El exorcismo interrumpido
La tarde cayó en la casa como un telón de hierro. Afuera, el bosque seguía goteando, pero dentro reinaba un silencio expectante, como si cada viga estuviera escuchando. El aire estaba impregnado de ceniza y humedad.
El padre Carlos me entregó el Rituale Romanum. Sus labios secos no podían pronunciar palabra, pero sus ojos decían todo: “Lee por mí.” Sentí que el libro pesaba como plomo en mis manos.
La madre acomodó al niño en el suelo, envuelto en la manta que aún olía a humo de la vela caída. El joven lo sostuvo de los brazos, con el rostro tenso, preparado para contener una tormenta.
Encendimos una vela sobre el altar improvisado. La flama se inclinó hacia el niño, como si lo señalara. Me arrodillé con el crucifijo en la mano y comencé a leer.
—Adjúro te, omnis spiritus immunde, in nomine Iesu Christi… —La voz me temblaba, pero salió. El eco respondió desde el techo, repitiendo mis palabras con un tono burlón, como si el demonio usara mi garganta.
El niño se arqueó con violencia. De su boca salió un gruñido que no parecía humano, sino el crujir de madera vieja al partirse. El joven casi lo suelta, pero el padre Carlos lo detuvo con una seña.
Entonces sonaron tres golpes en la puerta principal. Eran secos, solemnes, demasiado humanos para venir del bosque, demasiado inoportunos para ser casualidad. La casa entera vibró con ese llamado.
El padre negó con la cabeza, pero la puerta del pasillo se abrió sola. Dos figuras empapadas aparecieron en el umbral: don Julián, cabizbajo, y a su lado un hombre de gabardina oscura con un maletín en la mano.
El desconocido levantó un sobre sellado en cera roja. —Orden de la curia —dijo con voz firme—. El obispo suspende cualquier práctica exorcística en esta casa. El presbítero deberá comparecer. Obediencia inmediata.
Me tendió el sobre, porque el padre Carlos no podía hablar. Lo abrí con dedos entumidos y leí en voz alta las palabras que parecían cuchillos: “Se suspende ad cautelam el exorcismo. Prohibición absoluta. Obediencia.”
La casa recogió la última palabra como un regalo. “Obediencia… obediencia…” repitieron las paredes, multiplicando la voz en decenas de tonos burlones. El eco convirtió la orden en una carcajada interminable.
El hombre de la curia palideció. Dio un paso atrás, como si comprendiera de golpe que sus papeles no servían allí. El crucifijo que llevaba temblaba en sus manos.
La madre se arrodilló ante él, suplicando clemencia. Pero el eco tomó su súplica y la devolvió convertida en burla. La mujer lloró con un dolor que partía el alma al escuchar su propia voz convertida en risa.
—Ergo, maledicte diabolus, cede locum Christo! —grité, cubriendo la orden con la oración. El eco devolvió mi voz deformada, como si se tratara de un cántico blasfemo.
El niño lanzó un alarido. La vela se volcó y el fuego alcanzó la manta. La sala se llenó de humo y olor a lana quemada. Corrimos a sofocar las llamas, golpeando con las manos hasta que quedaron ennegrecidas.
El sobre sellado cayó al suelo. La cera roja se derritió junto a la sal del umbral, formando un pequeño río carmesí que parecía arder con luz propia. Don Julián lo miraba llorando, murmurando letanías atropelladas.
El padre levantó el bastón y lo golpeó contra el piso. La vibración recorrió la sala, obligando al eco a callar por un instante. El hombre de la curia retrocedió hasta la puerta, pálido y sudoroso.
El niño abrió los ojos. Su boca se curvó en una sonrisa lenta y cruel. —Ecclesia tua vacillat. Tu Iglesia vacila. —El eco repitió la frase, y hasta el crucifijo del visitante pareció temblar.
Yo apreté la cruz y recité: —Exi ab eo, immunde spiritus, et noli redire! Sal de él, espíritu inmundo, y no regreses. La palabra “Exi” me rajó la garganta, y el eco la devolvió como una amenaza.
La ventana estalló hacia adentro. Fragmentos de vidrio giraron en la penumbra como hostias negras. Uno cortó la mejilla del mensajero, que gritó y dejó caer el crucifijo.
La madre cubrió al niño. El joven arrastró a su hermano menor hacia un rincón, protegiéndolo con su propio cuerpo. Don Julián se arrodilló y comenzó a rezar el rosario, las cuentas golpeando como huesos.
El padre me señaló con un gesto urgente. Se aferró a mi mano y me entregó la estola púrpura. Era como un contrato silencioso: “Si yo caigo, tú continúas.”
De su garganta rota salió apenas un susurro: —Ri…car…do… —Mi nombre, frágil como ceniza, ardiente como brasa. Ese llamado me encendió los huesos.
El eco recogió su palabra y la multiplicó en mil voces, repitiendo mi nombre hasta deformarlo. Cada “Ricardo” sonaba distinto: unos dulces, otros crueles, otros vacíos.
La sala se estremeció. Una grieta corrió por la viga central y polvo cayó como harina de hueso. El altar se inclinó, y la vela agonizante proyectó sombras que parecían vivas.
—¡Atrás! —grité, arrastrando al niño junto a la madre. El joven corrió a empujar la puerta del pasillo, bloqueándola con un mueble. El hombre de la curia huyó hacia la entrada.
El oratorio cedió de golpe. La viga cayó con un alarido de clavos. El Rituale quedó enterrado bajo los escombros. El humo cubrió la sala, trayendo consigo olor a piedra rota y madera muerta.
El eco regresó, suave como un suspiro. —Nomen meum non audietis hodie. No oiréis hoy mi nombre. —Las palabras se deslizaron como un cuchillo envuelto en seda, helándonos la sangre.
El padre Carlos me miró, agotado, con la frente perlada de sudor. No tenía voz, pero sus ojos me gritaban que resistiera. Le respondí con un gesto, prometiéndole seguir.
Nos atrincheramos en la sala, con el humo aún colgado en el aire. El niño respiraba a trompicones, la madre lo sostenía como si quisiera fundirlo en su pecho, y el joven miraba la puerta con un odio nuevo.
Yo encendí otra vela. La llama dudó, tembló, y al final se mantuvo en pie. Fue un resplandor débil, pero bastaba para decir que aún estábamos vivos, aunque la casa esperara lo contrario.
La noche cayó por fin, y supimos que nada había terminado. Apenas estaba comenzando.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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