De Portomarín a Palas de Rei: el alma también camina
Esta mañana salí de Portomarín bajo una lluvia ligera, de esas que no parecen gran cosa… hasta que te das cuenta de que calan hasta los huesos. El frío y el agua fueron los primeros compañeros de esta jornada que, poco a poco, se transformó en algo distinto.
Mientras avanzaba, pude observar cómo algunos peregrinos rezaban el Rosario. Sus voces, repetidas en coro, se mezclaban con el sonido de las gotas cayendo sobre el suelo empedrado. Era un recordatorio de que este camino no solo se recorre con los pies, también se anda con el corazón y con la fe.
A pesar de la lluvia, eran cientos las personas que, como yo, caminaban con la mirada fija en Santiago de Compostela. Un río humano que, paso a paso, avanza entre montañas, senderos y pueblos pequeños que parecen detenidos en el tiempo.
Y entonces, a mitad del trayecto, el sol rompió las nubes. La luz bañó los prados verdes de Galicia y transformó los paisajes en postales vivientes. El cansancio se fue disolviendo y la esperanza regresó con fuerza. Es como si el Camino mismo quisiera recordarnos que después de cada tormenta, siempre llega la claridad.
Hoy terminé la etapa en Palas de Rei. Los pies duelen, los músculos se tensan, pero el espíritu se fortalece. Cada kilómetro es un diálogo conmigo mismo, con mis creencias, con mis límites… y con esa meta que se acerca cada día.
Este es mi segundo día en el Camino de Santiago. Falta mucho por andar, pero ya he comprobado que cada jornada es única, irrepetible y, sobre todo, transformadora.
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