La fe puesta a prueba
El día parecía avanzar sin moverse. El bosque, detenido tras la tormenta, se apretaba contra la casa como si quisiera escuchar. Dentro, el aire guardaba ese olor a ceniza húmeda que no pertenece a ninguna mañana.
Nadie habló durante un largo rato. El niño respiraba con un siseo tenue, la madre lo arropaba sin parpadear y el joven miraba la puerta como si de allí fuera a surgir lo innombrable. El padre Carlos cerró los ojos y apretó el rosario.
—Ricardo —dijo por fin—, llevemos al niño al oratorio. Allí la luz es más obediente. Hazlo con cuidado; el enemigo ama los golpes inesperados.
Lo cargamos entre los dos. Era pequeño, pero pesaba como si alguien lo anclara al suelo. Cada paso hacía crujir las tablas, y los crujidos respondían como voces que no quería comprender.
El oratorio era una pieza estrecha, con una imagen antigua de la Virgen y un banco de madera carcomida. La vela, al encenderla, dejó un olor dulce que no alcanzó a expulsar la humedad. La piedra del piso estaba helada como un pozo.
—Cierra las contraventanas, Ricardo —ordenó el padre—. Y trae la jarra de agua bendita. Hoy no habrá medianías; o la luz entra por completo, o no entra.
Las hojas de madera gemían como puertas de cripta al cerrarse. Cuando la penumbra quedó domada por la única llama, sentí que el cuarto se recogía, atento, como un animal que encoge las orejas antes del salto.
El padre Carlos dibujó una cruz en cada pared con la yema de los dedos empapados. —Asperges me, Domine, hyssopo, et mundabor —murmuró, y salpicó las esquinas. El agua chisporroteó como si tocara algo vivo.
El niño se estremeció y dijo una palabra sin lengua, una piedra cayendo en un pozo. La madre contuvo un grito, y el joven me miró como si yo llevara las respuestas en el bolsillo. Yo apenas sostenía el recipiente.
—Lee, Ricardo —indicó el padre—. Salmo ciento treinta: De profundis. Que estas paredes recuerden de dónde los llama la voz.
Abrí la Biblia y mi voz salió más firme de lo que esperaba. “Desde lo más profundo a ti clamo, Señor; Señor, escucha mi voz.” La madre repitió “Amén”, y su susurro pareció alargarse por el techo.
Algo rió bajo el piso, como si el tablón ocultara garganta y dientes. La vela lanzó un aliento azul y se agachó sin apagarse. El niño apretó los dientes hasta que crujieron como sal.
—Kyrie eleison. Christe eleison —entonó el padre Carlos, de pie pese al temblor de sus rodillas. El bastón marcaba un compás grave contra la piedra.
Del armario empotrado llegó un golpe seco. Juraría que estaba clausurado desde antes de mi memoria. El joven se santiguó con la rapidez del que teme olvidar cómo hacerlo.
—Ricardo… —dijo el niño sin mirarme—, te he escuchado soñar. ¿Crees que no conozco tu miedo? —La voz era la de un desconocido que usaba su boca como máscara.
—Tace —cortó el padre, y me señaló con un gesto corto—. No respondas. La respuesta lo alimenta. Tu silencio es tu muro.
El niño dejó de respirar por un instante interminable. La madre lanzó un alarido y se desplomó de rodillas. Yo sentí que el corazón me envejecía diez años en un latido.
—Anima Christi, sanctifica eum… —susurró el padre, apoyando el crucifijo en la frente del pequeño—. Corpus Christi, salva eum. La piel del niño ardía como hierro recién forjado.
La cera comenzó a caer lenta, roja a la vista como si la vela sangrara. En el muro, la llama dibujó una sombra que no nos pertenecía. El padre empalideció al verla.
—Ese signo… —murmuró—. El mismo de la capilla. —Sus dedos temblaron, y en los ojos se le abrió un recuerdo—. Cuarenta años no bastan para borrarlo.
Me envió al aparador por un relicario pequeño. Lo encontré entre paños amarillentos, pesado como un secreto. Al tocarlo, el frío me subió por el brazo como agua de pozo.
—Aquí, padre —le dije, tendiéndoselo. Él lo besó con un respeto cansado, como quien saluda a un viejo compañero de guerra.
—Crux sacra sit mihi lux; non draco sit mihi dux —pronunció, y apoyó el metal en la sien del niño—. Que la cruz sea luz; que el dragón no me guíe.
Un viento sin ventanas recorrió el cuarto. La vela se erizó y la sombra del signo humeó como si estuviera viva. Del armario llegó un rasguño, un intento de salida.
—Ricardo —dijo el padre sin apartar la vista—, toma el crucifijo. Si mi voz se rompe, repite: Exorcizo te… y no mires a los ojos. Allí hacen su nido.
El metal pesó en mis manos como una sentencia. Recordé cada instrucción, cada sílaba. Tenía miedo de fallar en una letra y que la letra me fallara a mí.
—Exorcizo te, omnis spiritus immunde… —empecé, y el cuarto respondió con un golpe bajo, como un corazón enterrado—, in nomine Iesu Christi.
El niño habló sin mover los labios: —Ricarde, non es sacerdos. No te está permitido. —La frase cayó en mí como una piedra que no toca fondo.
—Nomine Ecclesiae loquitur —replicó el padre, recio, y me hizo una seña de continuar—. Habla la Iglesia cuando habla el obediente.
La madre comenzó un Ave María en voz trémula. El joven la siguió con torpeza, y sus voces formaron un hilo que nos sostuvo a todos durante un segundo imposible.
El niño se arqueó y expulsó un líquido negro con olor a azufre. La mancha se extendió como una tela viva, avanzando hacia nuestros pies con un borde que susurraba.
En la superficie aceitosa aparecieron letras encendidas, como trazadas por una uña ardiendo. Alcanzamos a leer dos sílabas que no comprendimos. Luego el brillo se apagó.
—Está cerca de pronunciarse —dijo el padre con un hilo de voz—. Y no lo hará hoy. —Se enjugó la frente y respiró como si tuviera encima una piedra.
El armario estalló por dentro, sin abrirse, con un golpe que me vació los huesos. El relicario crujió en la mano del padre, y una grieta lo partió en diagonal como a una luna negra.
Una astilla del metal saltó y me cortó la palma. No dolió: ardió. La gota que cayó al piso siseó como al tocar fuego, y el olor a hierro se volvió insoportable.
—Ricardo, no sueltes la cruz —me advirtió el padre—. Te lo pedirá con tu propia voz. Cuando ocurra, acuérdate: Non nobis, Domine, non nobis.
El niño abrió los ojos, pero ya no miraba. Tenía la vista clavada en algún punto detrás de mí, como si algo, pegado a mi nuca, le hiciera señas con una sonrisa lenta.
—Exi ab eo, immunde spiritus —ordenó el padre, de pie contra su temblor—, et noli redire. La orden salió clara, aunque parecía arrastrar una piedra.
La sombra del signo se contrajo como un puño y se deshizo en ceniza que no cayó. Quedó suspendida, como un polvo que necesitara un aliento para convertirse en noche.
El niño dejó caer la cabeza y su pecho comenzó a subir y bajar con ritmo normal. La madre rompió a llorar con un alivio duro, casi doloroso. El joven cerró los ojos como quien vuelve de una orilla.
—Padre… —murmuré, y al volverme lo vi llevarse la mano a la garganta. Abrió la boca para orar. Ni una sílaba salió.
Intentó de nuevo: nada. La voz se había quedado en algún pliegue del aire, y su silencio cayó sobre nosotros como un peso nuevo. Sus ojos, sin embargo, ardían.
Me señaló el crucifijo y luego la Biblia abierta. Comprendí que me pedía algo que nunca pensé cargar. La vela, tensa, inclinó su llama hacia mí, como un dedo que acusa y consagra.
Tragué saliva y asentí. La madre me miró con espanto y esperanza, y el joven clavó los nudillos en el banco para no temblar. El niño dormía, pero su sueño parecía vigilarme.
Di un paso al frente, sentí la herida arder como un sello, y tomé aire. Si la voz del padre había sido robada, la mía tendría que aprender a nacer sin permiso.
El bosque, al otro lado de la pared, hizo un ruido de hojas que no existían. El oratorio parecía encoger y, sin embargo, la cruz en mi mano pesaba menos. La vela no parpadeó.
—Domine, non sum dignus… —susurré, y el cuarto escuchó. Algo, detrás del armario sellado, también escuchó. Y sonrió.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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