La vigilia eterna
La orden del obispo había caído como un candado: no continuar. El padre Carlos, sin voz y ahora también bajo obediencia, aceptó el silencio como quien recibe una herida. Su mirada, sin embargo, ardía con una llama que no sabía rendirse.
Nos atrincheramos en la sala. El oratorio quedaba atrás, vencido bajo maderas rotas y polvo. Cubrimos el suelo con mantas, acercamos la mesa a los umbrales y encendimos velas bajas, para que la luz no tentara a la noche.
El padre escribió en un papel arrugado: Vigilate et orate. Debajo, con letra más pequeña: “Sin rito. Resistir.” La estola púrpura descansó sobre la mesa como una bandera plegada en mitad de la batalla.
La madre sostuvo al niño con ese cuidado feroz de quien guarda un corazón prestado. El joven se plantó de cara a la puerta, pálido y tieso, como un guardia sin relevo. Yo, con el rosario en la mano, aprendí a respirar despacio.
El frío entró por los zócalos, no por las ventanas. Era un frío opaco, sin viento, que parecía venir de la madera misma. La casa olía a cera fatigada, a lana húmeda y a piedra sin sol.
El reloj de pared marcaba la hora equivocada y luego se detuvo sin aviso. Ninguno se atrevió a darle cuerda. El tiempo, en esa casa, ya no era asunto nuestro.
Había pan y una jarra de agua sobre el aparador. No teníamos hambre. Probé el agua; sabía a metal viejo, como si hubiera aprendido el idioma del clavo y del candado.
Rezar en voz alta parecía una desobediencia. El padre me negó con la mano cuando abrí la boca, y señaló el papel: “Susurro.” La oración reducida a respiración, a intención que no quiebra el aire.
El niño dormía con un ritmo irregular: dos respiraciones hondas, una breve, una pausa. La madre empezó a contarlas sin darse cuenta, como si en el número se escondiera un conjuro.
Fijé la vista en los nudos de la madera de la mesa. Entre líneas oscuras y remolinos, aparecían formas de hojas, peces, ojos. Las aparté con un parpadeo; necesitaba mente quieta.
En la chimenea no había fuego, pero la ceniza respiraba su olor antiguo. Juraría que escuché un soplo subir por el conducto, aunque no movió la llama. Era un recuerdo, tal vez, o algo que probaba el aire.
Las sombras no imitaban nuestros gestos; se inclinaron, eso sí, hacia el mismo rincón, como oyendo. El rincón no respondió. Agradecí su mudez con un temblor que no supe ocultar.
Un crujido cruzó la viga mayor, largo, paciente. Nadie dijo “es la madera”. Sabíamos que la madera también aprende, cuando la noche se sienta a su lado.
Una polilla se estrelló contra la vela y se convirtió en un punto de carbón que olió a cabello quemado. La madre desvió la mirada; yo pensé en funerales que no eran de esta casa.
El padre escribió otra palabra: Fides tenebris. Fe en la oscuridad. Después apoyó la frente en el dorso de su mano, como si ese gesto bastara para mantener en pie todo lo que creía.
Al joven le pesaban los párpados. El padre le tocó el hombro, apenas, y él dio un respingo. Hicimos turnos con la vista: puerta, ventanas, niño. Otra vez puerta.
La madre intentó un arrullo antiguo, roto en la tercera frase. La noche le devolvió el silencio como un vidrio. Sostuvo al pequeño más fuerte, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
A mí me llegó un pensamiento que no era mío: “Dormir un minuto.” Lo reconocí por su dulzura. Me senté derecho y conté las cuentas sin prisa, como si cada Ave fuera una estaca en el suelo.
El niño movió los labios, pero no produjo sonido. No fue imitación ni burla; fue aire tomando forma, una palabra que aún no podía nacer. El padre alzó la palma: “Espera.”
Algo empezó a marcar dentro del tabique, no un golpe, sino un roce a intervalos. Cuatro, cuatro, cinco. No se parecía a rezar; se parecía a vigilar.
Pegué la oreja a la pared. El frío me subió por el lado de la cara hasta el cráneo, como agua de pozo. No escuché voz, solo un pequeño tic, tercamente vivo. Me aparté sin preguntar.
La vela principal vació un hilo de cera que se solidificó en curva sobre el borde. Parecía un mapa sin leyenda. Decidí no leerlo.
Bajó polvo del dintel y dibujó medio círculo bajo la silla del padre. Lo barrí con el dorso del zapato. Al rato, sin que nadie se moviera, volvió a aparecer.
El padre me tendió un escapulario gastado, roto de una esquina. No lo puso en mi cuello; lo dejó en mi mano. Era, más que un objeto, un sí.
Escribió: “Fiat. Non provoces.” Hice una pequeña reverencia, de un miedo raro, agradecido. Entendí que la obediencia también puede ser espada.
Pasaron horas que no sabían ser horas. El rosario calentó la piel de mi palma; cuando lo solté un instante, quedó en ella un dibujo de cuentas como si me hubieran marcado.
El joven confesó en voz baja: si me duermo, dijo, alguien podría usar mi boca. Le prometí vigilar sus párpados como si fueran puerta. Asintió, y se mantuvo en pie.
La madre habló de un recuerdo: el niño en la pila bautismal, el agua como un halo en la mollera, el llanto breve. Mientras lo decía, las manos del pequeño se aflojaron.
Un perro ladró en lo profundo del bosque y calló como si hubiera tragado espinas. El silencio posterior sonó más limpio, más afilado.
El vidrio de la ventana dibujó escarcha en un borde. No eran letras ni signos: venas heladas que se besaban y se apartaban. Un latido mineral, sin idioma que descifrar.
Los labios del niño formaron tres golpes mudos. El padre negó con un gesto suave, paternal. No todavía. La espera también tenía su rito.
Miré al suelo: una línea de sal contra el umbral se había corrido, no rota, solo hundida en un tramo, como por una huella minúscula. La repuse con cuidado, sin pedir permiso al miedo.
Un nudo de la madera se ennegreció en un punto y brilló, húmedo. Pareció un ojo. Acerqué la vela: era resina. Aun así, me sentí visto.
El cielo empezó a desteñirse, primero sin color, luego con un gris que no sabía ser luz. Las velas, necias, continuaron con su llama corta, disciplinada, como soldados que no consultan el reloj.
El padre apretó el bastón, hizo ademán de ponerse en pie y no lo hizo. Escribió, con letra pequeña que le costó: Crastino… y debajo, más claro: “el nombre.”
Dejé el escapulario sobre la mesa, junto al papel. La madre besó la frente del niño. El joven se frotó los ojos con rabia, como si quisiera sacarse la noche de adentro.
Nadie dijo “hemos vencido”. Ninguno dijo “hemos perdido”. El amanecer no traía veredicto, solo trabajo. La sala olía a aceite frío, a cera gastada, a lana con sueño.
El padre me miró como si acabara de ordenarme en secreto. No había rito, pero había misión. Asentí, con la boca seca, y sentí que la voz me pertenecía y me excedía.
Saludó la luz sin hablar. Yo también. La casa exhaló, apenas, como quien despierta y guarda su sueño. Comprendimos lo necesario: la noche nos había reconocido.
Y antes de que el primer pájaro negara lo ocurrido, supe que mañana pediríamos el nombre y que el nombre, al decirse, no sería solo sonido, sino herida que exige sangre y verdad.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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