El pasado vuelve
El amanecer llegó lento, pero no trajo paz. Tras la tormenta de la noche, el cielo parecía desgarrado en jirones de nubes oscuras. Los primeros rayos apenas lograban filtrarse, tiñendo el aire de un resplandor grisáceo y enfermo que, en lugar de dar alivio, aumentaba la sensación de pesadumbre.
La casa del padre Carlos se erguía en medio de un bosque de pinos altos, casi ocultos entre la neblina. Era una construcción de otro tiempo, con muros gruesos y techos de madera ennegrecida. El aire que la rodeaba parecía detenido, como si el bosque mismo contuviera la respiración.
Cada viga crujía con un quejido prolongado, como si el lugar hubiera acumulado siglos de historias oscuras en sus entrañas. No era solo una casa: era un testigo silencioso de batallas invisibles, una fortaleza improvisada en la frontera entre lo humano y lo inexplicable.
Dentro, la humedad impregnaba cada rincón. El olor metálico de la lluvia se mezclaba con un tufo penetrante, semejante al hierro oxidado y la ceniza. El frío no venía del clima, sino de una presencia que se movía sin ser vista y que parecía rozarnos con dedos helados.
El padre Carlos seguía en su silla, rígido como una estatua. Sus manos, huesudas y firmes, se aferraban al rosario como si en esas cuentas se jugara la última batalla. El bastón, apoyado a un costado, marcaba con su madera oscura la frontera entre lo sagrado y lo profano.
El niño descansaba en el suelo, aunque su descanso no era reposo. Cada tanto su cuerpo se arqueaba, sus párpados temblaban, y de su boca brotaban murmullos graves, como si un idioma ajeno se filtrara desde lo más profundo de su ser.
La madre, vencida por la angustia, dormitaba en la silla con el rostro surcado de lágrimas secas. El joven hermano se mantenía despierto, con los ojos muy abiertos, sosteniendo al pequeño con torpeza, como si temiera que un movimiento brusco lo hiciera despertar en medio del horror.
Me acerqué al padre Carlos y me senté frente a él. El silencio en la sala era tan espeso que cada crujido de la madera resonaba como un lamento antiguo. Yo sentía que algo invisible nos rodeaba, aguardando el momento de atacar.
El sacerdote abrió los ojos con lentitud. Su mirada se fijó en mí, profunda y sombría, y su voz grave quebró la calma como un trueno contenido.
—Ricardo, lo que viste anoche no es nuevo para mí. Esa voz ya me buscó antes, hace muchos años, en un pueblo olvidado.
Sentí que la sangre me abandonaba el rostro. No hablaba en abstracto, no eran simples recuerdos: lo decía con la certeza de quien lleva una cicatriz que no deja de sangrar.
—¿Quiere decir que esa presencia… ya estuvo con usted? —pregunté, mi voz entrecortada por el miedo que me apretaba la garganta.
El padre Carlos giró apenas la cabeza y miró la llama de la vela. En sus pupilas no vi solo el reflejo de la luz, sino una sombra profunda, como si contemplara un pasado que aún ardía dentro de él.
—Hace cuarenta años —susurró—, una joven vino a mí. Decía escuchar voces en la oscuridad. Me llamaban por mi nombre, como ayer llamaron al tuyo, Ricardo. Y siempre lo hacían con la misma burla, con el mismo odio disfrazado de risa.
Me quedé helado. Recordé con nitidez cómo aquella voz pronunció mi nombre en medio de la tormenta. Sentí que el tiempo se plegaba sobre sí mismo, como si el mismo mal hubiera cruzado generaciones para alcanzarnos.
—Creí que era un caso más de perturbación —continuó el padre—. La llevé a una capilla húmeda, con paredes cubiertas de símbolos arcaicos y velas consumidas. Allí comencé el ritual, con la soberbia de mi juventud.
Alzó el crucifijo como si lo sostuviera otra vez en aquel lugar perdido. Su voz se endureció, recitando con solemnidad: —Adjúro te, omnis spiritus immunde, per eum qui venturus est judicare vivos et mortuos…
Se detuvo en seco. Su respiración se quebró, como si algo invisible le apretara la garganta. Sus labios quedaron entreabiertos, incapaces de terminar la oración.
—No pude concluir —murmuró al fin, con amargura—. Un grito la interrumpió. Fue un rugido que no venía de ella, sino de algo más antiguo. Y con ese grito la perdí.
En sus ojos apareció un brillo de dolor, apenas contenido por la disciplina de los años. Bajo la barba blanca le temblaba el mentón, como si la memoria fuera un peso imposible de sostener.
La madre, que había despertado con los ruidos, se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar de nuevo. El joven, con voz quebrada, murmuraba oraciones aprendidas de memoria, pero cada palabra parecía resbalarle de los labios.
El padre inclinó la cabeza y dijo en voz baja: —Requiem aeternam dona ei, Domine, et lux perpetua luceat ei. Dale, Señor, el descanso eterno, y brille para ella la luz perpetua.
Un silencio denso llenó la sala. Yo lo miré y comprendí que hablaba de la muchacha perdida, aunque en lo profundo de mí temí que también pensara en su propio final.
Me incliné hacia él y pregunté con voz insegura: —Padre, ¿y si esta lucha no es solo contra el demonio del niño? ¿Y si también es contra lo que lo persigue a usted desde entonces?
El sacerdote no respondió de inmediato. Apretó el rosario con fuerza, como si cada cuenta fuera un clavo en la cruz que lo mantenía unido a su fe. Luego levantó lentamente la cabeza.
—Quizá tengas razón, Ricardo —dijo al fin—. El enemigo me conoce. Y ahora, al volver, busca también quebrarme a mí. Quiere terminar lo que empezó aquella noche.
Un crujido estremeció las vigas. El sonido fue tan agudo que pensé que el techo cedería en cualquier momento. La llama de la vela se inclinó y adquirió un tono azul que heló la sangre en nuestras venas.
El niño abrió los ojos y los fijó en el padre con una sonrisa torcida. Su respiración se volvió un silbido áspero, como si en lugar de aire exhalara humo.
El joven lo apretó contra su pecho, retrocediendo hasta chocar con la pared. La madre murmuraba un padrenuestro atropellado, como si temiera que cada palabra se la arrancara un demonio invisible.
El padre Carlos alzó el crucifijo con ambas manos y exclamó: —Vade retro, Satana! Non suade mihi vana. Sunt mala quae libas, ipse venena bibas. Apártate, Satanás, no me tientas con vanidades; bebe tú mismo tu veneno.
El suelo tembló con violencia, y un jarrón se hizo añicos al caer. Un olor a carne quemada se extendió por la habitación, tan penetrante que me hizo toser y cubrirme la boca con la manga.
El sacerdote avanzó hacia el niño, apoyándose en su bastón. Cada paso parecía un esfuerzo sobrehumano, pero su voz no temblaba. Rezaba como si el aire mismo se partiera con sus palabras.
—Ricardo —me dijo sin apartar la vista del pequeño—, no olvides lo que te he enseñado. Si yo caigo, serás mi voz. No vaciles, aunque la oscuridad te susurre lo contrario.
Mi corazón golpeaba con fuerza en el pecho. Me pregunté si tendría el valor de repetir aquellas frases en latín, o si el miedo me paralizaría como la noche anterior.
El niño empezó a convulsionar, sus brazos extendidos como si algo tirara de ellos desde lo invisible. Un coro de voces brotó de su garganta, un eco de siglos que retumbaba en los cimientos de la casa.
El padre Carlos alzó la mirada y clamó con fuerza: —Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio, contra nequitiam et insidias diaboli esto praesidium!
Las palabras resonaron como un trueno interno. Las sombras que cubrían las paredes se contrajeron y luego se arremolinaron en un rincón, formando figuras que parecían ojos abiertos en la oscuridad.
Yo quise moverme, pero mis piernas pesaban como plomo. La sensación de ser observado crecía, como si decenas de presencias invisibles se acercaran a mi oído para repetir mi nombre con un eco burlón.
El padre Carlos, exhausto, dejó caer el crucifijo sobre el pecho del niño y volvió a su silla. Su frente estaba perlada de sudor, y cada respiración parecía un gemido ahogado.
Me miró fijamente, con esa mezcla de cansancio y firmeza que lo caracterizaba. Sus labios temblaron antes de pronunciar las palabras que me dejaron helado.
—No lo olvides, Ricardo. El enemigo ha regresado, y lo que ocurrió hace cuarenta años aún sigue vivo en esta casa. Nada ha terminado.
La vela volvió a encenderse sola, y su resplandor azul iluminó los rostros tensos de todos los presentes. La madre se estremeció, el joven apretó los dientes, y el niño respiraba como si cada aliento fuera una batalla.
El amanecer entró finalmente por las ventanas rotas, pero la luz no trajo consuelo. El sol apareció pálido, teñido de un rojo extraño que se mezclaba con la niebla del bosque.
Entonces comprendí que ni siquiera el día podría disipar la sombra que nos rodeaba. La casa, nuestro refugio, se había convertido en un recordatorio de que el pasado nunca muere, solo espera su momento para volver.
Y en ese instante supe que la próxima prueba no sería contra lo que habitaba en el niño, sino contra la fe misma del padre Carlos… y quizás, contra la mía también.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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