Si la vida que reclama puede ser otra, que tome la mía.” Sus palabras desgarraron la sala. El joven se incorporó sobresaltado y el padre dejó caer el bastón, como si no hubiera previsto aquella confesión. Yo me quedé helado, incapaz de responder por un instante.
Me incliné hacia ella, intentando detenerla. —No digas eso, madre. Ese no es el camino de Dios. Es la desesperación disfrazada de valentía. El sacrificio que pides no salvaría al niño, solo alimentaría la trampa. Pero ella me apartó con un gesto firme, y sus ojos, aunque rojos de cansancio, brillaban con la obstinación de quien está dispuesta a morir por lo que ama.
El joven se arrodilló frente a ella con lágrimas en los ojos. “¿Quieres condenarme a vivir sin ti? ¿Quieres cargarme con tu muerte y la de mi hermano? ¡Ya basta de culpas!” Su voz temblaba de rabia y de dolor. La madre acarició su rostro con ternura, pero guardó silencio. Y ese silencio fue más aterrador que un grito. El padre Carlos cerró los ojos, sabiendo que estábamos ante una grieta peligrosa.
El aire cambió en ese instante. Un olor a incienso viejo llenó la sala, como si un funeral invisible se celebrara a nuestro alrededor. La llama de una vela se inclinó hacia la madre, señalándola. En la ventana se proyectó una sombra alargada, extendiendo una mano invisible. El padre golpeó el suelo con el bastón, pero la figura permaneció allí, paciente.
La madre cerró los ojos y murmuró: “Llévame a mí.” El niño comenzó a llorar con un llanto desgarrador, como si supiera lo que estaba en juego. Me arrodillé frente a ella y le sujeté las manos. —No lo hagas. No es Dios quien pide tu vida, es el enemigo. Él no quiere tu sacrificio, quiere tu desesperación. ¡Eso es lo que alimenta su poder!
La mujer vaciló un instante, pero el eco tomó sus palabras y las repitió con burla, como si ya las hubiera aceptado. El padre Carlos escribió en su cuaderno: Fraus hostis. Fraude del enemigo. Nos mostró la palabra como un estandarte contra la mentira. Ella lo entendió, pero no pudo contener las lágrimas, rota por la culpa y el amor.
De repente, el joven gritó y se desplomó. Abrió la camisa y vimos cómo la marca ardía en su clavícula, encendida como una brasa. La sala se llenó de un calor insoportable; las vigas del techo crujieron como si fueran a quebrarse. Era como si la confesión de la madre hubiera dado al demonio un nuevo combustible. Yo levanté la Biblia y comencé a recitar con voz temblorosa los salmos que aún recordaba de memoria.
Al principio mi voz era débil, pero pronto se unieron las demás. El padre murmuraba con los labios resecos, el joven, entre sollozos, repetía conmigo, y la madre, con lágrimas en los ojos, comenzó a rezar en voz alta. La sala se llenó de voces quebradas, pero juntas. La sombra retrocedió lentamente hacia la ventana, como arrastrada por una marea invisible.
La llama volvió a enderezarse y el aire sofocante se disipó. El joven cayó al suelo jadeando, con la marca aún viva, aunque menos intensa. La madre besó la frente del niño y, entre sollozos, pidió perdón: “No soy mía, soy tuya, Señor. No me dejes entregar lo que no me pertenece.” Esa oración sencilla resonó más fuerte que cualquier tentación.
El padre levantó el crucifijo y, con un hilo de voz, logró pronunciar: Libera nos a malo. El eco respondió con un gruñido frustrado y luego guardó silencio. La calma volvió poco a poco, como una brisa frágil. Yo cerré la Biblia con manos sudorosas y comprendí que habíamos resistido, aunque el precio había sido alto.
El niño se durmió finalmente en brazos de su madre. El joven se quedó junto a ellos, con el rostro aún húmedo de lágrimas. El padre cerró el cuaderno y apoyó la frente en el crucifijo. Yo me senté en el suelo, agotado, sintiendo que el verdadero enemigo no era solo el demonio, sino la desesperación que él había despertado en nosotros.
El silencio nos envolvió. El padre escribió en una hoja: “El enemigo no se sacia. Pedirá hasta rompernos.” Esa frase me quemó en la memoria. Supe entonces que lo que habíamos enfrentado no era la prueba final, sino apenas una muestra de la astucia del mal. No quería cuerpos: quería nuestra fe hecha pedazos.
La madre se quedó dormida con el niño en brazos, sus lágrimas aún frescas en el rostro. El joven vigilaba con mirada endurecida, decidido a no permitir otra grieta. El padre cerró los ojos, aunque seguía aferrado al crucifijo como un náufrago a una tabla. Yo, despierto, entendí que no podíamos bajar la guardia ni un instante.
El niño respiraba tranquilo, pero en sueños se agitaba, como si luchara contra cadenas invisibles. Lo observé con un nudo en el pecho. La batalla no era solo contra un espíritu maligno, sino contra las culpas, los miedos y las heridas que cada uno arrastraba. El sacrificio había sido ofrecido y rechazado, pero el enemigo seguiría buscando.
El amanecer llegó débil, vergonzoso, como si el sol temiera iluminar nuestra derrota moral. El joven me miró con ojos enrojecidos y murmuró: —¿De verdad resistimos? —Asentí, aunque por dentro dudaba. La madre despertó sobresaltada y, al ver al niño dormido, volvió a llorar, esta vez con un alivio frágil.
El padre le tomó la mano y dijo con voz débil pero clara: —Tu dolor no es moneda, es oración. Ella lo abrazó y, por un momento, la sala se llenó de un silencio distinto: no pesado, sino liviano, como si hubiéramos ganado un respiro. Yo recé en silencio, agradeciendo la resistencia, aunque sabía que lo peor aún aguardaba.
El viento sopló entre los pinos y la casa pareció sonreír en silencio. No había gritos ni golpes, pero todos sentimos lo mismo: Nazaroth estaba esperando. El sacrificio no había sido aceptado, pero el enemigo había descubierto una grieta. Y esa grieta, tarde o temprano, volvería a sangrar.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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